– ¿Y Lauro? ¿Dónde le habéis dejado?
Nuestra risa sofocó aquel instante. Pareció como si solamente al oír hablar del Chino, desapareciera toda nuestra timidez. Sólo Borja continuó lleno de zozobra, de humillación, temblorosos los labios. Manuel seguía mudo, como mirando dentro de sí, como ausente de aquella distinción que hacía Jorge con él. Incluso era el único al que no acarició.
El mismo Jorge nos escanció vino y a Manuel le servía primero. Todos empezamos a hablar. Hasta Juan Antonio, tan serio y taciturno, reía y preguntaba cosas.
Por dos veces más, Jorge mandó traer vino a Sanamo. Su brazo me rodeó los hombros, y apenas si me atreví a moverme, apenas si ninguna otra cosa pude ya sentir más que aquella luz, aquella botella como una encendida lámpara de color de granada y, sobre todo, la presión extraña, desconocida en mis hombros, que me tenía asombrada y me volvía, ante mis propios ojos, una desconocida criatura.
Quizá esperábamos que nos contara grandes cosas. No lo sé. Pero en verdad fuimos nosotros quienes le hablamos. Uno a otro nos quitábamos la palabra. Y él no nos decía nada de las islas griegas, ni del Delfín, mientras nosotros le contábamos las luchas de los dos bandos, nuestras escapadas al Café de Es Mariné…
– Ah, sí, sí -dijo, como recordando algo muy remoto-. Ya me acuerdo de Es Mariné. Decidle que algún día venga a verme.
Sanamo torció el gesto, murmurando.
No supimos cómo, pasó mucho rato. El sol resbalaba tras los muros. Él seguía al extremo de la mesa, con Manuel y conmigo a cada lado. Manuel y yo, de frente, separados por la mesa, nos mirábamos. Manuel era el único silencioso. Comía despacio, mordía aquel pan moreno, como a la fuerza, arrancaba uno a uno los granos de uva, con sus manos oscuras y arañadas. En sus dedos, brillaban las uvas. Insensiblemente, dejé de mirarle a él para mirar a Jorge, y algo ocurría en mí, tan nuevo, que dolía. Jorge no era como lo imaginamos. No era ni el dios, ni el viento, ni el loco y salvaje huracán de que hablaran Es Mariné, el Chino y Borja mismo. Jorge de Son Major era un hombre cansado y triste, cuya tristeza y soledad atraían con fuerza. Viéndole, oyéndole hablar, mirando su cabello casi blanco, sentí que amaba aquel cansancio, aquella tristeza, como nunca amé a nada. Acaso porque poseía cuanto yo deseaba. Aquella precipitada huida, la pena por Kay y Gerda, por Peter Pan y la Joven Sirena, me parecían salvadas. Porque encontraba en el cansancio de Jorge algo como un regreso mío en él, hacia un lugar que ni siquiera sabía nombrarme. Verle allí, con su raída chaqueta de marino, en el jardín amurallado, Jorge de Son Major, refugiado en oscuras rosas, en recuerdos. Deseaba alcanzar, beber sus recuerdos, tragarme su tristeza ("gracias, gracias por tu tristeza"), refugiarme en ella para huir, como él, hundida para siempre en la gran copa de vino rosado de su nostalgia, que me invadía mágicamente. Con las cenizas esparcidas del Delfín, regando flores. Aquello -me dije- tal vez era lo que los adultos llamaban el amor. No podía saberlo, pues nunca amé a nadie. No me atrevía a moverme para que su brazo no se deslizara de mis hombros, para no perder aquel brazo, como si fuera todo lo que me unía a la vida. Deslumbrada por su vida ya completa, quizá por su ausencia de esperanza. Acaso lo único que él aguardaba fuese la visita de la Dama Negra, y yo (pobre de mí, insignificante criatura con mis vacíos catorce años, ¿cómo podría enterarle de que ya no era como Kay y Gerda?) tal vez podría servirle como una muerte pequeña. Desesperada, miraba su cabello blanco y suponía su corazón encerrado tras la vieja chaqueta azul, como un montón de cenizas, igual que el Delfín. ¡Si yo pudiera alcanzar su tristeza y su cansancio, apoderarme de ellos como una pequeña ladrona! Y un dolor vivísimo me llenaba, a un tiempo que un desesperado y terrible amor, como no he sentido después, jamás. Me dolían y me zumbaban en la frente, como abejas, las palabras de Manueclass="underline" "Que le quiero mucho". Y me maravillaban, también.
Empezó a caer una lluvia tan fina que en un principio no la apercibimos. Todos hablábamos y parecíamos muy alegres, pero acaso no lo estábamos, ni Borja, ni Manuel, ni yo. (Es Mariné nos dijo: "No tiene más enfermedad que su vejez, pero eso es grave".) Él no era aún un viejo, como yo aún no era una mujer: él no abandonaba aún la vida, como yo aún no había entrado en ella. Me lo repetía, mientras llevaba la copa una y otra vez a los labios. Todos bebíamos, y Jorge se reía de lo que le contábamos. Sólo de tarde en tarde decía alguna palabra. Escanciaba más vino en nuestras copas, y nos miraba: especialmente a Manuel y a mí. Y en medio de nuestra estúpida algarabía, de preguntas necias y necias explicaciones, qué lejano, y sobre todo, qué solo, estaba él. Y me dije: "mucho más solo aquí, entre nosotros, que cuando está con sus rosas y con las palomas". Él no creía en nada, y yo aún tenía que empezar a creer en algo. Me dije: "Como cuando era muy niña, que pensaba: la muerte no es verdad. Nos lo dicen a los niños para engañarnos". (Y me acordaba de cuando metía medio cuerpo en el armario, con el Atlas abierto en la penumbra, y miraba el Archipiélago y me paraba extasiada en cada nombre: Lemnos, Chio, Andros, Serphos… Karo, Mykono, Polykandros… Naxos, Anaphi, Psara… Ah, sí, nombres y nombres como viento y sueños. Soñando yo también, mi dedo recorría en una comba, sobre el azul satinado, desde Corfú a Mytilena. Y las palabras, como una música: él iba en el Delfín, vivía en él, y no pisaba tierra apenas: se iba hasta el Asia Menor…)
Sanamo apareció, trayendo la guitarra. Jorge dijo:
– Vamos al porche, Sanamo.
Asombrados, vimos cómo Sanamo y Manuel -con gesto de quien está acostumbrado a ello y antes lo hizo muchas veces- le cogieron por debajo de los brazos y le ayudaron a entrar en el porche. Miré su espalda, sus piernas que apenas le obedecían. En aquel momento, Juan Antonio acercó sus labios a mí oído:
– Está medio paralítico… ¿no ves? Mi padre lo dice: se está quedando así, poco a poco, y acabará por no poderse mover. Y en cuanto le llegue a la cabeza… ¡paf! Ya está.
Juan Antonio parecía paladear aquellas palabras. Sus dientes y sus labios estaban manchados de vino y de zumo de uvas negras. Entre Manuel y Sanamo le ayudaron a sentarse en el banco, bajo el porche. Todos corrimos a refugiarnos en él porque la lluvia caía declaradamente. Sobre nuestras cabezas, con la súbita huida de las palomas, insólitas entre aquella luz agonizante, sonaron las campanas de Santa María. Rodeamos a Jorge, y me arrodillé a sus pies. Supongo que a todos se nos había subido el vino a la cabeza. Juan Antonio, León y Borja hablaban casi a un tiempo. Jorge y Sanamo se miraban, y de pronto Jorge dijo:
– ¡Es para matar al que se entretiene emborrachando niños!
Sanamo lanzó una ronca carcajada, y empezó a rasguear su guitarra. Todo se llenó de una alegría roja, salvaje, desbordando de la lluvia recia que nos bajaba del cielo como un grito. La melodía de Sanamo era algo tan vivo como las rosas encarnadas. Sanamo dijo:
– Jovencitos, acompañadme…
Borja estaba ronco, y Juan Antonio, y todos -excepto Manuel- intentamos seguir aquella canción, pero nos equivocábamos y teníamos que empezar de nuevo.
– ¿Es andaluz? -preguntaba León.
– No.
– ¿Es italiano?
– No, no…
No quería decir de qué país era la música que interpretaba, como tampoco le gustaba decir dónde nació.
Levanté la cabeza hacia Jorge, arrodillada junto a él. Pero, ¿cómo podía doler tanto su mirada? Desató mi trenza, que me resbalaba sobre la nuca, y por un momento sentí el roce de sus dedos en la piel. Quiso sujetar la trenza de nuevo, pero no supo. Al desflecarse, vi el centelleo de la luz entre el cabello, y le oí decir:
– ¡Qué raro! No es negro, es como rojo…