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Ignorando los oscuros pensamientos de Rafe, Annie se levantó y rebuscó en su maletín hasta que sacó dos pequeños trozos de lo que parecía ser corteza de árbol.

Se metió uno en la boca y le ofreció el otro.

– Toma. Es canela.

Rafe cogió el trozo de corteza y el rico olor de la especia inundó sus sentidos. La masticó despacio y recordó que la había saboreado muchas veces al besar a aquellas jóvenes damas del Sur que utilizaban pastillas de canela o menta para refrescar su aliento.

Quizá fue por los recuerdos, o simplemente porque lo deseaba mucho, pero entonces, Rafe se oyó a sí mismo decir:

– Ahora que nuestro aliento está tan fresco, sería una pena que no lo aprovecháramos.

Annie giró la cabeza bruscamente con los ojos muy abiertos, y Rafe le deslizó la mano alrededor de la nuca, bajo el pelo.

– No -se negó ella presa del pánico, poniéndose rígida al notar la presión que acercaba su cabeza a la de él.

– Tranquila. Es sólo un beso, pequeña. No te asustes.

Su grave y serena voz la acarició haciendo que se sintiera débil. Desesperada, intentó sacudir la cabeza, pero la fuerte mano masculina impedía que pudiera hacer ningún movimiento. Annie se echó hacia atrás todo lo que pudo, con la mirada fija en la boca que se acercaba irremisiblemente a la suya. No, oh no, no podía permitirle que la besara, no podía permitirse a sí misma sentir su boca. No cuando su corazón se desbocaba de aquella manera sólo con mirarle. La tentación era demasiado grande, demasiado fuerte. La joven había sentido su propia debilidad en todo lo que concernía a ese hombre desde el momento en que lo vio por primera vez. Incluso cuando había temido por su propia vida, siguió siendo consciente de la peligrosa atracción que sentía por Rafe. Había empezado a creer que estaba a salvo porque él no había intentado ningún acercamiento sexual hacia ella, ni siquiera la noche anterior, cuando había dormido casi desnuda en sus brazos. Sin embargo, ahora tenía la sensación de estar al borde de un oscuro abismo. Si deseaba regresar a Silver Mesa con el corazón de una sola pieza, debía resistirse, debía apartar la cabeza, debía defenderse con uñas y dientes…

Demasiado tarde.

La boca de Rafe se posó sobre la suya con la lenta y segura presión de la experiencia, interrumpiendo su rápido grito de protesta mientras su mano la mantenía inmóvil para poder saborearla.

A Annie la habían besado antes; pero no así, no con aquella intimidad que aumentaba perezosamente sin prestar atención a su inútil forcejeo. El fuerte movimiento de su boca le hizo abrir los labios y, sin poder hacer nada por evitarlo, sintió cómo su corazón «e aceleraba al tiempo que una oleada de calor la recorría. Sus delicadas manos dejaron de forcejear y se aferraron a su camisa. Obedeciendo a la intensa demanda masculina, Annie abrió la boca y Rafe ladeó la cabeza para hacer el beso más profundo y aprovechar mejor la oportunidad que se le presentaba. Introdujo la lengua en su boca y la joven se estremeció ante aquella escandalosa intrusión.

Annie no sabía que un beso pudiera ser así, y desde luego no había esperado que él usara la lengua. Había visto muchas cosas durante sus estudios de medicina y en su trabajo como doctora, pero no sabía que el lento roce de su lengua dentro de su boca la haría sentirse tan débil y acalorada, o que sus senos se endurecerían y le dolerían por el deseo. Deseaba que no parara de besarla así, anhelaba fundirse con él para aplacar aquel dolor punzante que invadía sus pechos, y sentir sus duros brazos rodeándola. Su inexperiencia hizo que se quedara pegada a él sin hacer nada, incapaz de hacerse cargo de sus propios deseos o de anticipar lo que él podría hacer.

Reticente, Rafe se forzó a sí mismo a soltar su nuca y a apartar los labios lentamente. Deseaba seguir besándola. ¡Maldita sea, deseaba hacer mucho más que eso! Sin embargo, la punzada de dolor que sentía en su costado izquierdo cada vez que se movía, al igual que la constante debilidad en sus piernas, le recordaban que no estaba en su mejor momento para hacer el amor. De todos modos, la cuestión no era que se viera limitado por su cuerpo. Sería un estúpido si permitía que esa situación se complicara aún más con el sexo. Devolverla sana y salva era una cosa, pero como decía el antiguo refrán: no hay furia en el infierno semejante a la de una mujer que pensaba que la habían tomado a la ligera y que la habían desdeñado. Era menos probable que Annie hablara a alguien de él si no se sentía como una amante despechada. Mientras se alejaba de ella, deseó con todas sus fuerzas poder seguir su propio consejo.

Estaba pálida y parecía conmocionada. Evitó su mirada en todo momento y se quedó mirando fijamente el fuego.

– Sólo ha sido un beso -murmuró él dejándose llevar por el impulso de reconfortarla, ya que parecía necesitar que alguien lo hiciera.

Vio cómo Annie tragaba saliva trabajosamente y, de pronto, Rafe frunció el ceño al pasársele por la cabeza que quizá ella creyera que pensaba violarla. Había abierto la boca para él, pero no estaba seguro de si le había devuelto el beso. Le enfureció pensar que quizá había sido el único que había sentido cómo el calor y la tensión crecían en su interior, sin embargo, existía esa posibilidad.

– No voy a atacarte -le aseguró.

Annie se esforzó por recomponerse. Prefería que Rafe pensara que su reacción se debía al miedo, a que supiera que había deseado que continuara besándola. Inclinó la cabeza pesarosa y se quedó mirándose las manos sin saber qué decir. Su mente se mostraba lenta, a pesar de que su corazón latía con fuerza contra su pecho.

Rafe suspiró y buscó una posición más cómoda, acercando su silla de montar para poder apoyarse en ella. Sentía la imperiosa necesidad de calmarla, tal y como había hecho la noche anterior.

– ¿Qué te hizo desear ser médico? No es una profesión habitual para una mujer.

Ése era el único tema que podría sacarla de su ensimismamiento.

– Me han hecho esa pregunta muchas veces -contestó Annie dirigiéndole una mirada fugaz, agradecida de tener algo de lo que hablar.

– Me lo imagino. ¿Por qué elegiste ese trabajo?

– Mi padre era médico, así que crecí rodeada por la medicina. No puedo recordar una época en la que no me fascinara.

– La mayoría de las hijas de médicos se limitan a jugar con sus muñecas.

– Supongo que sí. Mi padre aseguraba que todo empezó cuando me caí del piso superior de un establo a los cinco años. Por un momento, pensó que la caída me había matado; me dijo que no respiraba y que no podía encontrarme el pulso. Me golpeó en el pecho con el puño y mi corazón empezó a latir de nuevo, o, al menos, eso es lo que él siempre me contaba. Ahora pienso que seguramente sólo estaba inconsciente. De todas formas, me gustó mucho la idea de que hubiera hecho latir mi corazón de nuevo, y desde entonces, sólo hablaba de convertirme en médico.

– ¿Recuerdas la caída?

– No mucho. -Annie giró la cabeza hacia el fuego, observando embelesada cómo se balanceaban las pequeñas llamas amarillas entremezcladas con otras de un azul muy claro-. Lo que recuerdo me parece más un sueño en el que caigo que no una caída real. En el sueño, me levanto sola en una estancia llena de luz y estoy rodeada por muchas personas que han acudido a recogerme. No recuerdo lo que mi padre dice que pasó. Después de todo, sólo tenía cinco años. ¿Tú qué recuerdas de esa edad?