– No te quejes, tienes a Lauro el Chino.
No me contestó y sacó los cigarrillos. En la oscuridad brilló la llamita de la cerilla.
– Dame uno -pedí, a mi pesar, pues siempre me los regateaba.
Sin embargo, me lo dio. Era un tabaco negro y amargo, que compraba en el Café de Es Mariné.
– De los otros.
Con sorpresa, vi que rebuscaba en la caja y me dio uno de los codiciados Muratis de la tía Emilia. Fumamos en silencio, hasta que dijo:
– ¿Tú crees que es malo?
– ¿El qué?
– El dejarle la barca.
Lo pensé un momento:
– A la abuela no le gustaría. Ni a Lauro.
– ¡Bah, Lauro!
– Siempre dice que los odia. Siempre viene con las historias de sus crímenes, y todo eso.
– Eso dice, pero no lo creo. ¿Sabes? es como ellos. Igual. Igual que ellos. Está lleno de envidia… Yo sí les odio. Les odio de verdad.
Me di cuenta de que su voz temblaba ligeramente, como si estuviera asustado de algo. Aplastó su colilla contra el borde de la barca.
– Vámonos. Ése no vuelve… es muy tarde.
– ¿No vamos a esperarle un poco más? Ahora será peor subir ahí.
– Seguiremos las rocas de la costa… ¡Es un cerdo, ése! Ven, date prisa. Lauro estará medio muerto, escondiéndose de la abuela.
Dijo esto con una risita demasiado chillona. Y añadió, como para éclass="underline"
– ¡Me las pagará ese chueta!
Guardó todas las cosas en el impermeable viejo, y prendió de nuevo la llave de la caja a la cadena de su medalla. (Teníamos medallas gemelas, de oro, redondas y con la fecha del día de nuestro nacimiento, regalo de la abuela. La suya representaba a la Virgen María, la mía a Jesús. No nos la quitábamos jamás del cuello, ni para dormir. "Es igual que la mía" dijo él, el primer día que las vimos el uno en el otro. «Con otro Santo…»". Estuvimos mirándolas, la mía en su mano, la suya en la mía. Era como si de verdad, por un momento, fuéramos hermanos.)
Borja cogió una vara del suelo y golpeó con rabia los juncos. Se oía el golpe seco, el ruido del mar, las olas estrellándose en el acantilado. Me ayudó a trepar a las rocas, y me arañé las piernas y los brazos. Pero con Borja era inútil quejarse. Insinué:
– Será más largo por aquí…
– Si quieres, vete -contestó, de mal tumor.
Pero él sabía que yo no tenía más remedio que seguirle. Me pregunté por qué razón nos dominaba a todos: hasta a los mismos de Guiem, que siempre aceptaban sus treguas. El cielo aparecía poblado de estrellas grandes, y nacía una luz violeta. Lentamente, del mar, subía un resplandor verdoso. De cuando en cuando, Borja me daba la mano. En un punto en que las rocas estaban mojadas, Borja resbaló. Le oí una maldición.
– Si supiera la abuela que hablas así -dije-. ¡Ni siquiera puede imaginárselo!
– La abuela no se imagina nada -contestó, misteriosamente.
Se paró y se volvió hacia mí. Me enfocó la cara con la linterna y volvió a reírse de aquella forma casi femenina que tanto me irritaba. Dijo:
– Bueno, estoy pensando una cosa: ¿qué va a ser de ti? ¡A los catorce años, fumando y bebiendo como un carretero, y andando por ahí, siempre con chicos! Tampoco lo sabe la abuela, ¿verdad? Procuré sonreír lo más parecido a éclass="underline"
– Así es, así es.
Busqué algo con que pudiera sorprenderle, y súbitamente se me ocurrió.
– También mi padre se juega la vida por culpa vuestra.
A su pesar, se quedó cortado. Bajó la luz, y, deslumbrada, distinguí su silueta oscura, rodeada de una aureola.
– Ah, bien, bien. ¡Conque estás con ellos!
No contesté. Nunca me lo había preguntado. La verdad es que yo misma estaba sorprendida de lo que dije. Algo había que me impedía obrar, pensar por mí misma. Obedecer a Borja, desobedecer a la abuela: esa era mi única preocupación, por entonces. Y las confusas preguntas de siempre, que nadie satisfacía. Sin saber por qué, volvían de nuevo a mi recuerdo las sombras de los hierros forjados y las hormigas en la pared. En lo que me rodeaba había algo de prisión, de honda tristeza. Y todo se aglutinaba en aquella sensación de mi primera noche en la isla: alguien me preparaba una mala partida, para tiempo impreciso, que no sabía aún. A mi izquierda las rocas se alzaban, negras, hacia la vertiente de las montañas y los bosques. Abajo brillaba el mar. Volví a sentir, como tantas otras veces, un raro miedo. No podían dejarme así, en medio de la tierra, tan despojada e ignorante. No podía ser.
– Evidente -dije.
(Era una palabra que oía mucho a Lauro el Chino, cuando hablaba con la abuela.) Borja trazó un círculo de luz. Luego me pasó la mano por la cara, con un gesto irritante. Sentí el roce de su mano en la mejilla y en la frente. Sabía que lo hizo así con Guiem, para humillarle, cierta vez en que pelearon y pudo atraparlo contra el muro.
Le insulté con una palabra cuyo significado desconocía. Su mano se detuvo en seco.
– Tu papá te enseñaría estas cosas, ¿verdad?
Sentí deseos de mentir. De inventar historias e historias malvadas de mi padre (tan desconocido, tan ignorado; ni siquiera sabía si luchaba en el frente, si colaboraba con los enemigos, o si huyó al extranjero). Tenía que inventarme un padre, como un arma, contra algo o alguien. Sí, lo sabía. Y comprendí de pronto que lo estuve inventando sin saberlo durante noches y noches, días y días. Sonreí con suficiencia:
– ¡Qué sabrás tú! Te crees muy listo, y… ¡Bah, si supieras la pena que me das! Eres muy inocente. ¡Lo que yo te podría contar!
Me iba acostumbrando otra vez a la oscuridad, y vi el brillo de los ojos de Borja. Me cogió por un brazo y me zarandeó.
En aquel momento no le odiaba, ni sentía por él el menor rencor. Pero una vez lanzada me era muy difícil detener la lengua. Dije:
– Eres un infeliz.
– Infeliz y todo -contestó- tú me obedeces. Y pobre, pobre de ti, como no lo hagas.
Acercó su rostro al mío. Noté que se empinaba sobre las puntas de los pies, porque si algo había que le mortificara era mi estatura. Demasiado alta para mi edad, le rebasaba a él y a todos los muchachos de ambos bandos. (Creo que esto no me lo perdonó nunca.)
– ¿Qué hace Lauro el Chino? -dijo burlonamente-. ¿Qué hace conmigo, mi profesor y preceptor?
– Te vales de cosas feas como la del pobre Lauro… ¡Le tienes cogido!
– ¿Tú qué sabes de esa historia?
Procuré reír con aire de misterio, como hacía él a menudo, porque realmente no sabía nada. Y fanfarroneé:
– Me iré pronto de aquí. Más pronto de lo que os imagináis todos.
A su pesar, estaba intrigado.
– ¿Cuándo?
– No te lo pienso decir. Hay muchas cosas que tú no sabes.
– ¡Bah!
Se volvió de espaldas y echó a andar de nuevo, fingiendo desinteresarse de mis palabras. La luz amarilla de la linterna lamía despaciosamente los hoyos y las quebraduras de la roca. Con gran cuidado seguía la silueta de sus tobillos finos y de sus pies, para poner los míos en el mismo sitio.
Cuando llegamos al fondo del declive era ya de noche. Bajamos de un salto al embarcadero, y Borja se apresuró a iluminarlo con su linterna. Atada, en su lugar, estaba la Leontina.
– La ha traído… ¡Mírala, Borja, ahí está!