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– Anda, échate y procura dormir. Nada de historietas, caramelos ni de chicle: te lo puedes tragar.

Me eché sobre la cama, disimulando mi mal humor y respirando aquel antipático perfume -además, unos jazmines, sobre el tocador, expelían su aroma-, y echada, con los ojos abiertos, y mirando el techo, oí cómo chirriaban las cigarras en el declive. Era espeso y obsceno aquel cuarto, como el gran vientre y los pechos de tía Emilia. La vi como iba al armario y se servía coñac, en una copa de color rubí, hermosísima. Fingí cerrar los ojos, mirándola por entre los párpados. Bebió el coñac de un golpe y luego fue al lavabo, abrió el grifo -todas las cañerías empezaron a gemir, a soplar, como si barbotearan maldiciones- y enjuagó la copa. Después encendió un cigarrillo, se derrumbó en la butaca y ojeó las revistas que le solía prestar Mossén Mayol y que no leía nunca. De pronto, algo raro hubo allí. Era como si alguien hubiera colgado en la pared los látigos y los arneses del patio. Algo brutal y cruel llegaba y rasgaba en dos la quietud del cuarto de tía Emilia (acaso el recuerdo del tío Álvaro), por alguna cosa que ella decía:

– Tu tío…

Medio echada en su butaca, alargaba el brazo hacia el balcón y levantaba la cortina, por donde entraba un vivido fajo de sol, como una espada de oro. Observé su perfil fofo, sus ojeras, y me dije: "¡Qué pena da! Está perdiendo algo." Y por mi confusa imaginación galopaban ideas extrañas, del tío Álvaro y de ella, debido a algunas conversaciones que escuché a Juan Antonio y Borja. Cosas que yo fingía conocer bien, pero que me resultaban aún oscuras y llenas de misterio. Sentí algo parecido al miedo, entonces, y me arrinconé a un lado de la cama. Porque allí, a la derecha -aún lo estoy viendo- estaban los cuadrantes, con sus fundas bordadas, oliendo fuertemente a plancha, y me dije: "Esa almohada es la del tío Álvaro, ese su sitio. Siempre está esperándole la tía Emilia". Y algo que no era exactamente miedo me recorrió la espalda. Algo como una extraña vergüenza, acordándome de las cosas que Borja y Juan Antonio contaban de los hombres y de las mujeres. Y me dije: "No, acaso eso sea otra mentira." Y deseé que la muerte también fuera un embuste. Cerró los ojos. La tía Emilia guardaba las cartas en una caja de madera, las sacaba una a una, y las releía; y me parecía que también de aquella caja brotaba el intruso olor, a cuero y a cedro, del tío Álvaro. Y me sentía ajena a aquel mundo. Había llevado a Gorogó conmigo, lo tenía escondido entre el pecho y la combinación, y en aquel momento la tía Emilia dijo:

– ¿Qué estás escondiendo ahí?

– ¡Nada!

Se acercó y consiguió quitármelo, a pesar de que me eché de bruces sobre la cama, para protegerlo. Le dio vueltas entre las manos. Seguía boca abajo, para que no viera qué encarnada me ponía (hasta sentía cómo me ardían las orejas). En lugar de burlarse dijo:

– ¡Ah, es un muñeco!… Sí, yo también dormía con un muñeco, hasta casi la víspera de casarme.

Levanté la cabeza para mirarla, y vi que sonreía. Se lo quité de las manos y lo volví a poner bajo la almohada, pensando: "No es eso, ya no duermo abrazada a Gorogó -en realidad no dormí nunca con él, sólo con un oso que se llamaba Celín-. Éste es para otras cosas; para viajar y contarle injusticias. No es un muñeco para quererle, estúpida." Pero ella dijo:

– Siempre me pides cigarrillos, y ahora resulta que aún juegas con muñecos.

Me puso la mano en la cabeza y me despeinó el flequillo. Fue hacia la cómoda y sacó un Murati de su cajita (donde había dibujado un jardín de invierno, con macetas de palmeras y un señor vestido de smocking, con las piernas cruzadas, y fumando, muy cursi). Me lo puso en los labios, sonriendo. Ella misma lo encendió y dijo:

– Tu madre y yo nos queríamos mucho, Matia. Anda, sé buena chica: fúmate este cigarrillo. Ya ves que soy comprensiva. Pero luego cierra los ojos y procura dormir.

Miró su relojito de pulsera y añadió:

– Te doy diez minutos para fumar. Pero luego reposa, aunque sea sólo durante media hora. Después, si no haces ruido al bajar la escalera, prometo dejarte marchar.

Volvió a servirse otra copa, y se tumbó en la butaca, con sus cartas. Los jazmines amarilleaban, y sobre la cómoda, en el fanal, flores y flores se amontonaban junto a las imágenes de San Bruno y Santa Catalina.

La tía Emilia se adormecía en la butaca extensible, que en los días de primavera sacaban al jardín y que estaba quemada por el sol. Aún no había terminado su cigarrillo y se quedó dormida, derrumbada. Recuerdo que hacía mucho calor -estábamos a últimos del mes de agosto- y que zumbaba una mosca, atrapada entre la cortina y el cristal. El olor del sol encendía las paredes, arrancaba un espeso perfume a la caoba brillante de la cómoda, el picante aroma de los santos y las flores y mezclado al de los polvos de la tía Emilia y a un sutilísimo aroma de coñac. Sentía en el paladar y la lengua el sabor dulzón y exótico del cigarrillo turco y entre los labios el brillo de oro del emboquillado, que apenas me atrevía a sostener, asombrada de fumar ante ella. Me incorporé despacio, para no sobresaltarla. Estaba tendida, con el brazo blanco y macizo, en la penumbra rosa y oro de la habitación. En el cenicero de cristal verde, se consumía una colilla. Y la mosca, apresada entre los pliegues del visillo y el cristal, sin poder escaparse.

Me incorporé poco a poco, ladeándome para mirarla. Era como asomarse a un pozo. Como si de pronto tía Emilia se hubiera puesto a contarme todos sus secretos de persona mayor, y yo no supiera dónde esconder la cara, llena de sobresalto y de vergüenza. Verla así, abandonada, con la boca doblada hacia abajo y los ojos cerrados (uno más que otro y con un resplandor vidrioso entre el párpado derecho y la mejilla), sumida en su tristeza, me confundía. La carne se le salía de la bata, y contemplé las piernas extendidas, con la falda levantada sobre el tobillo derecho y el pie descalzo. ("¿Para qué se barniza las uñas?".) Miré mis piernas delgadas y oscuras, arañadas, mis pies largos de santito -como Borja-, con las uñas cuadradas y rapadas (una azuleando por un golpe y partida, que me dolía si la apretaba con el dedo) y me dije: "Yo también me barnizaré las uñas." Pero, "¡Qué lejos todo!". Sería en otra vida, casi en otro mundo, cuando yo sintiera lo mismo que la tía Emilia, con sus Muratis y sus cartas, y su espera blanca y fofa, dormida en el sopor, buscando el coloquio triste con la copa rubí, llena del coñac celosamente oculto en el armario y sin importarle gran cosa la guerra. Sólo que él ganara, pensaba yo, y que volviera, para ver sus uñas tan pulidamente barnizadas. "Tan gorda no le gustará." Pero sentí vergüenza de pensar aquello. Me deslicé al suelo, procurando no hacer ruido ni mover las hojas chillonas de las revistas y diarios esparcidos a su alrededor. Puse el pie sobre la alfombra con mucho cuidado, buscando las sandalias. Pasé sobre las piernas extendidas de la indefensa mujer que tan impúdicamente me revelaba oscuras cosas de personas mayores. Me acerqué a la cómoda y cogí la copa rubí. Con ella en alto miré en el espejo mis hombros delgados, tostados por el sol, donde resaltaban los tirantes blancos y los mechones de pelo, escapándose de las trenzas mal anudadas por tía Emilia, con el oro del sol como una aureola. Los mechones rojizos me trajeron un pensamiento: "A contraluz parezco pelirroja como Manuel, y todo el mundo se cree que soy morena". Hice una mueca para verme los dientes, que la abuela temía se estropearan a fuerza de dulzones y perfumadísimos caramelos de menta: "No soy una mujer. Oh, no, no soy una mujer", y sentí como si un peso se me quitara de encima, pero me temblaban las rodillas. Metí la lengua dentro de la copa roja, furiosamente. (Pero la muy condenada, maldita sea, qué bien la había enjuagado.)