Annie entuba tan aturdida que, por un momento, no se dio cuenta de que habían parado. Cuando, finalmente, comprendió a qué se debía la ausencia de movimiento, alzó la cabeza y vio que Rafe ya había desmontado y que estaba de pie junto a ella.
– Baja.
Annie lo intentó, pero sus piernas estaban tan agarrotadas que no le obedecían, así que se limitó a soltarse y se dejó caer del caballo emitiendo un pequeño grito de desesperación. Aterrizó en el frío y duro suelo con un golpe que sacudió todos los huesos de su cuerpo y que hizo que sus ojos se llenaran de lágrimas de dolor. La joven las contuvo, aunque no pudo reprimir un grave gemido cuando se obligó a sí misma a sentarse.
Rafe cogió las riendas de los caballos y se alejó sin pronunciar palabra. Al ver que la ignoraba, Annie no supo si debía sentirse agradecida o indignada por ello. Aunque lo cierto era que estaba extenuada y demasiado helada como para poder sentir algo, ni siquiera gratitud por haber parado.
Se quedó allí sentada, incapaz de levantarse o siquiera de proponérselo. Podía oír a aquel extraño murmurando a los caballos por encima del susurro de las hojas de los árboles en medio del frío viento. Luego escuchó cómo se acercaba por su espalda e, incluso a pesar de su lamentable estado físico, pudo percibir que los pasos eran irregulares.
– No puedo ayudarte -le dijo él con voz grave y dura-. Si no puedes levantarte, tendrás que arrastrarte hasta las rocas. Lo máximo que puedo hacer es mantenernos protegidos del viento y tapados con unas mantas.
– ¿Nada de fuego? -Annie contuvo la respiración al sentir que la decepción se convertía en una punzada de dolor. Durante aquellas largas y miserables horas que había pasado sobre el caballo, había anhelado el calor y la luz del fuego. Y ahora él se lo estaba negando.
– No. Vamos, doctora, mueve tu trasero hasta las rocas.
La joven logró hacer lo que le decía, aunque no resultó elegante ni femenina. Se arrastró unos cuantos metros, luego se puso de rodillas y finalmente consiguió ponerse en pie. Después de dar unos cuantos pasos vacilantes, sus piernas la obedecieron y tuvo que apretar los dientes al sentir cuánto le dolían los pies, pero, aun así, consiguió llegar a las rocas. El desconocido caminó con cuidado junto a ella y la precisión con que lo hacía le indicó a la joven que la fuerza de su captor estaba casi agotada. Al menos, él tampoco había salido indemne de aquella dura prueba.
– Aquí estaremos bien. Ahora amontona una buena pila de esa pinaza.
Annie se tambaleó mientras lo miraba fijamente sin conseguir distinguir nada más que una gran forma oscura que permanecía junto a ella. No obstante, volvió a dejarse caer sobre sus rodillas e hizo torpemente lo que le ordenó. Por suerte, sus dedos congelados permanecían insensibles a los arañazos y pinchazos que Annie sabía que se estaba haciendo.
– Así está bien -le indicó Rafe dejando caer un suave bulto junto a ella-. Ahora extiende esta manta sobre la pinaza.
Annie volvió a obedecer sin hacer ningún comentario.
– Quítate el abrigo y acuéstate.
La mera idea de quitarse la gruesa prenda y exponerse a un frío aún mayor casi le hizo rebelarse, sin embargo, en el último momento, el sentido común le recordó que él debía de tener la intención de usar sus abrigos como mantas. Sin dejar de temblar convulsivamente, se quitó la gruesa prenda y se tumbó en silencio.
El desconocido también se despojó de su abrigo y se tendió junto a la joven, colocándose de forma que Annie quedó junto a su costado derecho. Sus largas piernas rozaron las suyas y ella empezó a separarse con rapidez, pero Rafe la detuvo aferrando su brazo con una fuerza que le hizo preguntarse si realmente estaba tan agotado como le había parecido.
– Acércate más. Tendremos que compartir nuestro calor y las mantas.
No era más que la pura verdad. Annie se acercó lentamente a él hasta que pudo sentir el calor del cuerpo masculino incluso a través de la fría ropa, y se acurrucó contra su costado.
Moviéndose con un cuidado que evidenciaba el dolor que sentía, Rafe extendió la otra mitad de la manta sobre la que estaban tendidos por encima de ellos. Luego, desdobló una segunda manta sobre la primera y cubrió los pies de ambos con su abrigo y sus torsos con el de Annie. Finalmente, volvió a recostarse, deslizó su brazo derecho por debajo de la cabeza de la joven y ella pudo sentir cómo un escalofrío sacudía el cuerpo del desconocido recorriéndolo de pies a cabeza.
El fuego de la fiebre de Rafe traspasaba las capas de ropa y cuando Annie se acercó aún más, se preguntó si lograría superar la noche, tumbado sobre el gélido suelo como estaba. Era cierto que la pinaza y la manta los protegían en cierta medida del frío, pero, en su debilitado estado, él podría morir de todos modos. Preocupada, la joven llevó la mano hasta su amplio pecho y luego la deslizó hacia arriba, buscando su cuello. Encontró el pulso y se sintió un tanto aliviada por la fuerza de los latidos que notó bajo sus fríos dedos, aunque eran demasiado rápidos.
– No voy a morir en tus brazos, doctora. -Había un ligero pero inconfundible tono divertido en la voz de Rafe, bajo todo el cansancio que también reflejaba.
Annie deseó responderle, sin embargo, hacerlo requería un esfuerzo demasiado grande para ella. Apenas podía mantener los párpados abiertos y sentía un doloroso hormigueo en sus pies. Con fiebre o sin ella, el calor del cuerpo de aquel desconocido era su salvación, v su mente estaba demasiado cansada para protestar por aquella solución tan inapropiada para dormir. Todo lo que pudo hacer fue deslizar la mano hacia abajo hasta colocarla sobre el corazón de su captor; luego, ya más tranquila por los regulares latidos, sintió cómo la inconsciencia la inundaba como una negra oleada que arrastraba todo consigo.
Capítulo 3
Rafe se despertó de forma brusca, aunque sólo lo delató su pulso acelerado, ya que sus músculos ni siquiera se movieron. No solía dormir de forma tan profunda, sobre todo en aquellas circunstancias. En silencio, empezó a maldecirse a sí mismo mientras tomaba conciencia de todo lo que había a su alrededor. Los pájaros piaban tranquilamente y podía escuchar a los caballos comiendo en algún pasto que habrían encontrado. Al parecer, todo estaba bien a pesar de su falta de vigilancia.
La doctora todavía seguía tendida contra su costado derecho con la cabeza apoyada sobre su hombro y el rostro pegado a su camisa. Al mirar hacia abajo, pudo ver que su largo cabello rubio se había liberado de las horquillas y caía en un suave desorden. La falda estaba enredada alrededor de las piernas de ambos, y podía sentir la tentadora suavidad de sus senos, su cadera y sus muslos. Despacio, respiró hondo intentando no despertarla. Uno de sus delicados brazos reposaba sobre su pecho, pero igualmente podría haber estado sobre su entrepierna, ya que el cálido peso de su mano hacía que su erección matinal creciera como si así fuera. El placer que le daba se extendió por todo su cuerpo como exquisita miel. Aún estando ella dormida, podía sentir la extraña y agradable energía que desprendían sus manos al tocarlo, consiguiendo tensar sus pezones.
La tentación de quedarse tendido y de disfrutar de su contacto, o incluso de moverle la mano hacia su grueso miembro para poder sentir allí esa cálida energía, casi le venció. Pero eso no sería justo para ella y, además, necesitaban encontrar la cabaña del trampero para poder descansar. Rafe cerró la mano alrededor de la de ella y la llevó hasta sus labios, luego, volvió a dejarla con delicadeza sobre su pecho y la zarandeó para despertarla.