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Los ojos marrones de la joven se abrieron perezosamente y, un segundo después, sus pestañas volvieron a descender. Ojos marrones como los de una gacela, pensó Rafe al verlos por primera vez a la luz del día.

– Despierta, doctora -la instó volviendo a zarandearla con suavidad. No podemos quedarnos aquí.

Aquella vez, sus ojos se abrieron de par en par y Annie se incorporó precipitadamente entre la maraña de abrigos y mantas, mirando asustada a su alrededor. Rafe percibió en su mirada el momento exacto en que recordó lo que había pasado la noche anterior; vio el miedo y la desesperación cuando se dio cuenta de que no había sido un sueño, antes de que recuperara el control sobre sí misma y se enfrentara a él.

– Tienes que llevarme de vuelta.

– Todavía no. Quizá lo haga dentro de unos pocos días. -Rafe se puso en pie con cierta dificultad, a pesar de que el sueño había reparado en parte sus fuerzas. Aun así, cuando se movió, su cuerpo le recordó que necesitaba mucho más que unas cuantas horas de descanso-. Hay una cabaña cerca de aquí. Ayer no pude encontrarla en medio de la oscuridad, pero nos quedaremos allí hasta que mis heridas estén curadas.

Annie alzó la mirada hacia él con los ojos muy abiertos a causa del miedo. Todavía había sombras violeta bajo ellos, oscureciendo la traslúcida piel y haciéndola parecer frágil. Rafe deseaba tomarla entre sus brazos y tranquilizarla, sin embargo, en lugar de eso, dijo:

Enrolla las mantas.

Annie se movió para obedecerle e hizo un gesto de dolor al sentir la protesta de sus entumecidos músculos. No estaba acostumbrada a cabalgar durante tantas horas sin descanso, sobre todo, viéndose forzada a usar sus piernas para mantenerse sobre el caballo. Sus muslos temblaron por el esfuerzo cuando se puso en cuclillas para enrollar las mantas.

Rafe se había alejado unos pocos metros, los suficientes para quedar oculto por la roca, pero desde allí aún podía verla. Annie escuchó de pronto el sonido de un líquido salpicando, como si fuera agua que fluyera y levantó la mirada intrigada justo antes de darse cuenta de lo que él estaba haciendo. La fría e inclemente mirada de Rafe se encontró con la suya, y Annie bajó la cabeza al tiempo que un violento rubor ardía en sus mejillas. Sus conocimientos médicos le indicaron que, al menos, la fiebre no había dañado los riñones de su captor.

Segundos después, Rafe volvió junto a ella.

– Ahora puedes ir tú. Pero no intentes desaparecer de mi vista. Quiero ver tu cabeza en todo momento. -Para asegurarse de que la joven no intentara escapar, desenfundó su pistola.

A Annie le horrorizó la idea de que aquel hombre esperara que hiciera una cosa así con él escuchando y empezó a rechazar la oferta; sin embargo, su vejiga insistió en que no podría esperar por más tiempo. El rostro le hervía cuando rodeó con cuidado la roca que les había cobijado durante la noche, poniendo especial atención en dónde ponía los pies.

– No te alejes más.

La joven luchó contra los impedimentos que le presentaban sus ropas, mientras intentaba desatar las cintas de sus pololos bajo su falda y su enagua sin revelar nada de su cuerpo ni de su ropa interior, consciente de que él la estaba observando. ¿De qué otra forma podría saber si ella permanecía a la vista o no? Ojalá llevara unos pololos abiertos por el centro, pero la verdad era que sólo se los ponía en raras ocasiones, porque nunca sabía cuándo tendría que montar a caballo y no deseaba acabar con la parte interior de sus muslos en carne viva a causa de las rozaduras.

Al cabo de unos momentos, consiguió dominar su ropa y colocarla de forma que pudo aliviarse. Intentó hacerlo lo más silenciosamente posible, aunque, al final, se vio forzada a aceptar las imposiciones de la naturaleza humana. De todas formas, ¿qué importancia tenía aquello cuando existían tantas probabilidades de que aquel hombre la matara como de que no lo hiciera? La lógica la inducía a pensar que él no llegaría a tal extremo a no ser que hubiera alguna razón por la cual no deseara ser visto, lo que significaría que era un fugitivo. En ese caso, tendría que estar loco para llevarla de vuelta a Silver Mesa tal y como le había prometido.

Para salvarse a sí misma, debería permitir que el estado de su captor empeorara, o quizá incluso usar sus conocimientos médicos para acelerar el proceso.

De pronto, se sobrecogió ante la atrocidad de sus propios pensamientos. Había sido educada desde niña para salvar vidas, no para acabar con ellas, y, aun así, estaba planeando matar a aquel hombre.

– ¿Durante cuánto tiempo vas a permanecer ahí en cuclillas con la falda levantada?

Annie se incorporó tan precipitadamente, que se tambaleó a causa de que los pololos se quedaron enrollados alrededor de sus rodillas y de sus agarrotados músculos. La dura intromisión de la voz masculina la había devuelto a la realidad, arrancándola de sus oscuros pensamientos. Su rostro estaba lívido cuando se giró y lo miró encima de la roca.

Los párpados semicerrados de Rafe ocultaron la expresión de sus fríos ojos mientras estudiaba a la joven, preguntándose qué habría pasado por la mente de Annie para que le hubiera robado cualquier rastro de color en el rostro y para que sus ojos hubieran adquirido aquella expresión tan inquietante. Demonios, era doctora. No debería sentirse tan horrorizada o avergonzada por algo que todo el mundo hacía. Rafe recordó un tiempo en el que nunca se habría comportado así con una mujer, pero los últimos diez años lo habían cambiado por completo, haciendo desvanecerse al hombre que una vez había sido, de modo que los recuerdos habían quedado muy lejos; eran un mero eco y ni siquiera podía lamentar el cambio. Él era quien era, nada más.

Tras quedarse un momento paralizada, la joven se inclinó para ajustar su ropa interior y, cuando se incorporó, Rafe pudo ver que su rostro todavía reflejaba aquella extraña mirada de desolación. Entonces, volvió a rodear la roca acercándose a él y Rafe le tendió la mano enguantada con la palma hacia arriba.

Por un momento, Annie miró sin reconocer los pequeños objetos que le mostraba. Luego, sus propias manos volaron hasta su pecho y lo encontraron completamente suelto, cayendo sobre sus hombros y por su espalda.

Rafe debía de haber encontrado las horquillas esparcidas por el suelo.

Annie se recogió el pelo apresuradamente en un descuidado moño y fue cogiendo una a una las horquillas de la fuerte mano masculina para controlar sus indomables mechones.

Rafe permaneció en silencio, observando cómo los finos dedos cogían cada horquilla de su enguantada mano con la delicadeza propia de un pequeño pájaro que seleccionara semillas. Sus movimientos eran tan esencialmente femeninos que la deseó desde lo más profundo de su ser. Hacía demasiado tiempo que no había estado con una mujer, que no había podido disfrutar de su suave carne y el de su dulce perfume, que no se había deleitado con la gracilidad de los exquisitos movimientos que todas hacían, incluso las rameras más ordinarias. Una mujer nunca debería permitir a un hombre mirarla mientras se aseaba, pensó con repentina violencia, a no ser que estuviera dispuesta a recibirlo en su cuerpo y permitirle que saciara el apetito sexual que habría despertado al dejar que la observara llevando a cabo sus rituales privados.

Entonces, el deseo pareció desaparecer dejando tras de sí un terrible cansancio que le llegaba hasta los huesos.

– Nos vamos -dijo de pronto. Si se quedaba allí de pie por más tiempo, no dispondría de la energía necesaria para encontrar la vieja cabaña.