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– Sí -contestó el Chino.

Y me pareció que estaba profunda y misteriosamente triste.

– No ha durado mucho -dijo Carlos, el pequeño del administrador-. ¡Has ganado en seguida!

– Pero tienen nobleza éstos -observó Juan Antonio-. Hay que reconocer que la tienen. Se han ido sin buscar más…

– Sólo me la tenían jurada a mí -contestó Borja. Y me miró-: Por lo de ese chueta, dicen. Saben que es amigo de Matia.

Miré al suelo. El Chino levantó la cabeza:

– ¡Por Dios, señorita Matia!

Borja se levantó:

– Se creen que Manuel va a ser de los nuestros, porque Matia… Bueno, eso se acabó. ¿Verdad, Matia, que eso se acabó?

Desvié los ojos, y callé.

Volvimos a casa. El Chino iba diciendo:

– Por Dios, venga a mi habitación, mi madre le curará. Así su señora abuela no se enterará de nada…

Faltaba casi una hora para la cena. Entramos por la puerta del declive y subimos silenciosamente a la habitación del Chino.

Encendió la lámpara de sobre la mesilla. Allí seguían las flores, las reproducciones, clavadas sobre el techo abuhardillado, para poderlas contemplar desde la cama. El espejo moteado, sus libros, sus jarros de cerámica, los terracotas y los ciurells de Ibiza. Al encender la lámpara, sus manos largas y amarillas se iluminaron como una gran mariposa. Dijo:

– Esperen… avisaré a mi madre.

Aún estaba la ventana abierta, con un pedazo de cielo fresco, húmedo. Se veía una estrella. Borja se acercó a besarme:

– Matia, Matia, te lo ruego…

Creí que iba a llorar y por primera vez me pareció mucho más niño que yo, aún al otro lado de la barrera, deshecho su aire bravucón, desmoronado. (Como yo misma aquella tarde, junto a Manuel.) Dijo:

– Matia, dime que aquello no es verdad, dímelo.

– ¡Pero si es cierto, Borja! Yo no tengo la culpa. Él es el verdadero hijo de Jorge. Él es el verdadero hijo…

Se mordió los labios. (Aquellos labios que siempre me parecieron demasiado encendidos para un muchacho.) Apretó con la mano derecha su antebrazo izquierdo, que, a buen seguro, no le dolía tanto como aquella revelación.

– No puede ser… ¡Ese tipejo! Tú lo sabes, Matia, Jorge es pariente nuestro. Está enfadado con la abuela, ya lo sé. Pero son tonterías. Él es de nuestra sangre…

– Pero, ¿por qué te importa tanto? -dije, sin poderme contener-. Siento que te duela, pero esa es la pura verdad. Y además lo sabe todo el mundo. Él amaba a Malene, y Manuel es hijo de ellos dos. Luego, casó a Malene con su administrador, para cubrir las apariencias. Todos lo saben. Y les regaló esa tierra que está ahí, estorbando a la abuela… No puedo remediarlo, Borja, la vida es así.

Y al decir esto me sentí estúpida y suficiente. (¡Qué idiotez! Lo oí decir a veces a las criadas: "la vida es así".)

Borja recuperó su orgullo. Levantó la cabeza, mirándome casi con odio:

– Pequeña idiota -remedó mi voz-."¡La vida es así!" Pequeña idiota.

La puerta crujió y entró Antonia. Me pareció que estaba más pálida que de costumbre, casi verdosa. Su, rostro seco y largo, a la luz de la lámpara, acentuaba las sombras de la nariz y de los ojos, dándole aire de careta. Traía algodón, yodo y una jofaina con agua. En el brazo llevaba una toalla de flecos.

– ¡Señorito Borja!… ¡San Bruno nos asista!…

El periquito nos miró con sus redondos ojos irritados, desde la cabeza de Antonia. Su larga cola oscura, sesgada hacia la sien de la mujer, parecía una inquieta y palpitante flor.

– A ver ese brazo… Dios mío, Dios mío…

Y dejó escapar un escondido suspiro, demasiado sincero para referirse a la herida de Borja. "Acaso a veces llore en su habitación", me dije. Allí, en el marco de la puerta, seguía el Chino, sin avanzar, con sus gafas verdes.

– Así, mantenga así, apretado…

Borja apretaba el algodón contra la desgarradura. Me senté al borde de la cama, balanceando las piernas. Borja se puso a silbar bajito. Estaba nervioso y su respiración era entrecortada.

Antonia se volvió hacia el Chino. Su voz llenó el aire, al decir roncamente:

– Pasa, hijo…

Borja y yo miramos al Chino. "Pasa, hijo". Nunca oímos decir a Antonia aquella palabra, nunca le nombró así. "Sabíamos que era su hijo, eso era todo -pensé-. Pero nunca lo sentíamos". Súbitamente, la pequeña habitación se lleno de algo como un batir de alas. La mujer miraba a aquel muchacho -era un pobre, un feo muchacho demasiado crecido sobre sus piernas-, en el quicio de la puerta. El Chino entró y se sentó, los hombros caídos, en una silla. Su frente estaba húmeda, y la mano de aquella mujer -no era Antonia, oh, no, se parecía a la mano de Mauricia, o quizá a alguna otra que yo tuve, o perdí, o sólo deseé-; aquella mano ancha relajó su acostumbrada rigidez, y echó hacia atrás el pelo del muchacho. Él levantó la cabeza, se quitó los lentes, y la miró. Y por primera vez, con qué dolor, o remordimiento -o qué sé yo, tal vez sólo pena-, le vi los ojos. La mirada del uno en el otro, metida la mirada de ella en la de él. Y me acordé, que absurdo, de una frase que dijo mi amigo: "Mi lugar está aquí". (En el mundo, pues, de los hombres y de las mujeres. Y algo se me agarró dentro del pecho, algo que zozobraba, como una cáscara de nuez en el mar.) ¡Ya está! -decía Borja, lejano. (En un mundo de chiquillos malvados y caprichosos, con tozudeces infantiles, con estúpidas rencillas, con admiraciones excesivas por seres como el viento, que quemaron su Delfín en una lejana playa griega.)

– ¡Ya está! Gracias, Antonia. Gracias, Lauro.

Habían quitado aquella fotografía incrustada en un ángulo del espejo. Quizá la guardaron en un libro, en alguna cartera de bordes gastados, en algún bolsillo, sobre el corazón.

El pequeño Gondoliero voló con un sordo batir de alas, y Borja se echó a reír.

Estaba ya acostada, sin Gorogó, con la mano derecha bajo la almohada, fría aún. Por las rendijas de las persianas, a franjas, entraba la noche. Y oí: tac, tac, tac. "No, Borja, por favor", me dije. Hacía mucho tiempo que no íbamos a la logia, de escondite, a fumar cigarrillos y cuchichear. "Oh, no, Borja, ya se acabó todo eso". Pero los golpecitos insistían. Me eché por los hombros el jersey y fui a la salita. La ventana daba a la logia, y salté.

Lo distinguí al otro extremo, acurrucado. El ojo encarnado del cigarrillo brillaba en la oscuridad, como un animal tuerto. Una columnilla de humo se elevaba hacia los arcos. Crucé la logia, agachándome, y me reuní con él. Estaba sentado, con las piernas cruzadas, apoyado en la pared.

– Ven, acércate aquí -dijo, en voz baja.

Tras los arcos se extendía un cielo pálidamente azul, con estrellas espaciadas. Me senté a su lado y rodeó mis hombros con su brazo:

– Matia, tú crees que sabes muchas cosas, ¿verdad?

En vista de que yo callaba, prosiguió:

– ¡No sabes nada de nada!…

Le miré con el rabillo del ojo. Al resplandor de la luna vi el brillo de sus ojos. Su mejilla rozaba la mía.

– Te voy a confesar una cosa -dijo.

Hablaba con aquel tono susurrante que empleábamos siempre en la logia, y, a mi pesar, me sentí de nuevo atraída hacia él y su mundo.

– Te voy a abrir los ojos: eres una niña inocente. Pero, puesto que crees saber tanto… Vamos, te contaré algo. Sabes, el Chino…

Me volvió el miedo. El miedo otra vez, como un vértigo.

– ¡Calla! -dije.

Intenté apartarme de él, pero me retuvo con dureza.

– El Chino -prosiguió-, hace todo lo que yo mando, porque, si yo quisiera le contaría a la abuela otras cosas de él.

A mi pesar, pregunté:

– ¿Qué cosas?

Y recordé la única vez que fui al Naranjal, aquel día en que el Chino, Borja y yo fuimos de excursión, para volver por la tarde. Borja seguía hablando en la oscuridad de la logia, pero casi no escuché lo que empezó a contarme, porque de pronto, como un sueño, me volvía aquel día. Un sueño distinto, crudo y real, con un significado revelador. Sentí un terror que humedeció mis manos y me llenó de frío. Fue en el mes de marzo. Aún no había estallado la guerra y acababan de expulsarme de Nuestra Señora de los Ángeles. Una neblina dorada enturbiaba los ojos, adormeciendo.