A veces Manuel arreglaba el huerto. Supe, por Antonia, que pidió trabajo en el pueblo y se lo negaron. En ocasiones le acompañaban sus hermanos pequeños: un muchacho de once años y una niña de nueve, pelirrojos como Malene, delgados y tristones, que no iban a la escuela. Algunos días vi a Manuel sentado en los peldaños de su porche, con uno a cada lado, enseñándoles un viejo Atlas parecido al mío. Recuerdo su voz explicándoles Geografía. Me asomaba sobre el muro de su huerto, y le oía pronunciar nombres: "Cáucaso", "Monte Athos", "Asia Menor". Me conmovía comprobar que seguía mis rutas ("igual que yo, dentro del armario"). Recuerdo muy bien sus palabras, en la mañana, con un sol frío: ellos tres allí sentados, en el porche o bajo los olivos. De pronto, el pequeño o la niña decían, con voz susurrante: "Ahí detrás está Matia". Entonces, Manuel volvía la cabeza y me miraba.
En más de una ocasión anduvimos juntos por las rocas, buscando lapas y hablando. Otras veces permanecíamos callados, tendidos bajo los árboles. "No encuentro trabajo", me decía, con aire pensativo, angustiado. Y yo, egoísta, no entendía aquellas palabras: "Nadie quiere darme trabajo. Me dicen: vuélvete con los frailes. Pero yo no puedo dejar sola a mi madre ni a mis hermanos".
Tenía más tiempo libre que durante el verano, pero se le veía serio, preocupado. Sentado en los escalones, jugueteaba distraídamente con una piedra azul, que siempre llevaba en el bolsillo. Antonia dijo: "Ese muchacho de Malene, el mayor, bien podía volver al convento. Está ahí, todo el día, recomiéndose… Harán de él un vago. Acabará muy mal".
Un día me dijo mi primo:
– Tú ya no eres de los nuestros.
Me encogí de hombros. Él añadió:
– Ya tienes tus amigos, ¿verdad?
– Sí.
– Y Jorge, ¿también es amigo tuyo?
– Muy amigo – contesté-. El más amigo de todos los amigos.
Me quitó la cinta de un zarpazo, y se quedó haciéndola girar en su dedo índice, mirándome con sus ojos verde pálido.
Era la hora de las Matemáticas. El Chino dijo:
– Dejen esas cuestiones para luego. Ahora estudien.
Pero yo mentía. Jorge seguía presentándose lejano, temido, y aunque me atraía, me avergonzaba la idea de volver a Son Major.
Un día de mercado me encontré a Sanamo, con una cesta al brazo. Desde la esquina de Santa María se oía el guirigay de los vendedores. Sanamo había comprado un espejito redondo, que me mostró sonriente, haciendo correr su reflejo por la pared de la iglesia y lanzándomelo contra los ojos.
– ¿No volveréis allá arriba, palomitas? ¿No queréis merendar otra vez con el señor?
– Puede ser -levanté la cabeza, para que no notara mi turbación.
– Puede ser, cualquier día.
Se fue riendo, y yo, herida en mi orgullo corrí a buscar a Manuel. Tardé mucho en encontrarle. Le estuve esperando más de una hora a la puerta de su huerto:
– Manuel, ¿por qué no volvemos a Son Major?
Miró hacia el suelo. Su actitud humilde me conmovía e irritaba a un tiempo:
– ¡No mires al suelo, hipócrita! Eso te lo enseñaron los frailes, ¿no?…¡Vamos otra vez a Son Major! ¡El viejo está provocándonos!
– No puedo ir, tú lo sabes. No me lo pidas.
Callé, porque realmente tenía miedo. Nos sentamos muy juntos en los peldaños de su porche. Teníamos la costumbre de cogernos de la mano, y de este modo permanecíamos mucho rato, sin hablar. Él ponía la piedrecilla azul, bruñida de tanto acariciarla, entre las dos manos, y así la manteníamos los dos, apretada en nuestra palma. Era como compartir un secreto. Nadie hubiera entendido esto más que él. Apenas nos movíamos, las manos muy pegadas una contra la otra, sintiendo el pequeño dolor de la piedrecilla. Él miraba hacia delante, sobre las copas de los árboles. Con la mano libre cogía una ramita y trazaba rayas en la tierra. De este modo podíamos pasar mucho rato, y manteníamos tanto calor en las manos como si las acercáramos al fuego. A veces, acercábamos la piedra azul a la mejilla, y parecía arder.
Estábamos así, sin hablar, con las manos enlazadas, cuando una piedra gris pasó sobre el muro y cayó a nuestro lado. Oímos risas sofocadas, y después, Guiem y el cojo cruzaron por delante de la puerta. Los vimos correr hacia las rocas. Sebastián, cojeando, llevaba una vara levantada sobre la cabeza, como si fuera una bandera.
Al día siguiente, después de la clase de las cinco, dijo mi primo, mientras deslizaba el suéter por sobre su cabeza:
– Tú no vienes conmigo.
– ¿No? -reí.
– No, ya te dije que no eres de los nuestros. Sin enfadarse, ¿sabes?… ¡podemos tener días de tregua!
– Ah, bien. ¿Tengo que ser de Guiem, ahora?
– Pues no… Guiem me parece que se va a pasar a los nuestros. Y el cojo también… ¡Las cosas que pasan!
– Haced lo que queráis. ¡Tampoco pensaba ir con vosotros! Sois demasiado aburridos.
– Ya me lo figuro. Una chica como tú se aburre con nuestras cosas… ¡Tienes otra clase de diversiones!
Torció la boca para decirlo y se alisó el pelo revuelto al ponerse el jersey.
No entendí lo que quería decir, pero sentí cierta inquietud.
– Son Major es muy bonito – dije, deseando despertar sus celos.
Se puso encarnado, y salió, encogiéndose de hombros. Pero adiviné que con la última frase le herí en lo más vivo. Me sentí extrañamente defraudada, no sabía por qué ni por quién. No sospechaba dónde andaría Manuel, ni tampoco deseaba verle. Seguí pues a Borja de lejos, entreteniéndome por el camino, para disimular. Él bajó a saltos el declive, hasta perderse hacia el embarcadero. "No, eso no", me dije. No podría soportar que llevase a los de Guiem a la Joven Simón : con nuestros secretos, con el libro de Andersen allí escondido, con los habanos del abuelo, en sus cajas de cedro, con nuestra carabina, con todo lo de Borja y mío sólo, ni siquiera permitido a Juan Antonio. No podía ser. Juan Antonio y los del administrador habían vuelto a sus colegios de la ciudad. Y yo estaba sola, completamente sola. Y Manuel… "Ah, pero Manuel -me dije, como despertando de un sueño que hasta entonces me adormeciera-, no es como nosotros. ¡Él no cuenta en estas cosas!". Tal vez era demasiado bueno. (Su tímida sonrisa y aquellas palabras en el frío de la mañana: "Cáucaso", "Ucrania", "Mar Jónico"… Y cuando yo le decía: "¿Por qué la Joven Sirena desearía tanto un alma inmortal?, él no contestaba, o, si acaso, me rozaba suavemente el cabello.) No era como nosotros, ni como los hombres. Era aparte. No podía ser. Y Jorge… ¡Me dolía tanto, pensar en él! Me apretaba el pecho con la mano, al pronunciar su nombre. Debajo del jersey estaba la medalla de oro. "Se la pondré al cuello y le diré: toma esto, es algo mío". (Pero no sabía si a Jorge, a Manuel, o acaso al mismo Borja.) "Y esos zafios hurgarán con sus manazas nuestros tesoros. ¿El compañero de viaje, leído por Guiem? ¡No es posible! Preguntaría: ¿Esto para qué sirve? O bien: Y esto, ¿qué quiere decir?". Y Borja se encogería de hombros. Acaso probarían la carabina, y… ¿Era envidia, egoísmo? Un dolor muy vivo me aceleraba el corazón. "No, esos no. Esos no."