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(Recuerdo: "Cuando aparezcan las nuevas estrellas nosotros ya no estaremos aquí", dijo el Chino. "Usted, Borja, y usted, Matia, deberían pensar de vez en cuando en estas cosas". El mar estaba muy quieto, con algo misterioso apresado entre las rocas. Si hubiera caído alguna gota hasta la superficie la hubiéramos oído. El Chino estaba muy quieto, mirando hacia el mar, y el cabello le caía a ambos lados de la cara. Se parecía a los de la Santa María, y me dio un vago temor. Parpadeó y le brillaron los ojos. Tenía los lentes en la mano derecha y con la izquierda se frotaba suavemente el caballete de la nariz, donde se le formaban pequeñas hendiduras -"Andrómaca, Tauro"-, proseguía el Chino. Iba nombrando estrellas y estrellas: le salían rosarios de estrellas por la boca. "Deberíais pensar en estas cosas". Los ojos del Chino, como dos luces fijas y amarillas, estaban clavados en los míos, en medio del silencio, atravesando el aire que pesaba sobre el agua. Me acordé de la gran bóveda de Santa María, de su oscuridad y de sus fulgores súbitos. El Chino explicaba cosas que yo no entendía casi nunca: pero él sabía que aquellos de las vidrieras eran sus mártires, algo así como sus hermanos o parientes muertos. Y le dolían o le reprochaban cosas. Estábamos sentados en el suelo. Los almendros invadían la tierra, bordeada de trecho en trecho por la hierba de un verde esmeralda, como el mar. Los almendros ya habían florecido y sus troncos, negros, resaltaban misteriosos entre la nube rosada que adormecía y volvía la luz nublosa, como un pesado vapor. Los olivos brillaban. Los troncos tenían caras, brazos, bocas. La tierra sembrada, recién removida, resaltaba en cuadros más oscuros. "Dios mío, Dios mío -iba diciendo el Chino-. Qué tierra más rica". Parecía que fuera a echarse a llorar, como si el ver aquello le abriera una pena secreta, en lugar de alegría, como a todo el mundo. Seguramente Borja le preguntó algo, porque le oí decir: "Tanta bondad de Dios me hiere". Más allá, entramos al fin en el Naranjal, donde todo parecía dormido. Sólo se tenía que estirar la mano para coger el fruto. No vimos guardián alguno (aún no habíamos llegado a las tierras de los viveros). Si acaso lo había, estaría durmiendo en algún lado, junto a la cenia, "oyendo el rumor fresco del agua, tendido y con los ojos cerrados, junto a su palo". Esta era la imagen de un guardián que me formé de niña, tal vez por verlo así en un grabado o en algún cuento. El Naranjal ofrecía una tupida sombra. Debíamos ir medio agachados entre los árboles, uno delante del otro. La luz se volvía verde oscuro, a pesar del sol alto y redondo. A la izquierda se levantaban las montañas, de un color siena, azul y gris, muy bello y delicado. No había bosques por aquella parte, y Borja dijo: "¿Y los bosques, cuándo vamos a verlos?". Pero el Chino no contestaba. Parecía rastrear algo entre los naranjos, hasta que al fin nos echamos al suelo, cansados. Arrancó una naranja, y la mordió. Le hizo un agujero y empezó a chupar. A poco, el jugo le caía por las comisuras y humedecía su bigote. Me dio mucho asco. Arrancó otra, su olor se metió por mi nariz y cerré los ojos. Súbitamente los abrí y entonces vi como el Chino alargaba su mano y la ponía sobre la pierna de Borja. Medio adormecida, como en sueños, vi cómo se deslizaba despacio, casi con temor. Borja seguía quieto, hasta que bruscamente la apartó, y dijo: "¡Vete, Chino!". El olor de las naranjas despedía algo caliente en medio del frío. Me estremecí, echada entre los árboles. Veía a la derecha el mar, de un azul brillante y oscuro. Desde donde estábamos echados, la tierra parecía balancearse suavemente, serpenteando hacia la playa como una movediza corteza. Casi mareaba mirarla. Parecía formar olas de un tono abarquillado o gris. Más lejos, se alzaban unos árboles, desoladoramente desnudos. "Son higueras", pensé. Recordé la de nuestro jardín. Éstas aparecían limpias, con las ramas brillando bajo la luz, como de metal. Me levanté y salí del Naranjal. Eché a andar. Empezaron a surgir casas aisladas, bloques cuadrados pintados de blanco, con pequeñas ventanas y porches de cañizo. Y, otra vez, las chumberas, los olivos, los algarrobos. Me paré delante de una casa blanca y silenciosa. En la noria, había un mulo ciego. El agua caía de los canjilones a la huerta. Aquel rumor adormecía e inquietaba a un tiempo. Me había alejado bastante del Naranjal, pisaba despacio, con cautela, para no provocar los ladridos de algún perro. Pensé en las estrellas. La mía era mala. "Cosas del Chino. Nos está envenenando con sus mentiras de estrellas, y cosas así". Me acordé otra vez de las vidrieras de Santa María y sentí una punzada, no sabía si de miedo o dolor. Pero me acordé de Fermitín (un niño que murió hacía poco en el pueblo. No le hablé nunca, pero la noticia de su muerte me inquietó. Deseaba ardientemente que no muriera nadie en el mundo, que todo lo de la muerte fuera otra de las tantas patrañas que cuentan los hombres a los muchachos). El sol venía de costado y vi mi sombra en la tierra. Enfrente estaba el cubo blanco de la casa, casi azul bajo el sol, y mi sombra en el suelo, en la breve planicie hacia el mar. Sola, sin árboles, quieta como un árbol en medio de tan grande soledad. Algo parecía decir: "No te das cuenta de nada, nunca te das cuenta…" Volví la cabeza hacia atrás, con un gran deseo de ver los naranjos, bajo los que esperaban el Chino y Borja: y nadie más. (Qué raro, estuve a punto de pensar: "Y Matia también está allí, con ellos".) Como si aquel cuerpo quieto, con su sombra en el suelo, no fuera el mío y estuviese allí detrás, entre Borja y el Chino. Entre el follaje verde oscuro brillaba la fruta redonda, cargada. El Chino no podía mirarla sin alegría, decía: "Tanta riqueza". También Fermitín lo sabía. Cada vez que venía el médico a verle preguntaba: "Y las naranjas, ¿no las han cogido aún". Lo contó el padre de Juan Antonio. Pero, ¿para qué pensar tanto en Fermitín? ¡Para qué! Estaría deshaciéndose debajo de la tierra. Pasos y pasos más allá, muertos y muertos, y por más pasos que diéramos, ¿qué eran, en aquella isla? Entonces tuve miedo de que mi sombra no se moviese más, como si fuera la sombra de una piedra. Levanté un brazo y lo vi dibujarse oscuramente en el suelo. Di un suspiro grande, eché a correr y me alejé hacia el mar. Anduve un rato antes de regresar al Naranjal. Aún no se divisaba la neblina rosada de los almendros, entre los postes negros de los troncos. Noté un pequeño ahogo. "Olivos, almendros, olivos, almendros…". Todo se prendía en los ojos con un brillo que cegaba.)

– Ya lo sé -dije precipitadamente. Y sentía que ardía mi cara-. Ya lo sé, ¡No necesito que me digas nada…!

– Tengo, además, una carta que me escribió, el muy idiota. La tengo bien guardada en la caja de hierro, y él lo sabe…

La risa de Borja sonó baja, hiriente.

– Hace lo que yo le mando… todo lo que yo mando.

Cogí su mano, que apretaba mi hombro, y la aparté.

– Matia -dijo. Y su voz se hizo más confusa-. Quiero que veas una cosa que le he quitado a mamá. ¡Lee esto, tonta! Léelo, y te darás cuenta de que no sabes ni la mitad de nada…

Encendió su pequeña lámpara de bolsillo y me mostró tres cartas, que súbitamente me fueron familiares: su color, su forma, hasta su olor. Y entonces me acordé de haberlas visto en manos de tía Emilia, en su habitación rosada y asfixiante. (La tía Emilia, en su butaca extensible, el perfume mareante, las cartas esparcidas sobre la falda. Bruscamente pensé: "No son las cartas del tío Álvaro…")

– Lee, Matia, y date cuenta.

La maligna luz de la linterna mostraba las primeras frases, los nombres. Aparté los ojos, no quería mirar -era horrible, aquello que estábamos haciendo-, pero sus delgadas y duras manos de ladrón me obligaron a volver la cabeza hacia los papeles amarillentos, y la dañina lengüecilla de luz iluminaba tristísimas frases de unas tristísimas cartas devueltas (igual que devuelve el mar a la orilla los cadáveres). Y oí su voz: