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– Manuel -dije-. Eres demasiado…

No sabía cómo llamarle. Casi sentía irritación de verle y oírle. Y deseaba hacerle participar de nuestros tesoros, de la Joven Simón, del Café de Es Mariné… hasta dejarle ir al Naranjal con los muchachos. Pero ¿qué tenía él que ver con todo aquello? ¿Qué tenía que ver él con nadie en el mundo? Contemplé sus manos no acostumbradas al trabajo, con los dedos arañados. Y dijo:

– No, no creas. Mi lugar estaba aquí, con los rencorosos, con tanta tristeza… Cuando llegó todo esto ya había decidido quedarme. Ahora, tú ya lo sabes, le han matado.

Salió un lagarto verde, diminuto, de bajo una piedra. Los dos nos quedamos mirándole, muy quietos. Teníamos los ojos cerca del suelo y, entre las hierbas, el lagarto nos miraba. Sus ojillos, como la cabeza de un alfiler, eran agudos, terribles. Por momentos parecía el terrible dragón de San Jorge, en la vidriera de Santa María. Me dije: "Él está con los hombres: con las feas cosas de los hombres y de las mujeres". Y yo estaba a punto de crecer y de convertirme en una mujer. O lo era ya, acaso. Sentí las manos frías, en medio del calor. "No, no, que esperen un poco más… un poco más". Pero, ¿quién tenía que esperar? Era yo, sólo yo, la que me traicionaba a cada instante. Era yo, yo misma, y nadie más, la que traicionaba a Gorogó y a la Isla de Nunca Jamás. Pensé: "¿Qué clase de monstruo soy ahora?" Cerré los ojos para no sentir la mirada diminuta-enorme del dragón de San Jorge. "¿Qué clase de monstruo que ya no tengo mi niñez y no soy, de ninguna manera, una mujer?".

Quise apartar de mí tanta pena, y dije:

– Y el del Son Major, ¿no te llama a veces? ¿Ya no quiere saber nada de ti? Pensará que le has traicionado.

– Sí, me ha llamado dos veces. Tú conoces al hombre de la guitarra: ese que vive con él, hace tiempo. Le llevaba antes en el Delfín. Ahora está muy viejo, pero aún canta canciones que le gustan mucho… Ese que se llama Sanamo y se pone rosas encarnadas detrás de la oreja. Dice que es su único amigo de verdad. Pues Sanamo vino al huerto, por detrás de los olivos, cuando me ocupaba en recoger la almendra con mis hermanos y mi madre. Y me llamó.

(Me imaginé como al Diablo en el Paraíso, detrás de los árboles, con una rosa oscura en la sien.)

– Le contesté: "No puedo, dile que no puedo. Tengo que ayudar a mi madre y a mis hermanos. Bien quisiera ir. Dile que se lo agradezco. Y dile también que le quiero mucho, pero que mientras éstos vivan no puedo volver con él".

Y al decir "le quiero mucho" su voz tembló, tan cálida y cercana a mí, que una envidia rabiosa se me despertó.

Deseé fugazmente ser mala, cruel. (Y no se me ocurría nada que decirle contra las palabras que me dolían: "le quiero mucho". Pues sólo se me atropellaban tonterías como: "Pues yo quiero mucho a Gorogó: pues yo quiero mucho a aquella bola de cristal, y quiero mucho, quiero mucho…". Qué dolor tan grande me llenaba. ¿Cómo es posible sentir tanto dolor a los catorce años? Era un dolor sin gastar.

Bruscamente me puse de pie, apoyando las palmas en el suelo y clavándome sus dentadas piedrecillas. El lagarto huyó, despavorido, Manuel me miró desde abajo, con la boca entreabierta, como sorprendido. Como si alguien hubiera rasgado el velo tras el que nos habíamos ocultado. Y dije:

– ¡Vamos, tú! Vamos allí.

– ¿A dónde?

– A Son Major.

– No. ¿Qué estás diciendo?

Se levantó. Como nunca estuvimos tan cerca uno del otro, vi que era más alto que yo. Pensé: "Ojalá este me creyera mayor que éclass="underline" lo menos de dieciocho años. Ojalá".

– Ven conmigo, tonto.

Y sabía -en aquel momento lo supe por primera vez- que él iría a donde yo le pidiese.

Eché a andar muy segura de mí. Y aunque no le oía, sabía que venía detrás, que vendría siempre. (Y cuánto me dolió después. O, al menos, cuánto me dolió en algún tiempo, que ahora ya parece perdido.)

LAS HOGUERAS

1

Las uvas maduraron a mediados de septiembre. La alcaldesa le envió a la abuela los primeros racimos, en una bandeja de cerámica con flores azules y amarillas. Venían cubiertas con un paño de hilo bordado. La abuela cogió una entre dos dedos. Era tan fresca y hermosa, como feo y sucio su brillante. La probó, y escupió el hollejo dentro del puño.

– Son acidas -comentó-. Ya me lo figuraba.

Las uvas, con una gota perlada, quedaron olvidadas en la bandeja.

Borja, que me estuvo mirando con ojos malvados durante todo el día, comentó mirando hacia la abuela:

– Las de Son Major serán dulces.

Pero aquellas palabras iban dirigidas a mí. Se lavó delicadamente las yemas de los dedos y las enjugó con la servilleta. Parecía un pequeño Pilatos.

– Sirve el café, Antonia – dijo la abuela.

Nunca contestaba cuando se aludía a Son Major. (Un día le pregunté al Chino: "¿Por qué se enfadó la abuela con San Jorge?" "No sea irreverente, señorita Matia", contestó. Pero entendiendo perfectamente añadió: "¿Y por qué se enfadan los señores y los villanos?" Y frotó chabacanamente el índice y el pulgar.)

– Abuela, ¿podemos retirarnos? -pidió Borja-. Nos gustaría pasear un poco por el declive, antes de la clase…

La abuela me escudriñó, y a mi pesar me ruboricé. "Borja tiene algo que decirme".

– Vete preparando -dijo la abuela-. Mossén Mayol está buscando un nuevo colegio para ti. Y, después del bochorno que nos hiciste pasar con lo de Nuestra Señora de los Ángeles, espero que reflexionarás antes de hacer algo que no debas.

Luego miró a mi primo:

– Tú también, Borja, reanudarás tus clases. Esta situación dura más de lo que pensábamos, y te buscamos un colegio apropiado.

Hizo una pausa, y añadió:

– La guerra no debe interrumpir más nuestra normalidad. La guerra es una cosa horrible.

"¿La guerra?", me dije. "¿Qué guerra? Este silencio podrido, este horrible silencio de muertos".

– Odio la guerra -continuó la abuela-. Debemos vivir, en lo posible, ignorándola.

– ¿Cuándo iremos al colegio? -preguntó Borja, con tal sonrisa que parecía esperar de tan funesta noticia suavísimas mieles, o el cumplimiento de algo muy deseado.

– Después de Navidad -la abuela echó mano de sus grajeas-. Antes no será posible. Necesitáis una buena preparación para no exponerme a un nuevo fracaso.

Miró significativamente al Chino, que inclinó la cabeza. Casi era una forma de despedirle. ¿Qué iba a hacer el Chino en aquella casa, cuando no le necesitáramos? Me pareció que al servir el café a Antonia le temblaron los dedos.

Besamos la mano de la abuela, la mejilla de tía Emilia, y nos retiramos. Corrimos cada cual a nuestra habitación para despojarnos de las incómodas ropas, y salimos de nuevo, hechos unas fachas pero muy cómodos.

Borja ya me esperaba en el declive, sentado bajo un almendro, abriendo y cerrando la navaja de Guiem. El pelo le caía sobre la frente.

– Hipócrita, pequeña canalla -dijo.

Sonreí, fingiendo orgullo ante sus insultos, e inicié el descenso hacia el embarcadero, donde nos aguardaba la Leontina. Él venía detrás. Le oía saltar sobre los muros de contención, como un gamo.

– Traidora, ignorante -continuó él.

Verdaderamente, estaba lleno de rabia, de despecho. Al llegar al embarcadero nos detuvimos. Estábamos sofocados, y respirábamos con dificultad.

– Te expulsamos de la pandilla. ¡Fuera! ¡Fuera los traidores!

Me encogí de hombros, aunque las rodillas me temblaban.

– No quiero ser de los vuestros -dije-. Tengo mis amigos.

– Ya lo sé. ¡Buenos amigos tienes! La abuela se enterará.

– No porque tú lo digas, me figuro.

– No, desde luego: no porque yo lo diga.