Linda Howard
Prisionera
Capítulo 1
1871, Territorio de Arizona
Alguien había estado siguiéndolo durante la mayor parte del día. Lo sabía porque había visto un revelador destello de luz en la distancia cuando paró a comer a mediodía y, aunque sólo había sido un brillante parpadeo que duró únicamente un segundo, fue suficiente para ponerlo sobre aviso. Quizá se tratara del reflejo del sol sobre una hebilla o una resplandeciente espuela. En todo caso, quienquiera que le siguiera había cometido un error que le había hecho perder la ventaja del factor sorpresa.
Aun así, Rafe McCay había permanecido impasible y continuó cabalgando como si no se dirigiera a ninguna parte en especial y dispusiera de todo el tiempo del mundo para llegar a su destino. Pronto oscurecería, y había decidido que lo mejor sería descubrir quién andaba tras él antes de preparar el campamento para pasar la noche. Según sus cálculos, el hombre que le seguía quedaría al descubierto en aquel largo camino bordeado de árboles en breves momentos. Sacó el catalejo de su alforja y se ocultó bajo la sombra de un gran pino, asegurándose así de que ningún reflejo pudiera delatarlo. Enfocó el catalejo hacia el tramo del camino donde calculaba que localizaría a su perseguidor y enseguida lo avistó; se trataba de un jinete sobre un caballo marrón oscuro con la parte inferior de la pata derecha delantera de color blanco. Hacía avanzar al animal a un ritmo lento y se inclinaba sobre la silla para poder examinar el suelo en busca de huellas.
McCay había pasado por allí actuando del mismo modo aproximadamente una hora antes. A pesar de que no conseguía ver con claridad el rostro del jinete, había algo en él que le resultaba familiar, así que mantuvo el catalejo enfocado hacia la lejana figura intentando hacer memoria. Quizá fuera la forma en que se sentaba sobre la silla, o tal vez incluso el propio caballo lo que despertaba en él una persistente sensación de que había visto o se había encontrado anteriormente con ese hombre en particular, y que no le había gustado lo que había descubierto. Pero no conseguía recordar el nombre de aquel tipo. Los aparejos del caballo no tenían nada de especial y no había nada en sus ropas que llamara especialmente la atención, a excepción de su sombrero negro adornado con conchas plateadas…
Trahern.
McCay dejó escapar el aire a través de los dientes.
La recompensa por su cabeza debía haber subido mucho para atraer a alguien como Trahern. Era conocido por ser un buen rastreador, un pistolero peligroso y un tipo que nunca abandonaba.
Después de cuatro años siendo perseguido, McCay era consciente de que no podía hacer nada precipitado o estúpido. Contaba a su favor con el factor tiempo y la ventaja de la sorpresa, además de la experiencia en ser perseguido. Trahern no lo sabía, pero su presa acababa de convertirse en su cazador.
Previendo que también el cazar recompensas dispusiera de un catalejo, McCay volvió a montar en su caballo y se adentró aún más entre los árboles antes de girar hacia la derecha y dejar atrás una pequeña elevación que se interponía entre él y su perseguidor. Si había una cosa que la guerra le había enseñado, era a saber siempre qué terreno pisaba y, automáticamente, escoger un camino que le ofreciera, siempre que fuera posible, tanto una vía de escape como protección. Podría cubrir su rastro y despistar a Trahern en el bosque, pero había otra cosa que la guerra le había enseñado: nunca dejaba a un enemigo a su espalda. Si no se ocupaba de él ahora, tendría que hacerlo más tarde, cuando tal vez las circunstancias no estuvieran a su favor. Trahern había firmado su propia sentencia de muerte al intentar cazarlo. Hacía mucho tiempo que a McCay ya no le suponía ningún problema matar a los hombres que fueran tras él; se trataba de su vida o de la de ellos, y estaba cansado de huir.
Retrocedió con cautela un poco más de kilómetro y medio, dejó a su caballo oculto tras unas formaciones rocosas y después avanzó a pie hasta que pudo divisar el camino que había recorrido horas antes. Según sus cálculos, el cazarrecompensas pasaría por allí en una media hora. McCay llevaba su rifle en una funda que colgaba a su espalda. Era un arma de repetición que tenía desde hacía un par de años y que le permitía disparar a larga distancia con gran precisión. Se escondió tras un gran pino con una enorme roca en la base y se colocó en posición, dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario.
Pero los minutos pasaron y Trahern no aparecía. McCay yacía inmóvil escuchando los sonidos a su alrededor. Los pájaros piaban tranquilos, acostumbrados ya a la presencia de aquel hombre que llevaba tanto tiempo sin moverse. ¿Acaso algo había levantado las sospechas de Trahern? A McCay no se le ocurría nada que pudiera haberlo hecho. Quizá el cazarrecompensas hubiera decidido descansar dejando, como medida de precaución, más distancia entre él y su presa, a la espera de encontrar el momento en que estuviera listo para actuar. Ese era el estilo de Trahern: aguardaba hasta que llegaba el momento oportuno. A McCay también le gustaba actuar de ese modo, pues era consciente de que muchos hombres habían perdido la vida por atacar cuando las condiciones estaban en su contra.
El coronel Mosby siempre había dicho que no había nadie como Rafe McCay preparando emboscadas, ya que tenía una paciencia infinita y sabía esperar. Podía soportar las incomodidades y el hambre, el dolor y el aburrimiento, abstrayéndose y centrando su mente únicamente en el trabajo que tenía entre manos. El hecho de que el sol se estuviese poniendo, sin embargo, le ofrecía otras posibilidades. Trahern podía haberse detenido y haber preparado el campamento para pasar la noche, en lugar de intentar seguir su rastro bajo aquella luz cada vez más escasa. Quizá incluso pensara que sería más fácil tumbarse a descansar y luego tratar de localizar la hoguera que posiblemente hiciese su presa. Sin embargo, esa posibilidad no convencía a McCay. Trahern era lo bastante inteligente como para saber que muchas veces un hombre que huía se conformaba con un campamento gélido y que sólo un estúpido dormiría junto a una hoguera. Para mantenerse con vida, lo mejor era hacer un pequeño fuego para cocinar, apagarlo enseguida y acostarse en otro lugar más alejado.
Las opciones que McCay tenía en ese momento eran seguir tendido justo donde estaba y sorprender a Trahern cuando pasara por aquel tramo del camino, retroceder un poco más y atrapar al cazarrecompensas en su propio campamento o aprovechar la oscuridad para poner más distancia de por medio.
De pronto, escuchó a su caballo relinchar suavemente desde más abajo, entre las rocas, y maldijo violentamente para sí mismo. Apenas unos segundos después, oyó otros relinchos a modo de respuesta a su espalda. McCay reaccionó al instante rodando sobre sí mismo y dirigiendo el cañón de su rifle hacia el lugar del que provenía el sonido.
Trahern estaba a unos veinte metros a su izquierda, y era difícil saber quién de los dos estaba más sorprendido. El cazarrecompensas había desenfundado su arma; sin embargo, miraba hacia el lugar equivocado, hacia el caballo del hombre que perseguía. Aun así, se giró alertado por el sonido de un rifle al ser amartillado y logró esquivar la bala que le iba dirigida mientras disparaba a su vez.
La cima de la colina estaba justo detrás de McCay, y éste se limitó a dejarse caer por la pendiente tragando polvo y pinaza en el proceso, pensando que, al menos, eso era mejor que recibir un disparo. Una vez que encontró unas rocas que le sirvieron de parapeto, escupió y avanzó semiagachado hacia la derecha, en dirección a su caballo.
Maldita sea, ¿qué diablos hacía Trahern fuera del camino? El cazarrecompensas no esperaba encontrar nada o, de otro modo, no se hubiera mostrado tan asombrado al descubrir a su presa. El plan de McCay de sorprender a su perseguidor había fracasado y ahora Trahern le pisaba los talones.