Decidiendo que estaba demasiado hambrienta para preparar nada, preparó un trozo de pan y queso, los troceó y se lo ofreció a su paciente.
Rafe sacudió la cabeza.
– No tengo hambre.
– Come -insistió ella, poniendo el pan y el queso en su mano-. Necesitas recuperar fuerzas. Intenta comer uno o dos bocados, y no sigas si sientes náuseas.
El pan y el queso no eran lo mejor para un hombre enfermo, pero era comida y no necesitaba de ninguna preparación. Más tarde haría algo de sopa, cuando hubiera descansado y tuviera más fuerzas. Dejó la cantimplora junto a la mano de su paciente para que pudiera beber si lo deseaba y se apresuró a comer su exigua ración con una ferocidad apenas reprimida.
Rafe sólo se comió un trozo de queso, pero se terminó todo el pan y casi se vació la cantimplora. Para cuando acabaron, el té de corteza de sauce ya hervía y Annie usó un trapo para sacarlo del fuego y dejarlo a un lado para que se enfriara.
– ¿Por qué no me diste nada para la fiebre anoche? -le preguntó él de repente. Sus ojos y su voz volvían a reflejar la dureza a la que la tenía acostumbrada.
– La fiebre no es necesariamente algo malo -le explicó Annie-. En realidad ayuda al cuerpo a combatir la infección, al igual que cuando se cauteriza una herida. Sólo es peligrosa si dura mucho tiempo o si es demasiado alta, porque debilita excesivamente el cuerpo.
Rafe todavía temblaba, a pesar del calor que desprendía la chimenea y de que estaba tapado con la manta. Empujada por un impulso que no llegó a entender, Annie alargó la mano y le acarició el oscuro pelo apartándolo de la frente. Aunque era el hombre más duro y peligroso que había conocido, necesitaba los cuidados que ella podía ofrecerle.
– ¿Cómo te llamas? -Ya se lo había preguntado antes y él no había respondido, pero con lo aislados que se encontraban ahora, estaba segura de que no tendría ninguna razón para no decírselo. Annie casi sonrió al pensar en la incongruencia que suponía no saber su nombre, a pesar de haber dormido entre sus brazos.
Rafe pensó en darle un nombre ficticio, pero decidió que no era necesario ya que usaría otro diferente una vez la hubiera llevado de vuelta a Silver Mesa.
– McCay. Rafferty McCay. ¿Y tú, doctora?
– Annis -respondió, dirigiéndole una suave y débil sonrisa-. Aunque siempre me han llamado Annie.
– A mí todos me llaman Rafe -gruñó-. Me pregunto por qué la gente no les pone directamente a sus hijos el nombre que luego usarán.
La sonrisa de Annie se amplió y él, muy a su pesar, observó fascinado el movimiento de sus labios. Todavía continuaba con la mano sobre su pelo y sus dedos peinaban con delicadeza los indomables mechones. Rafe casi suspiró en voz alta por el placer que le producía ese cálido contacto, haciéndole sentir aquel hormigueo ya familiar. Además, notó cómo su dolor de cabeza disminuía con cada caricia.
Ella se alejó de pronto y Rafe tuvo que reprimir el impulso de cogerla y sujetar sus manos contra su pecho. Seguramente, si lo hacía, Annie pensaría que había perdido la cabeza. Pero lo cierto era que se sentía mejor cuando le tocaba y sólo Dios sabía cuánto necesitaba recuperar sus fuerzas.
La joven vertió el té de corteza de sauce en una abollada taza de hojalata y lo probó obedientemente para que él pudiera ver que no pretendía envenenarlo. Rafe se incorporó con dificultad apoyándose sobre el codo, cogió la taza y se bebió el té en cuatro grandes sorbos, estremeciéndose sólo un poco a causa de su amargo sabor.
– No está tan malo como algunas medicinas que he probado -comentó recostándose con un gemido ahogado.
– La miel y la canela hacen que sepa mejor. Ahora descansa y deja que el té haga efecto mientras preparo una sopa. Durante un tiempo, te será más fácil digerir sólo líquidos.
Annie se sentía mejor ahora que había comido algo, aunque el cansancio ralentizaba sus movimientos. El trabajo duro había desentumecido sus músculos, al menos por el momento. En silencio, se sentó en el suelo junto a Rafe y peló unas cuantas patatas. Las cortó en trozos finos e hizo lo mismo con una cebolla pequeña. Como no tenían un cazo grande, Annie las puso en la sartén de Rafe. Le añadió agua, sal y un poco de harina, y pronto la fragante mezcla empezó a hervir. El fuego se había reducido lo suficiente para que no hubiera peligro de que la sopa se quemara, así que, después de añadir un poco más de agua, volvió a centrar su atención en su paciente.
– ¿Te sientes un poco mejor? -preguntó apoyando el dorso de la mano sobre el rostro masculino.
– Un poco. -El profundo dolor en sus muslos había disminuido, al igual que el dolor de cabeza. Se sentía cansado y sin fuerzas, y un poco somnoliento, pero no tenía tanto frío y estaba mejor-. Ten siempre un cazo de ese brebaje preparado.
– Funciona mejor recién hecho -le explicó con una sonrisa mientras apartaba la manta que le cubría-. Ahora vamos a ponerte cómodo y a ver cómo está tu costado.
Quizá, después de todo, ella había puesto algo en aquel té, porque se quedó allí tumbado e inmóvil, y dejó que le quitara la camisa, las botas e incluso los pantalones. Sólo le dejó puestos los calcetines y sus largos calzones de franela, que eran tan suaves que no ayudaban mucho a ocultar el bulto que sobresalía en su entrepierna. Siguiendo las instrucciones de la joven, Rafe se colocó sobre su costado derecho y ella le bajó un poco los calzones para poder maniobrar en la herida.
Rafe siseó entre dientes cuando sintió que su grueso miembro se agitaba. Maldita sea, ésa era la razón por la que las mujeres no debían ser médicos. ¿Cómo se suponía que un hombre tenía que evitar excitarse con las manos de una mujer tocándole por todas partes? Rafe estudió el rostro de Annie, pero ella parecía totalmente ajena a su erección. Aun así, alargó el brazo y estiró la manta hasta sus caderas para ocultar su involuntaria respuesta.
Absorta en su trabajo, la joven cortó con unas tijeras el apretado vendaje que sujetaba el emplasto contra las heridas de Rafe. Con cuidado, apartó las gasas y emitió un gemido de satisfacción al ver que el color rojo oscuro alrededor de las heridas se había aclarado.
Dejó a un lado las gasas manchadas de amarillo y marrón, y se inclinó para examinar más de cerca la carne desgarrada. Había un apagado destello metálico cerca de la superficie de la herida frontal, y Annie dejó escapar otro suspiro de satisfacción cuando cogió sus pinzas. Con extrema delicadeza, atrapó la esquirla de metal y la extrajo.
– Otro trozo de plomo -dijo en voz baja-. Tienes suerte de no haber muerto ya debido a la septicemia.
– Eso ya lo habías dicho.
– Y hablaba en serio también entonces. -Annie continuó con su examen, pero no encontró ningún otro fragmento de bala. Las heridas parecían limpias. Para asegurarse, la joven volvió a lavarlas con ácido carbólico. Luego, le puso dos puntos de sutura en cada herida para cerrar la mayor parte de los desgarros, dejándolas prácticamente abiertas para permitir que drenaran. Rafe apenas se estremeció cuando la aguja penetró en la suave carne de su costado, a pesar de la fina capa de sudor que cubrió su cuerpo. Annie sonrió, consciente de que aquel sudor indicaba que la fiebre cedía al igual que la intensidad del dolor.
Humedeció algunas hojas de llantén, las colocó sobre su costado y las cubrió con vendajes. Rafe soltó un grave murmullo de alivio cuando empezó a sentir el efecto de la magia de las curativas y relajantes hojas.
– Qué sensación tan agradable.
– Lo sé. -Annie lo tapó con la manta hasta los hombros-. Ahora, todo lo que tienes que hacer es quedarte tumbado, descansar y dejar que tu cuerpo sane. Duerme si quieres; no me iré a ninguna parte.