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– Déjelo -cortó-. ¿Qué ha ocurrido con esa mujer?

Antonia, que estaba quieta y erguida a un lado, parpadeó:

– Señora, esa mujer… parece que se insolentó con los Taronjí. Demostró sentimientos… poco resignados. Es una mala mujer, señora, y le han dado un escarmiento.

– ¿Qué escarmiento?

– Le han cortado el pelo al rape. Usted recordará, tenía un hermoso cabello dorado…

– Pelirrojo -aclaró la abuela-. Sí, lo recuerdo. Pero no dorado, pelirrojo.

Echó sobre la mesa un periódico.

– Aquí se rapa la cabeza, allí se hace esto otro.

Miramos tímidamente la fotografía del periódico. Parecía que hubiera gentes colgadas de algún lado. Pero estaba tan borrosa que resultaba horriblemente cruenta, macabra. Y me vino a la memoria el muñeco de paja que esgrimían los de Guiem en las hogueras, para demostrar que nos vencían. Aquel muñeco informe, con un astroso jersey, que logró Borja recuperar a costa de un desgarrón en el brazo.

Pesada y firme, con su estúpido bastoncillo en la mano, salió la abuela. El Chino cogió apresuradamente el periódico, y lo desplegó. En gruesos titulares, se decía que en un pueblo de la Península habían arrojado el párroco a los cerdos. Imaginé por un momento al hermoso Mossén Mayol, luchando con una piara de cerdos, de los que tanto abundaban en la isla. Feroces animales, de largos colmillos. No lo podía remediar: los cerdos y sus colmillos tenían la misma sonrisa de la abuela, de Borja y acaso mía.

– Hijo, tienes que merendar -dijo Antonia.

Oíamos por segunda vez aquella palabra. "Así le llama -pensé- desde que sabe que le van a despedir."

Sentí los ojos de Borja y me volví a mirarle. En el fruncimiento de sus cejas, en el modo de morderse los labios, hasta en el rizo negro, brillante, que le caía sobre la frente, adiviné lo que me iba a decir:

– Matia, vámonos.

El Chino abrió la boca y la volvió a cerrar. Luego, se sentó con la cabeza baja y dobló el periódico.

Antonia, opaca, como sin alma, vertió el café en las tazas.

– ¿A dónde? – le pregunté, apenas salimos. Hacía frío y me crucé la chaqueta, sujetándola con las manos. Temía lo que me iba a contestar.

– A ver a Manuel.

– ¡No, Borja, no!

Intenté sujetarle por la manga, pero se desasió. Echó a correr delante de mí. Sus piernas, finas y doradas, saltaban sobre los muros del declive. Había un sol maduro, pleno, aquella tarde. Entrábamos en un tiempo dorado, de luz en sazón, con un resplandor rojo y malva, entre los árboles. Un sol cálido como un vino antiguo, que debía tomarse sorbo a sorbo para que no se subiera a la cabeza. Habíamos entrado en el mes de octubre.

Borja se detuvo en la puerta de Manuel, como yo aquella tarde, antes de que se volviera a pedirme que le esperase. Contemplé su nuca con un hoyo en el cogote, y le miré con un gran deseo de que no llamase a Manuel.

Por la puerta abierta veíamos los olivos y el pozo al que echaron un perro muerto. El cielo, me dije, era el mismo que entonces y que siempre; solamente en la tierra cambiaban las cosas. Ahora estaba bañado por la luz resplandeciente de un sol maduro, tardío. Eran, quizá, las cinco de la tarde.

Borja seguía mirando hacia los olivos, pero Manuel no estaba allí.

– ¿Dónde anda ese, a estas horas? – preguntó. Había una gran pasión en su voz, y noté la agitación que le dominaba.

– No sé.

Impaciente, levantó los hombros, y repitió:

– ¿Dónde está, Matia, dónde está? Te arrepentirás, si no me lo dices…

– Te aseguro que no lo sé…

– ¿Pero dónde os encontráis vosotros dos?

Era inútil decirle que no nos encontrábamos de una forma determinada, explicarle (y tampoco hubiera sabido) cómo íbamos el uno al otro sin saberlo ni pensarlo. Era inútil darle cualquier otro razonamiento. Me aterré recordando aquel, día en que me pareció que Manuel iba a decir: "Detente ahí, éste es mi mundo. Detente, ésta es la puerta privada de mi reino", al ver que Borja, zafio y osado ("malvado, malvado Borja") sacudió los hombros y atravesó aquella puerta por primera vez. Aquella puerta que era el gran valladar, el oculto santuario de algo que iba más allá de mi posible amor. Le seguí con el corazón angustiado, apoyándome en el tronco del primer olivo. La espesa verdura ya se había agostado. Distinguí el pozo entre los árboles, cubierto de musgo y orín, como un misterioso ojo de la tierra. La casa tenía un pequeño porche, con un arco. El farolillo aparecía roto, como por una pedrada. Había un gran silencio, en el que se perseguían dos abejas de oro. El velo rosado del sol lo bañaba todo, como un sueño. Y había un olor espeso, dulce como de azúcar de flores o de mosto. Una de las palomas de la abuela, gris oscura, picoteaba en el primer peldaño, junto a un charco.

– Manuel… -llamó Borja.

Las sombras se movían en el suelo. En grandes macetas de barro resaltaba el rojo vivo de los geranios. Todo resplandecía, como si hubiera caído una lluvia de oro, fina y centelleante. Un vidrio de la ventana derecha, espejeaba, azul y verde. Tenían el balcón abierto y se respiraba el gran silencio, como si todos estuvieran dormidos o encantados. El huerto parecía recién regado.

– ¡Manuel! -repitió Borja, con mayor decisión.

La paloma echó a volar, pasó sobre nuestras cabezas y se posó en el muro. Su sombra en el suelo, desde el olivo en que me apoyaba, tenía algo mágico. Sus alas se movían en la tierra. "Todo en el mundo es tan misterioso", pensé.

En aquel momento llegó Manuel. Estaba muy serio, sucio de barro y con los pies descalzos. Se apoyó en el muro y despaciosamente, sin mirarnos, empezó a calzarse las sandalias. Resaltaba la sombra de sus largas pestañas, obstinadamente bajas. Era mucho más alto que Borja; le hubiera aplastado.

– Manuel -dijo mi primo, con violencia-. Vengo a preguntarte una cosa: ¿con quién estás tú, con Guiem o conmigo?

Manuel le miró, y por primera vez descubrí en él un fugaz temblor de cólera. Una cólera tan profunda y dolorida como su tristeza.

– No entiendo -dijo.

Borja se acercó. Noté que estaba temblando, conteniéndose:

– Ven conmigo. ¡Vamos a Son Major!

Por primera vez en la tarde, Manuel se volvió a mí. Borja se interpuso:

– ¡Ven! Ven, si no quieres que te pase algo… Algo peor, aún, que a tu madre.

Deseé que nunca hubiera dicho aquello. Lo sentí como una bofetada. Pero estaba asustada de mi propia cobardía. La piel oscura de Manuel se cubrió de un tinte rojizo, desde la frente al cuello.

– Tengo trabajo -contestó. Borja me miró:

– Dile tú que venga, Matia.

Antes de que yo abriera la boca -y noté un gran fuego cubriéndome la frente, las orejas y el cuello-, Manuel levantó la mano derecha, que brilló, y dijo:

– No digas nada, Matia, no necesitas…

Desvié mis ojos de los suyos, y él mismo inició la marcha.

Primero fuimos a buscar a Juan Antonio, que al oír nuestro silbido se asomó al balcón. Masticaba algo. Seguramente merendaba. Bajó rápido y se colocó al otro lado de Manuel. Siguieron andando, uno al lado del otro, y yo detrás. Parecía, verdaderamente, que lo llevaran como un reo. Manuel caminaba despacio, con los brazos caídos a lo largo del cuerpo.

Ya salíamos del pueblo cuando nos vio el cojo.

– Ahora irá a avisar a los otros… -dijo Juan Antonio, de prisa.

León y Carlos estudiaban, pero al oírnos vinieron enseguida.

El camino que llevaba a Son Major se levantaba poco a poco sobre el pueblo, hasta el gran recodo de la montaña, sobre el acantilado. Por el camino el sol daba de lleno, como sobre una pared.

Al llegar a Son Major nos detuvimos intimidados. Tal vez nos hubiéramos limitado a quedar así -como a veces Manuel y yo-, pegados contra el muro, mirándonos unos a otros, oyendo al viento; pero aquel día Sanamo andaba por detrás de la verja, e inmediatamente descubrió a Manuel. Al verle, abrió la boca y levantó los brazos al cielo. Pero de su boca no salió una sola palabra. Riéndose, con aquella maligna risa suya, se acercó a la verja, haciendo tintinear las llaves en la mano: