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– Muy bien, ahora te toca a ti.

Annie se dio la vuelta de nuevo y descubrió que estaba totalmente vestido, incluyendo el cinturón que sujetaba su revólver. Sus ropas sucias estaban amontonadas en una pila sobre el suelo y había sacado una segunda camisa limpia de las alforjas para que la usara ella.

Annie se quedó mirando la camisa, absorta en un dilema.

– ¿Qué hago primero, asearme o lavar la ropa?

– Lavar la ropa -contestó Rafe-. De esa forma, tendrá más tiempo para secarse.

¿Y qué me pongo mientras la lavo? -le preguntó secamente-. Si me pongo ahora tu camisa, se mojará.

Rafe se encogió de hombros.

– Lo que hagas depende de lo importante que sea para ti disponer de ropa limpia.

Annie comprendió lo que quería decir y cogió de un manotazo la ropa sucia y la pastilla de jabón sin pronunciar una sola palabra más. No estaba de muy buen humor cuando se dirigió al arroyo y se arrodilló en la orilla. Rafe la siguió y se acomodó a unos cuatro metros con el rifle sobre el regazo. La joven se puso a trabajar con adusta determinación, ya que el agua estaba helada y las manos se le entumecieron tras sólo unos pocos minutos.

Annie ya había escurrido la camisa, la había colgado sobre un arbusto para que se secara y estaba frotando los pantalones cuando se decidió a hablar.

– Hace demasiado frío para que haya serpientes. Y tampoco creo que haya osos. ¿De qué me estás protegiendo entonces? ¿De los lobos? ¿De los pumas?

– Yo he visto osos en esta época del año -le respondió él-. En cuanto a los lobos, uno sano no se molestaría en ir a por ti, pero uno herido sí lo haría, y lo mismo ocurre con los pumas. Aunque correrías más peligro si un hombre que vagara por aquí se topara contigo.

Annie se inclinó y sumergió los pantalones en el arroyo, observando cómo la espuma formaba una pálida nube sobre el agua.

– No entiendo a los hombres -afirmó-. No entiendo por qué hay tantos que son tan insensibles y crueles, cómo pueden abusar de una mujer, de un niño o de un animal sin pensárselo dos veces, y, sin embargo, se vuelven completamente locos si alguien los acusa de hacer trampas en las cartas. Eso no es una cuestión de honor, eso es… no sé lo que es. Estupidez, diría yo.

Él no contestó y se limitó a escrutar los alrededores con un inquietante brillo en la mirada. Annie intentaba escurrir el agua de la pesada prenda, pero sus manos estaban frías y torpes. Al ver sus dificultades, Rafe se puso de pie, le cogió los pantalones y los escurrió sin esfuerzo con sus fuertes manos. Después los sacudió y los extendió sobre un arbusto para luego volver a sentarse en el mismo lugar que había ocupado antes.

En silencio, Annie mojó la ropa interior de él y empezó a enjabonarla.

– Algunas personas son malas por naturaleza -señaló Rafe de pronto-. Ya sean hombres o mujeres. Nacieron así, y así morirán. Otros van transformándose poco a poco sin saber cómo. Y a veces, algunos se ven forzados a tomar ese camino sin pretenderlo.

La joven mantenía la cabeza inclinada, con la atención centrada en la tarea que estaba realizando.

– ¿Y tú en qué grupo te incluirías?

Rafe reflexionó durante un momento y finalmente dijo:

– No creo que eso importe mucho.

Desde luego, a él le daba igual. Era cierto que se había visto empujado a ser lo que era, pero la forma en que había ocurrido ya no tenía ninguna importancia. Había perdido a su familia y también todo en lo que había creído y por lo que había luchado. Había sido testigo de cómo la causa por la que arriesgó su vida se volvía amarga y quedaba reducida a cenizas. Y lo único que había sacado de todo aquello era ser perseguido por todo el país. Las razones que lo habían empujado a aquella vida se habían difuminado y ya sólo importaba la realidad. Y la realidad era que tenía que viajar constantemente de un lado a otro, mirando siempre por encima de su hombro. No confiaba en nadie y estaba dispuesto a matar a cualquiera que fuera tras él. Más allá de eso, no había nada.

Capítulo 5

Lavar su propia ropa resultó tan complicado que el hecho de que lo consiguiera fue una prueba de su gran determinación. Annie se sentó dándole la espalda, se quitó las medias y luego desató las cintas de su enagua y de sus pololos. Cuando se puso en pie, ambas prendas se deslizaron por sus piernas. Annie se negó a darse la vuelta, consciente de que Rafe se había dado cuenta de la maniobra. A aquel condenado hombre no se le pasaba nada por alto. Las mejillas le ardían cuando volvió a arrodillarse sobre la orilla y empezó a frotar sus prendas íntimas. Irritada, Annie deseó que algo del calor que sentía en su rostro pudiera transferirse a sus manos. ¿Cómo podía estar tan fría el agua y aun así seguir fluyendo sin congelarse?

Para lavar su camisola y su blusa, tuvo que regresar a la cabaña en busca de la camisa que Rafe le había prestado. Él esperó fuera, un detalle que Annie le agradeció sobremanera, aunque todavía se sentía terriblemente expuesta con las ventanas abiertas y el aire frío deslizándose sobre sus pechos desnudos. La joven se puso la camisa pasándosela por la cabeza lo más rápido que pudo y suspiró aliviada al sentir la suave lana cubriéndola.

La prenda le quedaba tan grande que se sorprendió a sí misma riéndose en voz baja. Abrochó todos y cada uno de los botones, pero el cuello le quedaba tan holgado que dejaba a la vista sus clavículas. Le llegaba hasta las rodillas y las mangas colgaban a más de quince centímetros de los extremos de sus dedos. Annie empezó a doblarlas con energía y volvió a reírse, porque, cuando acabó de enrollarlas, prácticamente no quedaba manga, ya que la costura del hombro casi le llegaba hasta el codo.

– ¿Tienes un cinturón de sobra? -preguntó levantando la voz-. La camisa es tan grande que no podré hacer nada si no la sujeto con algo.

Rafe apareció en el umbral en cuanto ella habló, y Annie se estremeció al darse cuenta de que había permanecido apoyado en la pared de la cabaña junto a la puerta. Había estado a tan sólo unos pocos metros de distancia cuando ella se había quedado medio desnuda. ¿La habría visto vestirse? Prefería no saberlo.

Rafe cortó un trozo de cuerda y ella la ató alrededor de su pequeña cintura. Luego cogió la ropa que se había quitado y volvió al arroyo, donde acabó de hacer la colada. Después, tuvo que llevar más agua a la cabaña y empezar a calentarla para lavarse con ella. Se sentía tan agotada que se preguntó si habría valido la pena tanto esfuerzo, pero estaba segura de que no hubiera podido soportar otro día sin lavarse.

Y tampoco soportaría hacerlo con la puerta y las ventanas abiertas, preguntándose si él estaría observándola. Aunque no sólo era por eso; hacía demasiado frío, a pesar de que a Rafe no pareció importarle mucho cuando se había lavado. Con un gesto de determinación, Annie cerró las ventanas y reavivó el fuego antes de girarse para encararlo.

– No me lavaré con la puerta abierta -le aseguró desafiante.

– Me parece bien.

El calor volvió a invadir las mejillas de la joven.

– Ni contigo aquí.

– ¿No te fías de que me quede dándote la espalda?

Al ver que la angustia oscurecía los suaves ojos marrones de Annie, Rafe extendió la mano y le acarició la barbilla, sintiendo la sedosa textura de su piel.

– Yo no le doy la espalda a nadie -afirmó él.

Annie tragó saliva.

– Por favor.

Rafe le sostuvo la mirada mientras acariciaba suavemente con su pulgar la tierna piel que había bajo su barbilla. Annie empezó a temblar, consciente del calor y la tensión que emanaban del poderoso cuerpo masculino. La temible e inquietante claridad de sus ojos hizo que deseara cerrar los suyos para escapar de ellos, pero estaba atrapada por una extraña fascinación que la paralizaba y no pudo hacerlo. A esa distancia, Annie pudo ver que sus ojos eran grises y que parecían dotados de una profundidad cristalina, como la lluvia de invierno, sin ningún matiz azul que los suavizara. Sin embargo, por mucho que buscó, la joven no pudo encontrar ni un ápice de compasión en esa fría y clara mirada.