– No puedo permitirme correr ese riesgo -respondió ásperamente.
Annie soltó una risita carente de humor.
– Te despertarías si intento quitarte la manta y yo me moriría de frío por la noche sin ella. Ni siquiera sé dónde estoy. Créeme, no me iré de aquí sin ti.
– Entonces, digamos que te ayudaré a no caer en la tentación.
Rafe no podía permitirse confiar en ella o bajar la guardia ni siquiera un minuto. Le había dicho que no sabía dónde estaba, pero, ¿cómo podía estar seguro de que le estaba diciendo la verdad?
– Haz lo que quieras. – Annie comprobó cómo iba la sopa y añadió más agua antes de acomodarse sobre el suelo. No tenía ni idea de qué bota era. Seguramente, pasaba de mediodía, pues le había costado mucho tiempo limpiar la cabaña. Se quedó mirando fijamente más allá de la puerta abierta, y al observar las largas sombras proyectadas por los árboles, se percató de que era mucho más tarde de lo que pensaba.
– ¿No tengo que volver a dar de comer a los caballos? -Si esperaba que ella lo hiciera, tendría que ser pronto, porque una vez oscureciera, no se aventuraría más allá de aquella puerta.
– Sí. -Su voz sonaba cansada-. Dales un poco más de grano.
Haciendo un gran esfuerzo, Rafe se incorporó, alargó el brazo hasta su pistola y la sacó de su funda. Envuelto en la manta, se puso en pie con dificultad.
Annie se sorprendió por la oleada de ira que la sacudió. No era sólo por el hecho de que se negara a confiar en ella, ya que no podía culparlo por ello, sino porque no se permitía a sí mismo descansar. Debía quedarse tumbado y dormir, en lugar de seguirla fuera adonde fuera.
– No te molestes en recorrer todo el camino hasta el cobertizo -le espetó la joven con brusquedad-. Bastará con que te quedes fuera, junto a la puerta, desde donde puedas dispararme a la espalda si intento escapar.
Por primera vez, un destello de furia brilló en los inquietantes ojos masculinos. Su frialdad era lo que más había asustado a Annie hasta entonces, pero ahora, viendo lo que había provocado, se arrepintió de haber permitido que aquella extraña ira que la inundaba hubiera aflorado. Los ojos de Rafe adquirieron tal gelidez que la joven sintió cómo el frío atravesaba toda la cabaña. Y, sin embargo, él no perdió el control.
– También puedo disparar a cualquier cosa que haya ahí fuera -dijo cortante al tiempo que levantaba el percutor y le indicaba que saliera delante de él.
Annie no había pensado en ello antes. Aquel hombre la había secuestrado, pero también suponía su salvación porque sabía cómo vivir en esas montañas. La joven era muy consciente de que habría muerto de frío la primera noche sin él y también de que era su única esperanza de regresar a Silver Mesa. Por otra parte, no había considerado la posibilidad de que el simple hecho de atravesar la puerta de la cabaña ya supusiera un peligro. Annie esperaba que hiciera demasiado frío para que las serpientes y los osos hubieran vuelto a la actividad, aunque no estaba segura de que fuera así. No era algo de lo que se hubiera preocupado en Filadelfia. Ni siquiera habría sabido que los osos hibernaban si un minero no lo hubiera mencionado en el incoherente monólogo que había expuesto para apartar su mente del hueso roto que Annie había estado colocando en su sitio.
Sin pronunciar palabra, la joven caminó apresuradamente hacia el cobertizo y se ocupó de alimentar a los caballos. Después de resoplar, los animales empezaron a mascar el grano que les dio. Annie llevó dos cubos de agua más del arroyo y los vació en el abrevadero, colocó las mantas de las sillas sobre los lomos de las dos monturas para ayudarles a mantener el calor durante la noche y, tras darles unas palmaditas en el hocico, volvió a la cabaña avanzando con dificultad debido al cansancio. Rafe todavía seguía en el umbral donde había permanecido mientras ella se encargaba de las tareas y, cuando la vio acercarse, se apartó a un lado para que pudiera entrar.
– Cierra la puerta y tapa las ventanas -le ordenó en voz baja-. En cuanto el sol se ponga, empezará a hacer frío.
Annie siguió sus instrucciones, aunque eso los dejó encerrados en una cueva de oscuridad mitigada sólo por las pequeñas llamas de la chimenea. A la joven le hubiera gustado disponer de una barra resistente para colocarla atravesada en la puerta, pero no halló nada parecido, a pesar de que podían verse soportes de madera que indicaban que, en algún momento, había habido una. Al ver que Rafe se estaba recostando de nuevo sobre la manta, Annie se acercó a la chimenea y removió la sopa. Las patatas se habían cocido hasta convertirse en un puré un poco espeso, y solucionó el problema añadiendo más agua. Satisfecha, llenó la taza de Rafe y se la acercó.
Él se la tomó con una total ausencia de entusiasmo que le indicaba que todavía no tenía apetito, pero, aun así, cuando acabó, le dijo:
– Estaba buena.
Annie se comió su parte directamente de la sartén, sonriendo por dentro al pensar en lo impresionadas que estarían sus antiguas amistades de Filadelfia al ver sus modales en aquel instante. Pero sólo había una taza, un plato de hojalata, una sartén y una cuchara, así que se imaginó que ella y su captor tendrían que compartirlo todo en los próximos días.
Finalmente, limpió la sartén, la taza y la cuchara, y le preparó otro té de corteza de sauce que probó ella primero sin hacer ningún comentario.
Ambos tuvieron que hacer un viaje al exterior antes de prepararse para la noche y la experiencia fue tan humillante para Annie como lo había sido la primera vez.
Su cara todavía presentaba signos de azoro cuando regresaron a la cabaña, pero todo rastro de color desapareció cuando él la apuntó con la pistola y le dio una nueva orden con aquella voz inexpresiva y serena.
– Quítate la ropa.
Capítulo 4
Annie se quedó mirándolo incrédula, con los ojos abiertos de par en par. Un sordo zumbido llenó sus oídos y, por un momento, se preguntó si se desmayaría, pero esa posibilidad de evasión le fue denegada. El cañón de la pistola parecía enorme y Rafe apuntaba sin vacilar en su dirección, con los ojos fríos como el hielo.
– No. -Annie susurró la palabra, porque su garganta estaba tan agarrotada que apenas podía hablar. Se le pasaron por la mente varios pensamientos confusos y fragmentados. Él no podía estar pensando… No, estaba segura de que no estaba en condiciones de… Y no le dispararía, la necesitaba para cuidarlo.
– No lo hagas más difícil de lo que debe de ser para ti -le aconsejó-. No quiero hacerte daño, así que quítatela y túmbate.
La joven apretó las manos formando puños.
– ¡No! -repitió ferozmente-. No permitiré que me hagas eso.
Rafe observó su rostro lívido y su cuerpo tenso, preparado como si estuviera dispuesta a huir en medio de la noche, y una expresión divertida arqueó sus labios.
– Pequeña, debes de pensar que estoy mucho más fuerte de lo que me siento -se burló arrastrando las palabras-. Es totalmente imposible que yo pueda hacerte lo que estás pensando.
Annie no se relajó.
– Entonces, ¿por qué quieres que me quite la ropa?
– Porque no seré capaz de permanecer despierto durante mucho más tiempo, y no quiero que te escabullas mientras duermo. No creo que puedas marcharte sin tu ropa.
– No voy a intentar huir -le aseguró desesperadamente.
– Sería peligroso para ti intentar marcharte sola -continuó-. Así que me aseguraré de que no caigas en la tentación.
Annie ni siquiera era capaz de imaginarse quitándose la ropa delante de él; su mente se horrorizó ante tal idea.
– ¿No puedes atarme? Tienes una cuerda.