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El día de Reyes por la mañana la abuela nos entregó los regalos. Libros, un par de estilográficas, jerseys y cosas así. Se acabó para siempre la alegría de los juguetes, y empezaban a ser un problema, según decían ellas, los regalos. (Mauricia ponía mi zapato en el hueco de la chimenea. Como no me bastaba, tejió una media enorme, de lanas sueltas, que resultaba "de tantos colores como la túnica de José". Y todos los regalos que enviaba mi padre se convertían allí en el regalo de los Reyes Magos de Oriente. Días antes, si veía nubes alargadas, preguntaba: "Mauri, dime, ¿es aquel el camino de Oriente?". Un año me trajeron un payaso, tan grande como yo, y le abracé. Pero, ¿para qué recordarlo?)

Cogimos los regalos de la abuela, y la besamos. Tía Emilia me dio un frasco de perfume francés, que tenía sin abrir. "Ya eres una mujer", dijo. Y también me besó. (Todos se besaban mucho por aquellos días.)

Nadie en la casa se quedó sin regalo. Mossén Mayol, el vicario, Juan Antonio… A Carlos y León, en la suya, les trajeron una bicicleta para los dos. (Todo lo compartían.)

Cargados con nuestros libros, Borja y yo fuimos a la sala de estudio. Nos instalamos en las butacas, uno frente al otro, junto al balcón. El sol se sentía cálido, a través del cristal. Una mosca tardía, zumbaba torpemente de un lado a otro.

Borja se derrumbó en la butaca. Era muy grande y tapizada de cuero, con algún rasguño que otro, oscurecida en muchos puntos. Pasó una pierna sobre uno de los brazos, balanceándola.

Mis libros no valían gran cosa. Los había elegido tía Emilia.

Desde el encuentro en Santa Catalina, Borja me trataba casi como a la abuela. No nos volvimos a pelear.

Noté que me miraba por encima de su libro abierto. Las pupilas verde pálido parecían de cristal hueco. ("La mirada para la abuela".) Le hice una mueca. Rió, tras el libro y dijo:

– ¿Lo sabes?

– ¿Qué tengo que saber?

Tiró el libro al suelo y estiró los brazos, con un falso bostezo:

– Que estás en mis manos.

Procuré doblar los labios con desprecio, pero el corazón empezó a golpearme fuerte.

– No hagas gestos idiotas: estás en mis manos, igual que Lauro y que Juan Antonio. ¡Y que todos, en fin! Ya me conoces, yo lo sé todo. ¡Todo lo que se debe saber!

Fingí indiferencia y cogí de nuevo los libros. Añadió:

– Bueno, tú no tienes nada que temer, siendo buena chica.

– Seré como me dé la gana, mono idiota.

– No; no serás cómo te dé la gana. Porque…

Se calló, haciéndose el misterioso y mirándome con toda la malicia que cabía en sus ojos.

– Si yo hablase… ¿sabes lo qué te pasaría?

– ¿Y qué es lo que tienes que hablar, tonto? ¡Más cosas sé yo de ti!

– ¡Bah, cosas de chicos! ¡Lo tuyo es peor! A ti te meterían en un, correccional por pervertida. "La manzana podrida pudre a las sanas", y todas esas cosas. ¡Vaya, si te crees que no lo sabemos todo! Juan Antonio y hasta Guiem… Os hemos visto.

– ¿A quiénes?

– A ti y a tus amigos. Fue muy divertido espiaros. Guiem y Ramón… y Juan Antonio y yo… Bueno, ¿para qué te voy a decir? Tú ya lo sabes. ¡Una niña de catorce años, con dos amantes! Te meterán en un correccional…

– Yo no…

Cuidadosamente, Borja desenroscó el capuchón de su estilográfica y examinó la plumilla como si tuviera algo muy precioso. Me sentí sorprendida. Más sorprendida, quizá, que asustada.

– ¡No te hagas ahora la inocente! Tú misma dijiste muchas veces que yo era un niño a tu lado, que sabías muchas más cosas que yo… ¡Y vaya si era verdad! ¡La muy…!

Volvió a reírse con maldad.

– Sí, sí; los dos juntitos, allí, en el huerto y en el declive… ¡Y luego, a Son Major! Porque con el viejo también, ¿verdad?

– ¡Nunca hemos vuelto a Son Major! ¡Es mentira!

– No, ¿eh?… ¡Tú misma lo has dicho! Y también Sanamo…

– Sanamo es un viejo embustero…

– Bueno, no vamos a discutirlo. Tengo tantos testigos como quiera. ¿Sabes lo qué es un correccional? Te lo voy a contar. Siempre andas diciendo que te gustan los árboles, las flores, y todo eso… bien, pues nunca, nunca más verás ni los árboles ni las flores, ni casi, casi, el sol… Porque, encima tienes malos antecedentes: tu padre…

Me levanté y le zarandeé por un brazo. Le hubiera llenado de bofetadas, de golpes, de patadas, si no estuviera tan asustada. De un tirón se rasgó la sutil neblina, el velo, que aún me mantenía apartada del mundo. De un brutal tirón apareció todo aquello que me resistía a conocer.

– Embustero, malo… ¡No hables de mi padre!

Me apartó con suavidad.

– No te exaltes. No te conviene. Tu padre es un rojo asqueroso, que, tal vez a estas horas, esté disparando contra el mío. ¿Te acuerdas de lo que le pasó a José Taronjí?

Me senté. Tenía mucho frío y las rodillas me temblaban. (Oh qué cruel, qué impío, qué incauto, se puede ser a los catorce años.)

– Estás en mis manos. He leído muchas cosas sobre los correccionales. Hay celdas de castigo. Y me parece que a ti…

Siguió hablando, y cerré los ojos. El zumbido de la mosca continuaba. Una mosca de invierno que seguramente perdió a sus compañeras. A través de mis párpados el sol se volvía rojo. Noté en las palmas de las manos el cuero rugoso del sillón. ¡Cuántas cosas sabía Borja de los correccionales, nunca lo hubiera imaginado!

Balbuceé:

– ¡No es verdad! Estábamos allí, sí, en el suelo… pero sólo nos dábamos la mano, y nunca…

¿Cómo hablarle de la piedrecilla azul, cómo decirle que todo aquello de que me acusaba ni siquiera lo entendía?

– Claro que si eres buena chica no te pasará nada. Mira el Chino: no me acusó nunca, hizo lo que yo quería… y la abuela no se enteró de lo del Naranjal.

– No dices la verdad, Borja…

– Tengo testigos.

Vagamente recordé a Guiem y al cojo, tirándonos una piedra por encima del muro, y corriendo declive abajo con una vara en alto.

– Tú no harás eso…

Borja ganó y yo perdí. Yo, perdí, estúpida fanfarrona, ignorante criatura.

Entró tía Emilia.

– ¿Qué hacéis aquí tan quietos? ¿Por qué no salís un poco al jardín? Hace un sol de primavera. ¡Aprovechadlo! Cualquiera os entiende. Salís cuando sopla el viento y, en cambio, ahora os quedáis encerrados. ¡Vamos, aprovechad, que es el último día de vacaciones!

El último día, era verdad.

Después de comer, Borja me llamó con un gesto. Le seguí, estallando de cobardía, despreciándome.

– Matia, voy a confesarme. Ven conmigo a Santa María.

– Yo no tengo que confesarme.

– ¿Estás segura? Bueno, allá tú con tu conciencia. Pero ven conmigo.

Le seguí. Le seguiría en todo, desde aquel momento. Empezaba a comprender al Chino y algo parecido a un remordimiento me llenaba. "Si el Chino vivía aterrorizado por este lagarto, ¿cómo no lo voy a estar yo, tonta charlatana, necia de mí?"

Nos abrigamos y salimos de casa. Me cogió de la mano, como en nuestros mejores días. Atravesamos el jardín. La higuera estaba desnuda, con sus ramas plateadas hacia el cielo. Algo había en aquel sol invernal, que repetía: "el último día" o "la última vez". Al final de la calle, como en un grabado de mi libro de Andersen, brillaba la cúpula verde-oro de Santa María.

Entramos en la iglesia. Borja mojó los dedos en el agua bendita, y, tendiéndome la mano, humedeció los míos. San Jorge resaltaba en la oscuridad, con su lanza apoyada en el dragón. Alrededor de su yelmo brillaba un círculo de oro. Pequeños rombos de color rubí, bordeaban la vidriera, que recordaban el vino de las copas. La lámpara parecía balancearse suavemente. Algo se posó en mi corazón, clavándome sus pequeñas garras como un negro Gondoliero. Junto a la reja del altar había un hombre arrodillado, con la cara entre las manos. Era el Chino.