Finalmente, él dejó caer la mano y dio un paso hacia atrás.
– Estaré fuera -anunció. Se quedó inmóvil unos segundos observando cómo el alivio cambiaba la expresión del rostro femenino y después añadió-: Quítate la falda y yo la lavaré por ti.
Annie se debatió entre conservar su pudor y su necesidad de ponerse ropa limpia. No podía llevar sólo la camisa durante todo el tiempo que tardara en secarse su ropa, pero quizá pudiera sujetar una de las mantas alrededor de su cuerpo. Rápidamente, antes de que fuera demasiado tarde y perdiera el valor, la joven le dio la espalda y se desabrochó la falda, agradecida de que fuera un hombre tan alto y que su camisa resultara tan envolvente.
En silencio, Rafe cogió la gruesa prenda y salió de la cabaña cerrando la puerta tras él. Mientras bajaba hasta el arroyo, la imaginó lavándose, y tuvo plena conciencia de su desnudez justo al otro lado de la puerta. La fiebre volvió a atravesarle, pero era el calor del deseo, más que el de la enfermedad, lo que sentía. Deseaba tocar algo más que su rostro. Deseaba acostarse junto a ella y sentir su suave cuerpo en sus brazos como lo había sentido durante la noche. Deseaba que no hubiera miedo en sus ojos. Deseaba ver sus delgados muslos abiertos para él, preparada para acogerlo en su interior.
Eso era lo que deseaba. Sin embargo, lo que tenía que hacer era dejar que pasaran los próximos días, recuperar fuerzas, llevarla de vuelta a Silver Mesa como le había prometido y desaparecer sigilosamente. Debía centrar su mente en lo que estaba haciendo, en lugar de especular sobre qué aspecto tendría desnuda. Una mujer era una mujer. Se diferenciaban por el tamaño y el color, al igual que los hombres, pero lo básico era siempre igual.
Y eso era precisamente lo que hacía que, desde el principio de los tiempos, los hombres se volvieran locos.
Rafe se rió de sí mismo mientras lavaba la falda, aunque no había ni rastro de humor en el sonido que emitió. Ella no era como las demás mujeres, y era inútil que intentara convencerse de lo contrario. Sus manos le ofrecían un ardiente y extraño éxtasis que no podía olvidar y que le hacía ansiar sus caricias. Incluso podía sentirlo cuando era él quien la tocaba a ella. Ni siquiera sabía hasta que la acarició, que la piel de una mujer pudiera llegar a ser tan tersa y sedosa. Había tenido que recurrir a toda su fuerza de voluntad para soltarla y salir de su improvisado lecho esa mañana, y era un maldito estúpido si pensaba que la tentación no iba a ser cada vez más grande con cada hora que pasara. Y sería doblemente estúpido si permitía que esa tentación le hiciera olvidar a Trahern.
Rafe escurrió la falda y luego miró hacia el cielo. El sol se había deslizado por detrás de las montañas y el aire ya empezaba a volverse más frío, así que no serviría de nada extender la falda sobre un arbusto para que se secara. En lugar de eso, recogió toda la ropa mojada y volvió a la cabaña.
– ¿Todavía no has acabado? -preguntó al acercarse y escuchar el ruido del agua.
– No, todavía no.
Rafe se apoyó contra la pared de la cabaña y reflexionó sobre el misterio de por qué las mujeres tardaban mucho más en lavarse que los hombres, cuando ellas eran más pequeñas y tenían menos que lavar.
Pasaron otros quince minutos antes de que Annie abriera la puerta, con la cara resplandeciente por el calor y la enérgica aplicación del jabón y el agua. Seguramente se había lavado primero el pelo, ya que su melena había empezado ya a secarse, llevaba su camisa y se había envuelto con una de las mantas, colocándosela a modo de toga.
– Ya está -dijo ella, suspirando con cansada satisfacción-. Ahora me siento mucho mejor. Traeré agua fresca para los caballos y empezaré a preparar la cena. ¿Tienes hambre?
En realidad, Rafe se sentía famélico, aunque no le habría importado que la joven se sentara y se tomara un descanso. A excepción del tiempo que habían pasado sentados en el pequeño prado mientras los caballos pastaban, Annie había estado trabajando desde el instante en que se despertó. No le extrañaba que no le sobrara ni un ápice de grasa en su esbelto cuerpo.
La manta le hacía más difícil la tarea de cargar el agua, pero la joven se negó a permitir que le ayudara y Rafe no estaba lo bastante seguro de su propia fuerza como para insistir. Lo único que pudo hacer fue seguirla mientras Annie hacía viajes caminando con dificultad, aunque la frustración la hacía sentirse irritable. Sin embargo, nada de lo que sentía se vio reflejado en su rostro o en sus acciones, ya que ella sería la única que sufriría si daba rienda suelta a su ira. En lugar de gimotear o quejarse, como habrían hecho la mayoría de las personas en su situación, Annie se había sobrepuesto y había hecho todo lo posible para facilitar las cosas a ambos.
Cuando acabó de transportar cubos de agua y pudieron volver a la cabaña y cerrar la puerta para protegerse del frío, Annie se permitió unos treinta segundos de descanso antes de ponerse a hacer la cena. Se veía limitada por sus escasas provisiones, pero, finalmente, decidió preparar algunas judías y beicon, y unas cuantas tortitas. Le complació ver a Rafe comiendo por primera vez con entusiasmo, señal de que su estado físico estaba mejorando. Cuando acabaron, la joven apoyó la mano sobre la frente de Rafe y sonrió al sentir una ligera humedad.
– Te está bajando la fiebre -anunció, colocando su otra mano contra la mejilla masculina para confirmarlo-. Estás sudando. ¿Cómo te encuentras?
– Mucho mejor. -Rafe casi lamentó su mejoría, pues eso significaba que ella ya no tendría una razón para tocarlo. Era extraño, pero notaba que la energía que emanaba de sus manos había cambiado ahora que ya no estaba tan enfermo. En lugar de percibir aquel cosquilleo agudo y caliente, ahora sentía una agradable calidez que se extendía por todo su cuerpo, inundándolo con un placer tan intenso que casi lo hacía estremecerse.
– Te dije que podría hacer que mejoraras -comentó la joven dirigiéndole una brillante sonrisa.
– Eres una buena doctora -afirmó él.
Al escuchar aquello, el rostro de Annie se iluminó de tal forma que dejó a Rafe sin respiración.
– Sí, lo soy -asintió ella sin mostrar vanidad ni falsa modestia. Sus palabras eran una simple aceptación de un hecho-. Es todo lo que siempre he deseado ser.
Tarareando, Annie se dirigió a la puerta y salió fuera. Rafe maldijo entre dientes y se levantó, llevándose la mano a la culata del revólver mientras salía tras ella dando grandes zancadas. La joven casi chocó contra él cuando regresó con dos ramitas en la mano y sus ojos se agrandaron al percibir una fría ira en los de Rafe.
– Sólo he ido a por unas ramitas que nos sirvan de cepillos de dientes -le explicó mostrándoselas.
– No vuelvas a salir sin decírmelo -le exigió cortante al tiempo que la cogía del brazo y la apartaba de la entrada para poder cerrar la puerta. Annie se sonrojó y no quedó ni rastro de su radiante expresión, haciendo que Rafe lamentara haber usado un tono tan amenazador.
Todavía aturdida, la joven sacó algo de sal de su bolsa para limpiarse los dientes con ella y Rafe se tumbó con la ramita en la boca. La meticulosidad de Annie le hizo recordar viejos tiempos en los que él no había valorado todos aquellos detalles y que incluso los había dado por sentado, cuando estaba acostumbrado a afeitarse y lavarse todos los días, y llevaba ropa limpia. Siempre tenía a su disposición loción para afeitado, polvos para los dientes y jabón finamente molido para el baño. Usaba colonia importada y solía bailar el vals con muchas jóvenes damas de ojos luminosos. Pero eso había ocurrido antes de que empezara la guerra y parecía que hubiera pasado toda una vida desde entonces. No sentía ninguna afinidad con el hombre que había sido en aquella época; conservaba los recuerdos, pero era como si pertenecieran a algún conocido en lugar de a sí mismo.