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Brillaban las primeras estrellas de la tarde y el calor del día cedió a un húmedo relente, bajado del bosque. A aquella hora, las ruinas se volvían siniestras, y era verdad que las losas del centro de la plaza aparecían ennegrecidas y quemada la tierra. Incluso el musgo, que todo lo cubría, tenía un cruento moho de cementerio o de pozo.

Habían prendido las hogueras. La más grande en el centro; otra, hacia el acantilado; la tercera, ya a la entrada del bosque. Los robles, negros y feroces, se levantaban sombríamente en la ladera, y traían el aroma, tan conocido, de los de mi tierra.

Los mohosos ganchos de hierro solían enterrarlos en lugares secretos. Tenían tres: el del propio Guiem (más grande y negro que los otros, que seguramente sirvió para colgar reses grandes), el de Toni de Abres, y el del cojo, que nadie comprendía cómo lo consiguió y no lo cedía por nada del mundo. Cuando los de Guiem desenterraban los ganchos de la carnicería, la guerra empezaba. Provocaban a Borja y Juan Antonio, a los del administrador, a mí y al Chino, de la mañana a la noche. Encendían hogueras en la plaza de los judíos, y si no les hacíamos caso quemaban muñecos de paja, lo que significaba su triunfo sobre Borja y Juan Antonio.

Los ganchos los robaron en la carnicería, heroica y concienzudamente: primero uno, luego otro y otro. Jaime, el carnicero, juró matar al que le robase uno más. Borja y Juan Antonio soñaban con encontrar algún día los secretos lugares en que se enterraban. Para mí, tenían un significado brutal, tal vez porque me traían el recuerdo de la cabeza colgada a la puerta de la carnicería. Aquel ojo de niña hinchado y azul entre afluentes de sangre, mirando fijamente de lado, lleno de odio y estupor, parecía el símbolo de la ira entre Guiem y Borja. Hoy día no puedo pasar frente a una carnicería sin sentir un hormigueo de asco y de temor en la espalda.

En las sombras de la tarde las hogueras se levantaban briosamente. Acudieron algunos muchachitos del pueblo, que arrojaban al fuego ramas secas traídas del bosque. Al ver a Borja y Juan Antonio, seguidos de los del administrador, echaron a correr y se pararon lejos, en hilera, para presenciar el encuentro. En la luz azul las hogueras lo convertían todo en noche.

Tiznado y oscuro, Guiem salió del bosque. Bajó la manga de su jersey hasta cubrirse los dedos, de forma que surgía el gancho, retorcido y siniestro. (El Capitán Garfio luchó con Peter Pan en los acantilados de la Isla de Nunca Jamás. Borja, desterrado Peter Pan, como yo misma, el niño que no quiso crecer volvió de noche a su casa y encontró la ventana cerrada. Nunca me pareció Borja tan menudo como en aquel momento. Hizo la limpieza de primavera, cuando la recogida de las hojas, en los bosques de los Niños Perdidos. Y los mismos Niños Perdidos, todos demasiado crecidos, de pronto, para jugar; demasiado niños, de pronto, para entrar en la vida, en el mundo que no queríamos -¿no queríamos?- conocer.)

– ¡Judas, Judas, Judas!

El Chino se paró a la entrada de la plaza, las manos cruzadas, callado. Vi su tembloroso perfil, con el bigote escaso, ralo, oscureciéndole las comisuras. Y, de pronto, ¡qué joven me pareció! Hasta aquel momento nunca me di cuenta de que era un muchacho, sólo un muchacho; apenas mayor que nosotros, metido de lleno en las sucias cosas de los hombres y de las mujeres; hundido hasta los hombros en el mundo, en aquel pozo al que todos estábamos ya resbalando.

– ¡Judas, Judas!

El nombre venía hacia nosotros, con el aire que empujaba la melena de las hogueras. Un rojo resplandor temblaba, como la superficie del agua removida, sobre las desconchadas losas de la plazuela, en las columnas partidas donde en tiempos se alzó un porche, en las casuchas ruinosas con sus puertas inútilmente cerradas con llave. Y ratas y comadrejas, murciélagos, lagartijas y charoladas cucarachas, correrían despavoridos por rendijas y escaleras rotas. Las cerraduras eran ojos oscuros que sólo miraban hacia dentro, taladrados por hilillos de luz roja; despertando diminutos dragones de sangre fría, como aquel del declive, que tan fijamente me miró. Huirían despavoridos, al olor del fuego, a los gritos de los muchachos.

El Chino temblaba, quizá atrapado en su secreto, que, de pronto no deseaba conocer. Como si aquella carrera desenfrenada hacia el pozo de la vida, que emprendí desde mi expulsión de Nuestra Señora de los Ángeles se viera acechada por insectos, y ratas, y lagartijas, y húmedas lombrices, y rosados gusanos: y deseara gritar y decir: "Oh, no, no, detenedme, por favor. Detenedme, yo no sabía hacia dónde corría, no quiero conocer nada más". (Pero ya había saltado el muro y dejado atrás a Kay y Gerda, en su jardín sobre el tejado.) Y mirando al Chino, a mi lado, sentí mi primera piedad de persona mayor, deseé darle la mano y decirle: "No les hagas caso, sólo son unos niños ignorantes. Perdónales, pues no saben lo que se hacen". Y a un tiempo me avergonzaba de aquel primer sentimiento de adulto y me daba miedo y pena de mí misma, de mis palabras y de mi piedad.

– ¿Quién entra en el bosque? ¿A quién le gusta pasear por el bosque?

Guiem triunfaba. Me parece que habían bebido vino. Tenían todos -Guiem, Ramón, Toni de Abres y el cojo- los labios oscurecidos y las camisas por fuera del pantalón. Sudaban, alzadas sus cabezas redondas, brillando en la noche. Borja estaba solo, de pie (adiós, Peter Pan, adiós, ya no podré ir contigo la próxima Limpieza de Primavera: tendrás que barrer solo todas las hojas caídas), quieto y dorado en medio de la plaza, brotándole de los ojos un reflejo del tío Álvaro ("Fusila a quien quiere, es general y brinda por el rey") y sonriendo con su labio alzado, encogido sobre los pequeños colmillos de caníbal (doña Práxedes, ferozmente indiferente, catando uvas acidas, despidiendo preceptores inútiles). A su lado, míseros guardaespaldas, brutales y cobardes, Juan Antonio (atrapado por el diablo), y los del administrador (a la fuerza, a rastras del aborrecido nieto de doña Práxedes: piadosos por culpa de doña Práxedes, estudiando en verano como los nietos de doña Práxedes). A la entrada de la plazuela, como guardando aquel mundo que se nos escapaba, minuto a minuto, el Chino temblaba.

Borja se metió directamente en el bosque. Lauro echó a correr hacia él, asustado:

– ¡Borja, cuidado! ¡Borja, que no llevas la carabina! ¡Borja, estás loco!, ¡te matarán… te ocurrirá algo, y la abuela…!

Había olvidado el "usted", el "su señora abuela", todo, todo.

Me quedé quieta, esperando. Juan Antonio, cobardón, se adentró poco a poco entre los árboles. El cojo le espiaba esgrimiendo su gancho.

– No es nada -dijo-. No es nada.

Se fueron todos. Sólo quedaba en la plazuela el último crepitar de las hogueras. Borja traía en la mano el chamuscado muñeco de paja, al que habían vestido un jersey astroso para que se pareciese a él. No sé cómo, se le parecía aquel bulto informe y medio quemado, rescatado a última hora por Borja. Sí, se le parecía. Lo esgrimió en alto, en su mano derecha. Tenía encogido el brazo izquierdo y la sangre le caía por la manga. Tenía una hermosa sangre, tan roja que parecía anaranjada.

– No es nada -repitió-. ¡Le di una buena! ¡Para que aprendan! Siempre me echaban en cara lo de la carabina, pues hoy he ido con las manos en los bolsillos…

Estaba pálido pero sonreía. Nunca le vi con los ojos tan brillantes, tan guapo. Guiem le alcanzó con el gancho en el antebrazo. El Chino le envolvió la herida en su pañuelo. No era gran cosa, pero al Chino le caían por las sienes gotas de sudor. De nuevo nos veíamos rodeados por un espeso silencio. Los gritos de horas antes eran algo remoto, como un sueño.

– Entramos… -quería explicar con todo detalle-, y al principio, entre los árboles de ahí mismo, le dije: "Voy sin carabina". Y contestó: "Bueno". Pero no tiró el gancho, y nos escondimos. Yo veía brillar su pelo, entre las hojas. Le seguía por eso… hasta que se me lanzó, de pronto. Bueno, pesa mucho, pero es torpe. Mi padre me enseñó a luchar. Tú ya sabes, Chino, ¿verdad?… Tú sabes muy bien que yo…