– Lee, tonta, y entérate. Es malo esto que hacemos, pero quiero que lo sepas de una vez…
Era malo robar como robábamos. Era malo martirizar al Chino, era malo que Borja desenterrara los residuos de un amor triste y perdido. Era horrible dejar de ser ignorante, abandonar a Kay y Gerda, no ser siquiera un hombre y una mujer. Pero la maligna lengüecilla de luz continuaba revelándome, aunque no quisiera, el secreto de tía Emilia: "Querido mío, Jorge…" "Amado mío, Jorge…"
(Oh, sucias y cursis, patéticas personas mayores.)
– ¿Te enteras de a quién quería? ¿Te enteras…? "Tuya, siempre tuya…", temblaba la letra de tía Emilia. (Oh, tontísimas, tontísimas personas mayores; y dijo tía Emilia: "yo también dormía con un muñeco hasta la víspera de casarme".)
Pobre Gorogó.
Ahora no puedo recordar cuántas veces vi a Manuel; si de una a otra entrevista transcurrieron muchos días, o por el contrario, se sucedieron, sin tregua. Puedo, en cambio, reconstruir exactamente el color de la tierra y de los árboles. Y, en mi memoria, el olor del aire, la luz entrelazada de sombras sobre nuestras cabezas, las flores ya muriendo, y el pozo con su resonancia verde, a nuestro lado. Huían los pequeños animales de la tierra, y al borde del mar se erguían las pitas, como espadas de un juego definitivamente olvidado.
Nunca nos citamos a determinada hora, en ningún momento. Simplemente nos encontrábamos. Manuel, que no se tomaba nunca un descanso, ni hablaba con nadie, abandonaba todo para venir conmigo. Yo dejaba a Borja, olvidaba mis clases, mi lectura o cualquier orden de la abuela. Caminábamos uno al lado del otro, hablábamos o nos tendíamos de bruces, como en aquella primera tarde, bajo los árboles del declive.
Recuerdo que entré en una zona extraña, como de agua movediza: como si el miedo me ganara día a día. No era el terror infantil que padecí hasta entonces. A veces me despertaba de noche, y me sentaba bruscamente en la cama. Sentía entonces una sensación olvidada de cuando era muy pequeña y me angustiaba el atardecer, y pensaba: "El día y la noche, el día y la noche siempre. ¿No habrá nunca nada más?". Acaso me volvía el mismo confuso deseo de que alguna vez, al despertarme, no hallara solamente el día y la noche, sino algo nuevo, deslumbrante y doloroso. Algo como un agujero por donde escapar de la vida.
Cuando Borja me descubrió el secreto de su madre, algo parecido a este deseo de escapar del día y de la noche me dominó. Algo tan confuso como el incierto deseo de justicia que iba apoderándose en mi conciencia.
Me hubiera gustado abofetear a mi primo y decirle: "No, tú no, pequeño farsante, malvado egoísta, tú no lo puedes ser…" Manuel era el único y verdadero hijo de Jorge.
Como una ladrona, espié cuando tía Emilia salía de su habitación, para entrar en ella sigilosamente. Con la conciencia sucia, cosa que no sentí ayudando a robar dinero a Borja, busqué los retratos del tío Álvaro. Era el padre de Borja, era el padre de Borja. Escudriñé su faz delgada, sus ojos demasiado juntos, los pómulos salientes que dolían sólo de mirarlos. Sí, se parecía. Cuando mi primo abandonaba su aire dulce y lagotero, cuando Borja se enfrentaba a solas con Juan Antonio, Guiem o yo misma, su rostro tenía la misma expresión. Él era (como decían Antonia y Lorenza) "un chico muy guapo, demasiado guapo para ser hombre". Examiné ávidamente sus facciones, sus ojos, su sonrisa. Me decía que no, que se parecía más y más al tío Álvaro. Y yo misma, que le pregunté: "¿Por qué te importa tanto?", me hice a mi vez esta pregunta. ¿Por qué, por qué me importaba tanto que Borja no lo fuera? Y me quedó una gran zozobra.
No me atrevía a mirar a los ojos de tía Emilia, y su supuesto esperar al tío Álvaro se me antojó desde aquel momento algo turbio, espeso, como el perfume de su habitación.
Se murieron casi todas las flores. Sólo quedaban rosas encarnadas, y otras como lirios apretados, de un suave tono malva. Nunca vi el declive tan hermoso como en aquellos días, ni la tierra con aquel perfume, incluso durante la primavera.
No obstante, al parecer, sucedían cosas atroces. A la hora del desayuno los periódicos de la abuela crujían entre sus garras glotonas, y el bastoncillo resbalaba al suelo una y otra vez, como una protesta. Su anillo gris despedía reflejos de cólera. -"Horrores y horrores, hombres enterrados vivos…"-, bebía distraídamente su café, y por sobre la taza, los ojos, redondos y sombríos, reseguían las letras con morbosa avidez. Alguna vez, Borja y yo mirábamos los periódicos. Ciudades bombardeadas, batallas perdidas, batallas ganadas. Y allí, en la isla, en el pueblo, la espesa y silenciosa venganza. Los Taronjí subían en el coche negro y recorrían la comarca. Me acordaba de su primo José Taronjí, y algo se me ponía en la garganta. Desde aquella tarde, ni Borja ni yo habíamos vuelto a la Joven Simón.
El Chino leía los periódicos en silencio, cuando la abuela los abandonaba, arrugados, sobre la mesa. Alguna vez, al ruido de un portazo, o a un soplo de aire demasiado brusco, alzaba la cabeza. Gondoliero venía a buscarle: se posaba en su hombro, en su cabeza, en el brazo, o a veces entre sus dedos, mientras escribía u hojeaba el diario. Picoteaba suave el reborde de su oreja, como si lo besara, y él fingía leer, o escribir, con una indefinible sonrisa.
Seguíamos dando clase en la sala destartalada. Los tres en la mesa grande, cada uno en un extremo, separados como extraños jefes. Parecía como si a ambos lados se extendieran estepas, largas regiones de hielo y distancia, apartándonos. Empezaba a hacer frío. Borja mordisqueaba el extremo de su estilográfica. Yo dibujaba ciudades para Gorogó en los bordes de los cuadernos. En ocasiones, oíamos tocar el piano a tía Emilia. Las notas bajaban como un raro gotear, rodando escaleras abajo.
– ¿Qué harás tú, Chino, cuando nos vayamos al colegio? -preguntó Borja varias veces.
Lauro callaba y sonreía:
– Repase su lección, señorito Borja.
Antonia dijo:
– Ayer por poco apedrean en la plaza a Sa Malene.
– ¿Por qué? -Borja y yo levantamos a un tiempo la cabeza. Una mariposa revoloteaba sobre los discursos de Cicerón, desorientada.
– Por insolente. Pero los Taronjí lo han impedido.
– ¿Qué han hecho? -preguntó el Chino.
Madre e hijo se miraron. En aquel momento Antonia recogía los libros y los cuadernos a un lado de la mesa. Traía una bandeja con la merienda, y fue colocando las tazas. Sólo se oía el ruido de las tazas y las cucharillas.
– Le han rapado el cabello -dijo -. Nada más. La han llevado a la plaza de los judíos, allí donde a veces hacen hogueras los muchachos, y las mujeres le han cortado el pelo. Así han dado ejemplo.
Las manos me temblaron sobre la mesa, y las oculté. Me sentí cobarde, miserable, con ganas de decir: "Manuel es amigo mío, él tuvo en sus manos a Gorogó, y ni siquiera preguntó para qué servía un muñeco así".
Las escaleras crujieron y Antonia se precipitó fuera de la habitación. La abuela bajaba los peldaños, pesadamente. Casi en seguida entró, seguida de Antonia, y se quedó junto a la puerta, mirándonos. Al levantarnos cayeron al suelo, por el lado del Chino, un montón de libros y un insolente lápiz amarillo que rodó hasta los pies de la abuela (pequeños, desbordando su carne de los zapatos). Rojo como una amapola, el Chino fue a recogerlo. Avanzó doblado de cintura, hincó las rodillas y murmuró entrecortadas frases. Era la primera vez que la abuela entraba en aquella habitación, la primera que interrumpía una de nuestras clases. La abuela miró fríamente a Lauro.