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– Y luego, ella se murió. Pero yo estaba en el colegio, y casi no me acuerdo… Mauricia, sabes -fue el aya de mi padre- me preparaba la merienda, y me contaba muchos cuentos. Era muy vieja. Y cuando ella se murió…

Y yo decía "ella" y "él", y Manuel nunca, nunca, me preguntó quiénes eran "ellos". Nunca me preguntó nada, nunca intentó sonsacarme nada: sólo escuchaba así, a mi lado, silencioso. (Como un animalillo perdido, igual que yo.)

– Cuando se murió ella, él me mandó con Mauricia al campo. ¡Pero aquella era una tierra muy diferente!

Manuel dijo, también en voz baja, y sin mirarme:

– ¿Te gustaba?

– Sí.

¡Me gustaba tanto! (Y me callé y me vino de golpe todo, los bosques y el río, y un nudo en la garganta. Y Andersen, y Alicia en el espejo, y Gulliver… y Un capitán de quince años, y aquellos ríos enanos, trazados con un palo en el barro. Los ríos que yo creaba para los gnomos, en la tierra mojada de la acequia. Y aquellas flores amarillas, con forma de sol, que ponía en las cerraduras de las puertas, y los gritos de los cuervos, que repetía el eco, en las cuevas; y la voz de Mauricia: "Soy un cuervito, muy pequeñito sin pan ni sal…." "Matia, ha llegado un paquete de papa".)

– Tenía -le dije- un teatro de cartón.

Levantó la cabeza:

– Ah, yo también. Él me lo envió…

Me volví a mirarle. Estaba muy pálido, y dijo precipitadamente:

– También me enviaba libros. Me gustaba mucho leer. Eran casi siempre libros de viajes. ¡Él había viajado tanto! Se pasó la vida en su barco viajando por las islas.

Su brazo se levantó, como trazando en el aire una imaginaria ruta. Le miré, con la sangre agolpada en la cara, y un loco deseo de decir: "No, no me descubras más cosas, no me digas oscuras cosas de hombres y mujeres, porque no quiero saber nada del mundo que no entiendo. Déjame, déjame, que aún no lo entiendo". Pero a él le pasaba igual que a mí: como la infección curada con la navajita de Mauricia. Estaba de perfil, nimbado por la luz verde de los almendros. Como pequeños animales contra la tierra pedregosa, nos deslizábamos hacia abajo, por la pendiente del declive. Sólo en aquel momento me di cuenta de que insensiblemente, resbalábamos hacia abajo. Había algo como una amenaza a nuestras espaldas. Y añadió:

– Me enviaba recuerdos de todos aquellos países…

Y de un tirón, como si la respiración se le acabase:

– Y le gustaba… decía él, que yo sería igual, acaso. Pero a mí me daba miedo, y algunas veces pensé si no me quedaría para siempre en el Monasterio, con los frailes.

Entonces su mano se levantó y cayó sobre la mía. Me apretó la mano contra la tierra, como si me quisiera retener, para que no cayera allá abajo, a la gran amenaza. Al vértigo azul y espeso, alucinante, que yo sintiera desde la plazuela donde quemaban a los judíos, sobre el acantilado. Como si con él, con su mano, con mi infancia que se perdía, con nuestra ignorancia y bondad, quisiera hundir nuestras manos para siempre, clavarlas en la tierra aún limpia, vieja y sabia.

– Ah, ¿sí? -dije, con un hilo de voz, que sólo muy cerca de mí podía oírse. Y tal vez no la oyó, porque continuó diciendo:

– ¡Me distinguía tanto, de ellos! Al principio no me daba mucha cuenta. Vivía con los frailes. El abad era primo suyo, y me tenía cariño. Sólo durante las vacaciones de Navidad venía a la isla…

Se quedó pensativo y añadió:

– Pero la última vez ella me habló, y me di cuenta de toda la verdad. Soy algo diferente de los demás, no tan listo… También allí arriba, resultaba demasiado inocente. Y ella me dijo: "Hijo, eres demasiado bueno, ya tienes quince años". Y sin embargo, cuando ella me habló, me pareció que era mucho más viejo que todos ellos.

Se cubrió la cara con las manos y le puse la mía en la nuca, que era suave y tibia. No se movió, hasta que la retiré, y entonces se volvió a mirarme:

– Aquel día, renuncié a todos los privilegios que recibía de él. Me di cuenta de que mi sitio estaba con ellos, ahí, en esa casa: con José y Malene, con mis hermanos, María y Tomeu… y sobre todo con él, con Taronjí -esto último lo dijo muy deprisa, y como en un soplo-. ¡Tenía que estar a su lado! Porque él estaba comido por el odio y yo debía estar a su lado, cuando todos le miraban con burla, o como un enemigo. Pensé: "Manuel, ésta es tu casa, tu familia". ¡Porque no se escoge la familia, se la dan a uno!

Algo me apretaba el pecho. (Ah, mi pobre Negro, Falso Deshollinador). Prosiguió:

– Comprendí que mis hermanos llevaban otra vida muy distinta que la mía, y que nadie les quería ayudar… y a ella, ninguna mujer le hablaba cuando iba al pueblo. Y le oí decir a José Taronjí cosas… ¡estaba lleno de rencor! Porque la quería y sufría con todo lo que ocurrió antes y lo que aún ocurría. Casi creí que me odiaba a mí también. Y entonces pensé: tengo que conseguir que me quiera. Y quererle algún día, yo también.

Estaba asustada, temerosa de oír aquellas cosas. ¡Era algo tan nuevo para mí! No el haber descubierto el secreto de la vida de Manuel -un secreto sucio de hombres y mujeres, del que no era culpable- sino por la forma cómo entendía el desconocido mundo: el pavoroso, aterrador mundo con que nos amenazaban a Borja y a mí, del que huía desesperadamente el Chino. El mundo al que maliciosamente aludían Guiem y Es Mariné, el mundo que, por lo visto, pertenecía a gentes como Jorge de Son Major. A mi pesar, no le entendí:

– ¿Y… te quedaste con ellos?

– Sí, me he quedado con ellos.

Las palomas de la abuela volvían: en aquel momento se metieron entre los almendros. Eran como sombras azules y verdosas, sobre nuestras cabezas. Producían chasquidos extraños. Algo vibró en el aire, como gotas de un cristal muy fino.

– Ahora también estás tú fuera. Quiero decir, fuera de la barrera. Me entiendes, ¿no? De los Taronjí, el delegado y todos los demás. Y, acaso, de mi abuela también…

– Ya lo sé -dijo.

– ¿Y no tienes miedo?

Tardó en contestar:

– Sí, a veces lo tengo. No precisamente miedo, pero sí algo como un pesar muy grande.

Cuando dijo pesar, un peso asfixiante, lento, pareció rodar realmente por el declive. Cogió una almendra: estaba hueca y la dejó a un lado. Nos mostró su agujero, negro y podrido como una mala boca. Si no hubiera tenido catorce años, tal vez hubiese sentido ganas de llorar. En aquel momento sentí como mío aquel pesar, algo como un arrepentimiento bochornoso: "Por eso, éste no es de Guiem ni de Borja. Por eso no es de ninguno de nosotros". O, acaso, fuese de todos nosotros. "Porque es tan bueno…" Pero, ¿era él bueno, realmente? ¿Era yo mala? ¿Eran malos Borja o el Chino? ¡Qué confusión! Y Jorge de Son Major, tras sus muros, escondiendo el horror que le producía su propia vejez, cultivando flores.

– Manuel -dije-. Eres demasiado…

No sabía cómo llamarle. Casi sentía irritación de verle y oírle. Y deseaba hacerle participar de nuestros tesoros, de la Joven Simón, del Café de Es Mariné… hasta dejarle ir al Naranjal con los muchachos. Pero ¿qué tenía él que ver con todo aquello? ¿Qué tenía que ver él con nadie en el mundo? Contemplé sus manos no acostumbradas al trabajo, con los dedos arañados. Y dijo:

– No, no creas. Mi lugar estaba aquí, con los rencorosos, con tanta tristeza… Cuando llegó todo esto ya había decidido quedarme. Ahora, tú ya lo sabes, le han matado.

Salió un lagarto verde, diminuto, de bajo una piedra. Los dos nos quedamos mirándole, muy quietos. Teníamos los ojos cerca del suelo y, entre las hierbas, el lagarto nos miraba. Sus ojillos, como la cabeza de un alfiler, eran agudos, terribles. Por momentos parecía el terrible dragón de San Jorge, en la vidriera de Santa María. Me dije: "Él está con los hombres: con las feas cosas de los hombres y de las mujeres". Y yo estaba a punto de crecer y de convertirme en una mujer. O lo era ya, acaso. Sentí las manos frías, en medio del calor. "No, no, que esperen un poco más… un poco más". Pero, ¿quién tenía que esperar? Era yo, sólo yo, la que me traicionaba a cada instante. Era yo, yo misma, y nadie más, la que traicionaba a Gorogó y a la Isla de Nunca Jamás. Pensé: "¿Qué clase de monstruo soy ahora?" Cerré los ojos para no sentir la mirada diminuta-enorme del dragón de San Jorge. "¿Qué clase de monstruo que ya no tengo mi niñez y no soy, de ninguna manera, una mujer?".

Quise apartar de mí tanta pena, y dije:

– Y el del Son Major, ¿no te llama a veces? ¿Ya no quiere saber nada de ti? Pensará que le has traicionado.

– Sí, me ha llamado dos veces. Tú conoces al hombre de la guitarra: ese que vive con él, hace tiempo. Le llevaba antes en el Delfín. Ahora está muy viejo, pero aún canta canciones que le gustan mucho… Ese que se llama Sanamo y se pone rosas encarnadas detrás de la oreja. Dice que es su único amigo de verdad. Pues Sanamo vino al huerto, por detrás de los olivos, cuando me ocupaba en recoger la almendra con mis hermanos y mi madre. Y me llamó.

(Me imaginé como al Diablo en el Paraíso, detrás de los árboles, con una rosa oscura en la sien.)

– Le contesté: "No puedo, dile que no puedo. Tengo que ayudar a mi madre y a mis hermanos. Bien quisiera ir. Dile que se lo agradezco. Y dile también que le quiero mucho, pero que mientras éstos vivan no puedo volver con él".

Y al decir "le quiero mucho" su voz tembló, tan cálida y cercana a mí, que una envidia rabiosa se me despertó.

Deseé fugazmente ser mala, cruel. (Y no se me ocurría nada que decirle contra las palabras que me dolían: "le quiero mucho". Pues sólo se me atropellaban tonterías como: "Pues yo quiero mucho a Gorogó: pues yo quiero mucho a aquella bola de cristal, y quiero mucho, quiero mucho…". Qué dolor tan grande me llenaba. ¿Cómo es posible sentir tanto dolor a los catorce años? Era un dolor sin gastar.

Bruscamente me puse de pie, apoyando las palmas en el suelo y clavándome sus dentadas piedrecillas. El lagarto huyó, despavorido, Manuel me miró desde abajo, con la boca entreabierta, como sorprendido. Como si alguien hubiera rasgado el velo tras el que nos habíamos ocultado. Y dije:

– ¡Vamos, tú! Vamos allí.

– ¿A dónde?

– A Son Major.

– No. ¿Qué estás diciendo?

Se levantó. Como nunca estuvimos tan cerca uno del otro, vi que era más alto que yo. Pensé: "Ojalá este me creyera mayor que éclass="underline" lo menos de dieciocho años. Ojalá".

– Ven conmigo, tonto.

Y sabía -en aquel momento lo supe por primera vez- que él iría a donde yo le pidiese.

Eché a andar muy segura de mí. Y aunque no le oía, sabía que venía detrás, que vendría siempre. (Y cuánto me dolió después. O, al menos, cuánto me dolió en algún tiempo, que ahora ya parece perdido.)