Lo más difícil -como cuando Borja robaba el dinero de la caja de la abuela- era abrir la puerta en silencio. Para eso, Borja y yo aprendimos a untar con una pluma de gallo empapada de aceite las bisagras de las habitaciones de las fieras.
Gorogó se había caído a la alfombra, patético, con los brazos en cruz y la cara negra contra el suelo. Lo recogí y lo metí de nuevo en mi pecho, enredándole la cabeza en la cadenita de la medalla. Cogí rápidamente la ropa, entré en la salita contigua y me vestí. Aún con las sandalias en la mano, salí afuera. En el extremo del pasillo, el tictac del reloj de carrillón cortaba el silencio. Mí sombra me persiguió, alargada, hasta la escalera. Me senté en el primer escalón y me calcé las sandalias. Hacía tanto calor que parecía respirar dentro del vaho de un sueño. (Y bien cierto es que durante mucho tiempo -y aún ahora, en este momento- recordé aquella tarde como en el fondo de una gran copa, con los ruidos amortiguados. Y en aquel sofocante silencio sólo oía las voces y las palabras de la primera conversación de Manuel y mía. Únicamente la voz de Manuel y la mía propia mezcladas. Y los ojillos penetrantes de aquel lagarto verde – tan cerca de nuestras cabezas, como un monstruo – mirándonos entre la hierba, tendidos los dos en la tierra del declive.)
Al salir al patio, el sol levantaba una furia blanca de las paredes, y, bajo los arcos, las sombras se volvían de un húmedo y compacto vapor. Me detuve junto a los aperos de Es Ton, y oí la voz de Lorenza:
– ¿Cómo vamos a negársela?
Y Antonia:
– Dásela y que no se entere nadie… Que no diga de dónde la sacó ni a su misma madre.
Entonces salieron los dos, Manuel detrás de Lorenza. Dieron la vuelta. Lorenza llevaba la llave en la mano y doblaron la esquina amarilla de la casa.
– ¿A dónde van, Antonia? ¿Qué quería Manuel?
– Agua para beber… Les han matado al perro y se lo han echado al pozo.
– ¿Quién?
Se encogió de hombros y siguió inclinada sobre la costura.
– Cualquiera sabe.
Aparté la vista de su boca fruncida, llena de alfileres. Seguí los pasos de Lorenza. Iban al pozo del huerto, en el principio del declive.
Estuve apoyada en uno de los olivos, viéndoles. De allá abajo subía el resplandor verde del mar, entre las pitas. Los árboles, a contraluz, parecían negros. Manuel estaba inclinado sobre el pozo y Lorenza echó el cubo. Oí el ruido del agua. Era un ruido hermoso, como de fría plata, en el ardiente silencio. "Les han echado un perro muerto." Miré mis pies. Descuidadamente, con el reborde de la sandalia, iba trazando rayas en la tierra. "Olerá espantosamente mal. No podrán beber y ha venido a pedir agua."
– ¿No sabes quién fue? – preguntó Lorenza, en su idioma.
Él no contestó, abocado al pozo. Sus brazos morenos brillaban al elevar la cuerda. El dragón de piedra -decía el Chino que era del siglo XII-, parecía reírse entre el musgo.
– Saca la que quieras – dijo Lorenza, en voz baja-. Pero que no te vean, no digas nada a nadie…
Dio la vuelta y se marchó. Yo seguí quieta, amparada por el olivo. Manuel sacaba el agua y la echaba en su cántaro. Era un cántaro esmaltado de verde y muy grande. "Un perro muerto es algo horrible", me dije, "algo que no se puede soportar".
4
Tal, vez lo que me desconcertó fue que no estuviese furioso. Al oír mis pasos levantó la cabeza, y recuerdo -tan claramente como si sucediese ahora mismo a mi lado- el chirrido de la polea, y la turbia humedad que brotaba del pozo. Una humedad caliente como el aliento de la tierra. Dije: "Está el agua muy fría", o algo parecido. Quizá fue algo aún más banal, pero conseguí que volviera la cabeza y me mirara. Conocía su nuca tan tostada de verle inclinado en el huerto. Al volver su cara hacia mí, pensé: "Nunca me había mirado". Aquella tarde, al llevarse la barca, no nos miró ni a mí ni a Borja. (Me vino de golpe el olor del patio de la alcaldía, en la mañana que volvían de enterrar a José Taronjí, y el sol entre la parra, y, sobre todo, algo como un deslumbramiento. Tal vez, aquel enjambre de luces, verde, oro y rubí por entre los crueles cascotes de vidrio, al borde del muro.)
Serían apenas las tres y cuarto, creo yo, a todo sol, rodeados por las hojas quemadas. La ceniza verdosa cubría el dragón, como una lluvia de años. Manuel poseía una faz delgada y dura. Y los huecos profundos de los ojos, y el brillo de madera gastada de aquel rostro, parecían quemarse bajo el sol. Tenía los ojos profundamente negros, con la córnea azulada. Nunca vi ojos como los suyos, que hacían olvidar -y lo he olvidado, es cierto- el resto de sus facciones. Y, cosa extraña que jamás me ocurrió con Borja, ni Guiem, ni Juan Antonio (que siempre me zaherían y trataban de humillarme), al mirarme aquel muchacho (a quien nadie estimaba en el pueblo, hijo de un hombre muerto por sus ideas pecadoras), me sentí ridícula, insignificante. Noté una ola de sangre en la cara, y me vino agolpadamente a la memoria el eco de mis fanfarronas bravatas, el aroma de mis Muratis, mis aires de superioridad y hasta mis caramelos de menta, como algo idiota y sin sentido. No supe qué más decir. Sólo mirarle y quedarme -de pronto me daba cuenta- con una mano incongruentemente extendida hacia él, notando lo insólito de mi presencia; la nieta de la vieja Práxedes, prima de Borja, con Nuestra Señora de los Ángeles detrás. Pensé: "No está furioso". Sólo había en él una oscura tristeza, no por sí mismo enteramente, sino que, acaso, también por mí; como si me abarcase y me uniera a él, apretujándome (como apretujaba yo, dentro de la mano, una redonda y fría bola de cristal en la que nevaba por dentro). En aquella tristeza cabían mis trenzas mal atadas, que se deslizaron hacia atrás y me rozaban la nuca; mi blusa mal metida dentro de la falda; mis sandalias con las tiras desabrochadas, por la precipitación de salir; y aquel sudor que me bañaba.
– Me parece mal -dije. Y noté que mis labios temblaban y que decía algo que no pensé hasta aquel momento, algo aún confuso.- Me parece una cosa horrible lo que os han hecho.
Y en medio de una extraña vergüenza, como si se abriese paso en mí la expiación de confusas, lejanísimas culpas que no entendía pero que lamían mis talones (cometidas tal vez contra todo lo que me rodeaba, sin excluir al Chino, a Antonia, ni, tal vez, al mismo Guiem; culpas y sentimientos que no deseaba reconocer, como el temor o amor a Dios), me pareció que una delgada corteza se rompía, con todo lo que me obligaban a sofocar, Borja con sus burlas, la abuela con sus rígidas costumbres y su pereza y despreocupación de nosotros y tía Emilia con su inutilidad pegajosa. De pronto, me levanté de entre todo aquello. Era solamente yo. "¿Y por qué, por qué?", me dije. En aquella siesta de la tierra, en el momento en que un perro muerto infectaba el agua de un pozo, era yo, solamente yo, sin comprender cómo, en un deslumbramiento desconocido (sólo posible a los indefensos catorce años). Y añadí:
– Me parece muy mal lo que os han hecho, lo que están haciendo en este pueblo, y todos los que viven en él, cobardes y asquerosos… Asquerosos hasta vomitar. Les odio. ¡Odio a todo el mundo de aquí, de esta isla entera, menos a ti!
Apenas lo dije, me sorprendí de mis palabras, y noté que mi cara ardía. Tenía la piel tan encendida como si todo el sol se me hubiera metido dentro. Y aún me dije, confusamente: "Pues no he bebido vino. Ni siquiera había una gota de coñac en la copa de tía Emilia". Él seguía mirándome, sólo mirándome: sin sorpresa, sin odio, ni burla, ni afecto. Como si todo lo que veía y lo que oía, se lo explicasen, al cabo de años y años, de otras personas que no fuéramos él y yo. Brillaba su pelo cobrizo, quemado por el sol y el aire. Un polvo sutilísimo cubría sus tobillos y pies, calzados con sandalias de fraile. Y también su rostro. Continué: