Выбрать главу

– Pervertida -dijo (Y por el modo de decirlo me pareció que había estado mucho rato pensando aquella palabra, antes de venir a lanzármela). – ¡Enamorada a los catorce años de un hombre de cincuenta!

Con dedos temblorosos encendió un cigarrillo. La cajetilla le asomaba por el bolsillo del pijama. Lanzó un par de bocanadas de humo, con la actitud que solía emplear cuando quería intimidarme. Pero el cigarrillo temblaba en sus labios. El humo salía en dos columnas por los agujeros de su nariz como dos largos colmillos.

– Tú peor -contesté-. Tú más pervertido, puesto que eres un muchacho, y también…

Escupió al suelo el cigarrillo y lo aplastó contra la alfombra. ("Y mañana, maldito, creerán que fui yo".) Con los brazos enlazados caímos al suelo, y en el forcejeo me golpeé la cabeza contra la pata de la cama. La frente entre las manos, apretando los labios para no gemir, me senté. Todo daba vueltas a mi alrededor. El cabello desparramado (recuerdo que me llegaba cerca de la cintura), se enredaba entre mis dedos. Me sentía muy agitada, y, sin embargo, no me era posible ni llorar ni reírme de él.

– Sube a la cama, tonta -dijo él-. Sube de una vez.

Le obedecí. Me dolía la cabeza y me parece que tenía ganas de vomitar. Deseaba que me dejara en paz y poder dormir. Pero allí siguió, el pequeño canalla.

– Te vas a acordar de lo de esta tarde -dijo.

Volvió a encender un cigarrillo. De un manotazo, antes de que pudiera evitarlo, le quité el paquete y lo metí bajo mi almohada. Levantó la mano sobre mí, cerró el puño, y mordiéndose los labios con rabia, la dejó caer pesadamente sobre la colcha. Entonces me miró tan tristemente que me enternecí. Le acaricié el pelo, como si fuera aún un niño pequeño, y él encogió levemente los hombros y entrecerró los ojos. A su vez, cogió un mechón de mi cabello y lo enredó entre sus dedos, suavemente, como hacía a veces en la logia.

– Matia, Matia… -dijo muy bajito.

Bruscamente se apartó de mí y fue hacia la puerta. Parecía un duende. Tras un leve crujir de la madera desapareció. Alargando la mano hacia la mesilla apagué la luz. La oscuridad lo absorbió todo, y no recuerdo más.

Me desperté boca abajo, atravesada en la cama. Aún me dolía mucho la cabeza. La colcha, y parte de las sábanas -como casi todas las mañanas- aparecían en el suelo. Sentí en mis hombros las patitas del pequeño Gondoliero, que me picoteaba suavísimamente la oreja. Antonia, como de costumbre, ordenaba los desperfectos.

Noté el calor del sol en la nuca. "Hoy será un día brillante y terrible, andaré por ahí con los ojos cerrados, volviéndome loca cada vez que se cierre de golpe una puerta." Vinieron en seguida los fantasmas y cogí la almohada para refugiarme debajo, diciéndome: "Jorge. Es horrible. Jamás volveré a Son Major". Los fantasmas llegaban en tropel con la resaca del vino, a sentarse en el dosel de la cama, a meter sus dedos de pulpo bajo la almohada y hacer cosquillas en los recuerdos. Todo lo de la tarde anterior, hasta el recuerdo de las flores, dolía como una calumnia. "Oh, Jorge, oh, pobre tía Emilia." Histéricamente sentí pena por aquella mujer a la que no quise en toda mi vida.

– Señorita Matia, son las nueve dadas -oí decir a Antonia.

Sus pies afelpados apenas rozaban la alfombra, como topos: ("Son como el topo de la pobre Pulgarcilla, el horrible topo que se quería casar con ella"). Abrí el ojo derecho:

– Dile a tu asqueroso Gondoliero que se vaya -dije, roncamente.

Antonia silbó algo curruscante, como un cuchicheo, que dolía dentro y fuera de las orejas. Di un gemido, y Gondoliero huyó a su hombro, como una flor errante.

– El baño está preparado, señorita Matia…

Grité, gemí, protesté. Antonia callaba. Me deje caer sobre la alfombra, con un gesto idiota de niña mal criada, y abrí los ojos.

Hacía un brillante y horrible día gris, resplandeciente como aluminio. El sol atravesaba la piel transparente del cielo, como una hinchada quemazón. Todo brillaba, pero con un brillo metálico, inquietante.

– Va a llover -me quejé-. ¿Verdad Antonia, que va a llover?

Antonia echaba agua caliente en la rudimentaria bañera, y todo se llenaba de vapor. Mi voz quedó sofocada.

Cuando bajé a desayunar, la abuela me encontró pálida, ojerosa, y horriblemente mal peinada.

– Vas hacia los quince años. ¡Parece increíble, Matia, cómo te presentas!

A un lado aguardaban los periódicos con sus fajas azules. Leí de través: "Las tropas del general…". Borja terminaba su chocolate y el Chino aguardaba en la sala de estudios, tras los cuadernos ("¡Qué horror, ahora: declinaciones, verbos latinos!").

– ¿Cuándo iremos al colegio? -preguntó Borja.- Me gustará mucho. ¡Este pueblo está ya resultándome aburrido!

– Celebro que desees ir al colegio -contestó la abuela.- Iréis, los dos, después de Navidad. Ven aquí, Matia.

Me acerqué todo lo despacio que me era posible sin incurrir en su enfado.

– ¡Acércate!

Me cogió la cabeza entre sus manos huesudas y sentí clavarse en mi mejilla derecha su brillante! Usaba una horrible colonia que pretendía ser campestre y resultaba medicinal. Sentí sus ojos en los míos, físicamente, como dos hormigas recorriendo mis niñas, mi córnea dolorida.

– ¿Qué te pasa? -preguntó, como un mordisco.

No pude aguantar más, y vociferé:

– ¿Y a Borja, qué le pasa? ¿Siempre he de ser yo la peor?

– ¿Qué te pasa, digo? -insistió ella, fría.

Me zarandeó por un brazo.

– No me gustan las contemplaciones. No suelo malgastar mi tiempo.

"Tu tiempo", me dije. Y la miré, deseando que leyera en mis ojos lo que pensaba: "Tu tiempo inútil y malvado no puedes desperdiciarlo".

– Matia -continuó-, lo de ayer que no vuelva a pasar. Y tú, Borja, escucha bien: por una vez, estáis disculpados, porque quizá no sabíais… Pero, de ahora en adelante, queda terminantemente prohibido ir a Son Major. ¡Y que no sepa yo que habláis una palabra con ese degenerado Sanamo!

– No, abuela -mi primo inclinó la cabeza. Besó la mano de la abuela, y ella le rozó la mejilla con la yema de los dedos.

Salimos de la habitación, dejando la puerta abierta y parándonos tras ella, para oír lo que comentaban. (Borja me enseñó este truco, desde el primer día en que pisé aquella casa.)

La abuela dijo:

– Sabes, Emilia, con estos muchachos hay que ser algo indulgente. No han conocido buenos tiempos: esta ruina, la guerra… ¡Yo, a la edad de Matia, ya tenía cuatro o cinco pretendientes! Pero ellos viven tiempos tan desquiciados… ¡Todo se está volviendo raro a nuestro alrededor! Creo que necesitan rápidamente el colegio, y así será.

– Madre -la voz de tía Emilia parecía lejana-, Matia no es una niña como las otras… Acuérdate, madre: María Teresa empezó así. Antonia dice que gritaba por las noches…

– Estos niños beben -dijo la abuela-. Estoy segura de que beben. Hay alguien que les proporciona alcohol y cigarrillos: eso es todo. Están en una edad difícil, y estos son malos tiempos. Antonia, acércame las píldoras.

Borja y yo nos miramos a los ojos. Él estaba muy serio, y por primera vez pensé que ya no era ningún niño. (No era un hombre, no. Pero ya no era un niño.)

2

No sé cómo entró el invierno. O quizá no era aún invierno propiamente, pero recuerdo que llegó el frío. Del mar, por sobre el declive, trepaba el frío verdoso y húmedo. Los troncos negros de los árboles, contra la dorada neblina que se extendía desde el acantilado, parecían seres melancólicos y siniestros, clavados detrás de la casa, como una manifestación de muda protesta. La luz se volvía verde y plata sobre las hojas de los olivos Las palomas huían sobre los almendros, hacia Son Major o el huerto de Manuel. A veces me despertaba su zureo, bajo la ventana. Ya habían encendido la chimenea de la sala, y por las noches Antonia nos calentaba las sábanas con un pequeño brasero de cobre, lleno de ascuas. Desaparecieron las mariposas, las abejas y la mayoría de los pájaros, excepto las gaviotas, que como tendidos gallardetes formaban franjas blancas al borde del mar. Borja y yo sustituimos las sandalias por gruesos zapatos con suela de crepé, y Antonia sacó de las arcas la ropa de lana, aún impregnada de olor a naftalina. Al probarnos los sueters, la abuela observó que habíamos crecido demasiado aquel verano: nos apretaban bajo los brazos y las mangas apenas nos llegaban a la muñeca. Un día tía Emilia nos llevó a la ciudad y nos equipó de pies a cabeza. Borja, con su pantalón largo de franela gris, parecía un hombre. Me hacía muy raro no ver sus desnudas piernas doradas, casi sin vello, saliendo de su pantalón azul gastado en los fondillos, corto o arrollado encima de las rodillas. Mi odiada falda blanca tableada y las blusas sin mangas, fueron sustituidas por las no menos aborrecidas faldas plisadas de lana escocesa y los picantes sueters de manga larga y cuello cerrado. Me resistía a ponerme medias, y tía Emilia me compró unos largos calcetines de punto inglés -"¡Sport, preciosos!", dijo ella-, con horrorosos rombos verdes, grises y amarillos. Me cortaron las trenzas y me dejaron la melena lacia, rozándome apenas los hombros, echada hacia atrás mediante una cinta de terciopelo negro, que me convertía en una Alicia un tanto sospechosa. Cuando la abuela nos dio el visto bueno, volvió a quejarse de la veloz marcha del tiempo y a añorar las, según ella, inigualables marineras. Pero me parece que jamás le importaron ni la huida del tiempo ni, mucho menos, las tan cacareadas marineras que hacían de los retratos de Borja-Niño una parodia de los del último Zarevich, que conservaba en un álbum tía Emilia.