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El viento comenzó a soplar. Manuel se sentó, y con un solo remo viró hacia la izquierda, hacia el declive.

– Vámonos de aquí -dijo mi primo.

– Suéltame, me haces daño…

Pero no me soltaba. Ya no estaba Manuel, ni nadie, ni la Leontina. Sólo nosotros dos y el viento, que de pronto nos lanzó sobre la cara una onda de arena, que sentimos crujir entre los dientes. Era todo como un sueño, como un gran embuste al estilo de Lauro el Chino. Casi no se podía creer.

Los dos a un tiempo nos acercamos a la Joven Simón, como si deseáramos una prueba de que aquello no era una mentira. Borja se agachó y su dedo recorrió el madero rugoso y quemado, gris por el tiempo. En él se veían la mancha negruzca y los agujeros de las dos balas. Estuvo un rato inmóvil, en cuclillas. Metió el dedo en un agujero, y luego en otro. Al verle hacer esto me acordé de lo que decían de Santo Tomás, que metió los dedos en las heridas de Jesús, para asegurarse de su verdad. Tan irreal parecía todo aquella tarde. Me agaché y le puse la mano en un hombro. Dijo:

– Bueno, supongo que la va a devolver.

– ¿Esperamos?

– Sí, ¿qué vamos a hacer, si no? Por nada del mundo debe enterarse la abuela ¡Y no vamos a subir hasta ahí arriba!

Miré hacia lo alto, donde las rocas se oscurecían hasta parecer negras y las pitas tenían un aire feroz, de alfanjes. Mucho más arriba, hacia el cielo, negreaban los árboles.

– Pero podemos volver saltando por las rocas.

– No -se obstinó-. Ha de traer la barca. Se lo he dicho. No se atreverá a desobedecer…

La gaviota pasó sobre nuestras cabezas y nos sobresaltó estúpidamente. Borja empezó a limpiarse la arena de las piernas. Subimos a la Joven Simón, y nos tendimos. El sol enrojecía en un cielo limpio, donde se oían zumbar las moscas y mil insectos. El mar tenía un rumor espeso, monótono.

– Lo peor van a ser las manchas -dijo mi primo.

– Se quitan. Además, ni la abuela ni tu madre vienen aquí, ni se acuerdan siquiera de la Leontina.

Borja estuvo un momento callado, y dijo:

– No es sólo… Bueno, ¿sabes?, nadie debe saber esto. Ni los chicos ni nadie. No se debe ayudar a esa gente. Nadie les ayuda. Hace ya muchos días que recogen ellos solos su cosecha… Todos tienen miedo de ayudarles, porque Malene y los suyos… pues eso, están muy significados, muy mal vistos.

Hizo una pausa, y añadió, siempre mirando a un punto remoto:

– A veces le he visto cavar en su huerto.

– Yo también -dije. Porque, sin nombrarlo, los dos pensábamos sólo en Manuel y no se me borraba su imagen, de pronto muy clara. Sin embargo, antes de aquel día no le di nunca importancia, ni siquiera pregunté a los chicos: "¿Y ese de la casa de al lado, quién es?".

– ¿Y quién es? ¿Y por qué?

– Eso -Borja hizo un gesto vago con la mano-, que son mala gente. Su padre, ese que han matado, era el administrador del de Son Major… Y dicen que el de Son Major lo casó con su querida, Sa Malene, ya sabes, la madre de Manuel. El de Son Major les dio la casa, los olivos, el huerto… ¡Todo se lo deben a él!

– ¿Jorge? -pregunté con malicia, porque sabía que tocaba el punto flaco de mi primo. Si había alguien a quien mi primo admiraba de lejos era a Jorge de Son Major. Deseaba imitarle, ser algún día como él. Que se contaran de él algún día cosas como las que oíamos de aquel misterioso pariente nuestro, que vivía al final del pueblo, en la esquina del acantilado, retirado y sin ver a nadie, con un viejo criado extranjero llamado Sanamo. Por lo que oí a Antonia y a Es Ton, Jorge de Son Major fue un tipo raro, un aventurero que dilapidó su fortuna de un modo absurdo -según la abuela- en extraños y pecadores viajes por las islas. Pero a los ojos de mi primo era únicamente un ser fantástico. La abuela y Jorge estaban distanciados hacía muchos años.

– Bueno, eso es -dijo mi primo.

– ¿Qué hacía José Taronjí?

– Ya te dije que era un mal nacido, un mal hombre. Era su administrador, pero se significó mucho, y supongo que últimamente andaría sin trabajo. Un desagradecido, después de todo lo que hizo por ellos Jorge. Le odiaba, le odiaba con toda su alma. ¡Y el Chino dijo que tenía las listas y que entre todos se repartieron Son Major! Luego, ya lo ves: lo llevarían a alguna parte y se ha querido escapar… Han tenido que matarlo.

De pronto, aquellas palabras cobraron un extraño relieve. Él mismo se debió dar cuenta, porque se calló en seco y su silencio se sentía sobre nosotros. El sol lucía plenamente, y dentro del silencio, durante un rato -de forma parecida a cuando se cierran los ojos y se continúa viendo el contorno luminoso de las cosas, cambiando de color, en el interior de los párpados- oí su voz, que decía: han tenido que matarlo, han tenido que matarlo. Todo el cielo parecía meterse dentro de los ojos, con su brillo de cristal esmerilado, dejando caer el gran calor sobre nuestros cuerpos. Sentí un raro vacío en el estómago, algo que no era solamente físico: quizá por haber visto a aquel hombre muerto, el primero que vi en la vida. Y me acordé de la noche en que llegué a la isla, de la cama de hierro y de su sombra en la pared, a mi espalda.

– Me va a dar una insolación…

Me senté sobre la barca. Borja continuaba tendido, callado e inmóvil. El resplandor me acompañaba aún. Lo tenía tan metido dentro, que todo: yo, las barcas muertas, la arena, las chumberas, parecíamos sumergidas en el fondo de una luz grande y doliente. Oía el mar como si las olas fueran algo abrasador que me inundara de sed. Supongo que así pasó mucho tiempo.

Salté al suelo y me fui hacia las conchas de oro. Entonces Borja me llamó:

– ¡Ven aquí, no seas estúpida! Te pueden ver, si alguien pasara por arriba, y es mejor que nadie sepa…

Volví. Él se había echado boca abajo, y metía la mano por la escotilla. Por lo visto, quería hacer como si nada hubiera pasado. Como si lo hubiéramos olvidado, por lo menos.

Sacó los naipes. Nos sentamos con las piernas cruzadas, como solíamos. Encendió la linterna y la colgó del cable. Aún no era de noche. Le gané dos veces, y oscureció. De todos modos, aún le debía dinero. ¡Nunca acabarían mis deudas con él! Borja sacó la botella, pero no teníamos ganas de beber. Dimos un trago, a la fuerza, y la volvió a guardar. Era el horrible licor dulce, empalagoso. No se veía ya. La linterna, amarilla, como una lengua luminosa, aparecía rodeada de insectos ansiosos, chocando unos con otros. Los mosquitos nos picaban, y de cuando en cuando se oían nuestros manotazos en brazos y piernas. De pronto, dije:

– ¿Desde cuándo son así?

– ¿Quiénes?

– Esos… ¿desde cuándo piensan de ese modo?

– Qué sé yo. Están llenos de rencor. El Chino dice… Tendrán envidia, porque nosotros vivimos decentemente. Están podridos de rencor y de envidia. Nos colgarían a todos, si pudieran.

Era un tema que siempre me llenaba de zozobra, porque mi padre, al parecer, estaba con ellos, en el otro lado. Borja me mortificó alguna vez con alusiones a mi padre y sus ideas. Pero Borja parecía haberlo olvidado en aquel momento. Continuó:

– Fíjate si son de mala especie: él les estuvo favoreciendo tanto – (y yo noté cómo, tozudamente, al hablar de ellos, sólo pensaba en José Taronjí y su familia) -. Y a Manuel le tenía en un convento, viviendo y estudiando. Todo pagado, todo… Bueno, no sé ni cómo tienen cara para salir de casa. Y aún, mi padre, jugándose el pellejo por culpa de gente así. Mi padre luchando en el frente contra esa gentuza… Y yo aquí, tan solo.

Dijo estas últimas palabras deprisa, casi en voz baja. Era la primera vez que le oía aquella frase: tan solo. Fue extraño. Claro que no nos veíamos las caras, apenas las manos, por culpa de la linterna. Y era así, en la penumbra o en la oscuridad -como cuando saltábamos a la logia por las noches, en pijama, para seguir una partida interrumpida o para hablar y hablar-, cuando él descomponía un tanto su aire perdonavidas y orgulloso. Me pareció que era verdad, que estaba muy solo, que yo también lo estaba y que, tal vez, si no hubiera sido por aquella soledad, nunca hubiéramos sido amigos. No sé qué diablo me picaba a veces -como cuando estaba en Nuestra Señora de los Ángeles-, que si algo me arañaba por dentro me empujaba a la maldad. Sentí ganas de mortificarle: