– ¿Está llorando? -pregunté a Borja.
Mi primo se arrodilló junto a mí, con los brazos cruzados sobre el pecho. Susurró:
– ¡No cree en nada, mujer!
Pero allí estaba el Chino, afligido, bajo las vidrieras que tanto le gustaban. Contemplé sus estrechos hombros enfundados en la chaqueta negra. Y me dije: "Acaso le matarán en el frente, quizá una bala le atravesará así, tal como ahora está, por la espalda".
(Y así fue, pues, un mes más tarde, lo mataron. Y su madre, que no lo sabía, se levantó aquel día más temprano, y cuando fue a poner la comida a Gondoliero vio que el pájaro no quería comer. Al servirle el desayuno dijo a la abuela: "Señora, Lauro va a venir, estoy segura. Me dice el corazón que va a venir". Pero le mataron a aquella misma hora, y Antonia continuó sirviendo el desayuno, dando de comer a Gondoliero, azul y brillante, que repetía: "Periquito bonito, periquito bonito". Me lo contó Lorenza, años más tarde, cuando todo era ya tan diferente.)
Borja se santiguó y bajó la cabeza. Miré hacia todos lados, entrecerrando los ojos. A través de mis pestañas las vidrieras hacían guiños, despedían luces.
Borja entró en la sacristía, y al poco rato volvió a salir. Tenía las manos juntas, gacha la cabeza. Me pareció misterioso, y mi inquietud crecía, mirándole. A poco, el propio Mossén Mayol salió, poniéndose la estola sobre el cuello. Entró en el confesionario, y Borja fue hacia él. Metió la cabeza entre las cortinas moradas, y el brazo de Mossén Mayol le rodeó los hombros amorosamente. Estuvieron así mucho rato. Se me clavaba en las rodillas la dura tabla del banco. El Niño Jesús llevaba una túnica de terciopelo verde, con bordados y encajes de oro. Tenía partido un dedo de la mano derecha, y sus grandes ojos de esmalte miraban fijos. El Santito de la vidriera, con su sayal castaño y sus largos pies dorados, acaparaba todo el sol. San Jorge, en cambio, había palidecido. Allí fuera empezó a soplar el viento, y, de pronto, una nube lo cegó todo. Algo cruzó la nave volando torpemente. "Es un murciélago", me dije. Rebotó en las paredes, y cayó en un rincón, lacio, como un trapo negro. Olía a moho. Las grandes costillas de la nave, como un barco sumergido en el mar, cubierto de musgo, oro y sombras, despedían algo fascinante y opresor. Me sentí cansada: "Ojalá no saliera nunca de allí", pensé. No tenía ningún deseo de vivir. La vida me pareció larga y vana. Sentía tal desamor, tal despego a todo, que me resultaban ajenos hasta el aire, la luz del sol y las flores.
Borja volvió:
– ¿No te confiesas?
– No tengo pecados.
Me miró de un modo extraño.
– Ven.
Me levanté. Borja dobló una rodilla ante el Sagrario, y Mossén Mayol nos indicó que le aguardáramos. Salimos y nos sentamos en las escaleras de piedra a esperarle.
– ¿Para qué viene con nosotros Mossén Mayol?
– Se lo he pedido yo.
El viento arreciaba y las nubes tapaban el sol que tan hermoso apareció por la mañana. Al fin Mossén Mayol salió y regresamos a casa.
– Abuela, ¿podemos hablar contigo?
La abuela, pálida y fofa, estaba en su mecedora del gabinete. Miró con estupor a Borja y a Mossén Mayol. Luego, con gesto cansado señaló la butaca de enfrente.
Quise echar a correr, escapar a algún sitio donde no me aprisionara el miedo. Pero Borja me cogió de la mano:
– Quédate, Matia.
Sus labios temblaban.
– No… -protesté, débilmente.
– ¡Quédate si Borja lo desea! -decidió la voz helada del párroco.
Me quedé en pie, tras la butaca de Mossén Mayol. Borja avanzó hasta la abuela y se arrodilló. Yo veía sólo la cara de la abuela, sus redondos ojos de lechuza rodeados de un círculo oscuro, y su boca que masticaba algo. El anillo brillaba en su mano como un ojo perverso que sobreviviría a nuestra podredumbre. Mossén Mayol dijo:
– Doña Práxedes, Borja desea hacerle una confesión.
La abuela permaneció callada unos minutos. Luego se oyó cómo partía entre los dientes la píldora. Y dijo fríamente:
– Levántate, niño.
Pero Borja no se levantó. Tenía la cabeza inclinada, y sobre su cabello brillante emergía el medio cuerpo de la abuela: en la diestra los destronados gemelos de teatro, acostumbrados, ya, a buen seguro, a muchas farsas.
El niño dijo:
– Abuelita, vengo a pedirte perdón. Me he confesado ya, pero quiero que tú también me perdones. No podría vivir sin confesarte a ti… Yo, abuela…
Y empezó a llorar. Era el suyo un llanto extraño. Con la cara entre las manos, lloraba silencioso. Como aquella tarde en el jardín de Son Major, cuando no sabíamos si era un pesar o simple dolor de cabeza lo que le dominaba.
– Vamos -dijo la abuela, dejando de masticar-. ¡Vamos!
Borja descubrió su cara. Una cara que yo no vi, pero sabía sin lágrimas. Y dijo, de un tirón:
– He abusado de ti, te he engañado… Te estuve robando. Te he robado dinero, mucho dinero, y…
La abuela levantó las cejas. Me pareció que su pecho se inflamaba como una ola.
– Ah -dijo, serena-. ¿Conque eras tú, eh?
Siempre hubiera jurado que no se enteraba, pero por lo visto lo sabía.
– Sí, era yo… Y quisiera recuperarlo y devolvértelo. ¡Pero no puedo, ya no lo tengo!
– ¿A quién se lo diste? -dijo la abuela, limpiando con el pañuelo los gemelos.
Borja bajó la cabeza.
En aquel momento me hirió el saberlo todo. (El saber la oscura vida de las personas mayores, a las que, sin duda alguna, pertenecía ya. Me hirió y sentí un dolor físico.)
– No lo pude evitar, abuela… perdón. La primera vez, fue culpa mía: me lo aposté con él… Pero las otras… ¡Perdóname, abuela, he sufrido tanto! ¡Dios mío, lo he pagado tan caro! Me tenía en sus manos, me amenazaba con venir a decírtelo si no le entregaba más y más… Yo no quería, pero él decía que si no continuábamos me delataría… Era horrible. No podía vivir. Y es que él tenía que reunir dinero, decía que para comprarse una barca y marcharse a las islas griegas. ¡Está loco, sí, loco! "Nunca podrás", le decía yo. "Están muy lejos". Pero él contestaba que eran pretextos para no darle más dinero… Es un diablo, igual que un diablo… Me pegaba si no le obedecía… ¡Es mucho más fuerte que yo!
Se arremangó la manga del jersey y sollozando como una despreciable mujerzuela, enseñó la herida del gancho de la carnicería. La abuela levantó la mano con frialdad y le cortó con un seco:
– ¿Quién?
No pude aguantar más. Di media vuelta y escapé. Abrí la puerta y bajé corriendo la escalera. Al extremo del pasillo estaba el reloj, con su tic-tac. "Que no lo encuentren -me dije-. Que no lo encuentren. Que escape, que se vaya…"
Salí al declive. El viento continuaba gimiendo y me apoyé en el muro. Por entre los almendros subía la neblina verdosa y blanca. Las pitas se alzaban igual que gritos, allá abajo.
Unos metros más allá estaba el huerto de Manuel, pero no me atrevía a acercarme. Algo me dolía tanto que no me podía mover. El viento se ensañaba con la tierra, con la hierba aún viva. Corrían dos papeles, persiguiéndose. Desde allí podían verse los olivos del huerto de Manuel como manchas de un verde lívido. Un blanco fulgor de perla, como humo limpio, ascendía del mar.
Una gran cobardía me clavaba al suelo. "Sabes, el sol y las flores, y todo eso que tanto te gusta, no lo verás más… Y tu padre"… (Oh, la bola de cristal que nevaba. ¿Me gustaban tanto, realmente, las flores, y el sol, y los árboles? Y el Chino, llorando en la iglesia…) Temblaba, pero era mayor el frío que tenía dentro.
Es Ton salió. Le mandaban a buscarlo. Yo sabía que le mandaban a buscarlo. Y ni siquiera tenía fuerza para decirle: "No vayas, Ton, di que no lo encuentras, avísale que se marche". (Porque sólo había una voz que me sacudía: "cobarde, traidora, cobarde").