– Que me ponían el trasero morado por dejar que los pollos entraran en casa -respondió él sin rodeos.
Annie ocultó una sonrisa ante la imagen que le surgió en la mente. No se sobresaltó por su lenguaje, ya que después de trabajar en una ciudad como Silver Mesa durante tantos meses, estaba segura de que le quedaba muy poco por oír.
– ¿Cuántos pollos eran?
– Bastantes, creo. No sabía contar muy bien a esa edad, pero al parecer fueron muchos.
¿Tenías hermanos o hermanas?
– Un hermano. Murió durante la guerra. ¿Y tú?
– Yo era hija única. Mi madre murió cuando tenía dos años, así que no la recuerdo, y mi padre no volvió a casarse nunca.
– ¿Le hizo feliz que tú también desearas ser médico?
Annie se había hecho esa misma pregunta muchas veces.
– No lo sé. Creo que sentía una mezcla de orgullo y preocupación. No entendí por qué hasta que entré en la facultad de medicina.
– ¿Fue difícil?
– ¡El simple hecho de entrar en la facultad ya fue difícil! Yo quería ir a Harvard, pero no me aceptaron por ser mujer. Al final, estudié en la facultad de medicina de Geneva, Nueva York, donde también se licenció Elizabeth Blackwell.
– ¿Quién es Elizabeth Blackwell?
– La primera mujer médico de América. Consiguió su título en el 49, y lo cierto es que las cosas no han cambiado mucho desde entonces. Los profesores me ignoraban y los otros estudiantes me acosaban. Incluso me dijeron que no era más que una ramera, porque ninguna mujer decente desearía ver lo que yo veía. Todos decían que sería mejor que me casara y que tuviera hijos, si es que encontraba a alguien que me aceptara después de aquello, que debería dejar la medicina para la gente que era lo bastante inteligente como para comprenderla, es decir, para los hombres. Estudié sola y nadie se sentó a mi lado ni una sola vez cuando comía, pero aun así, me quedé.
Rafe observó los delicados y exquisitos rasgos del rostro femenino bajo el resplandor del fuego y pudo ver una fiera determinación en la línea que trazaba su suave boca. Sí, se hubiera quedado, incluso si hubiera tenido que enfrentarse a una oposición violenta. Aunque no entendía el fervor que la llevaba a matarse trabajando en nombre de la medicina, era consciente de que sus profesores y compañeros de estudios la habían subestimado. Era la única mujer médico que había conocido, sin embargo, durante la guerra, muchos hombres enfermos y heridos habrían muerto si no fuera por las mujeres que se habían presentado voluntarias para trabajar en los hospitales y cuidar de ellos. Todas aquellas mujeres también habían visto a muchos hombres desnudos y nadie había pensado nunca mal de ellas por eso. Al contrario, todos las admiraban.
– ¿No quieres casarte y tener hijos? Estoy seguro de que podrías hacerlo y seguir siendo médico.
Annie le dirigió una fugaz sonrisa antes de volver a posar su mirada en el fuego.
– Nunca he pensado realmente en casarme -le explicó con timidez-. He dedicado todo mi tiempo a la medicina. Quería viajar a Inglaterra y estudiar con el doctor Lister, pero no podíamos permitírnoslo, así que tuve que aprender con los medios que tenía a mi disposición.
Rafe había oído hablar del doctor Lister, el famoso cirujano que había revolucionado su profesión usando métodos antisépticos, reduciendo, en gran medida, el número de muertes por infección. Rafe había visto demasiados quirófanos de campaña como para no darse cuenta de la importancia de los métodos del doctor Lister, y su reciente experiencia con una herida infectada lo había impresionado por su gravedad.
– ¿Qué harás ahora que te has convertido en una buena doctora? ¿Buscarás un marido?
– Oh, no lo creo. No hay muchos hombres dispuestos a tener a una doctora por esposa. Además, cumpliré treinta años dentro de poco y, en estos tiempos, eso me convierte en una solterona. Supongo que los hombres preferirán casarse con alguien más joven.
Al escuchar aquello, él no pudo evitar soltar una breve carcajada.
– Bueno, yo tengo treinta y cuatro y una mujer de veintinueve no me parece muy mayor para mí. -Rafe no había sido capaz de adivinar la edad de Annie y estaba un poco sorprendido de que se la hubiera revelado con tanta facilidad. Según su experiencia, las mujeres tendían a evitar el tema después de haber cumplido los veinte. Annie, a menudo, parecía extenuada a causa de lo mucho que trabajaba, lo cual la hacía parecer más mayor de lo que realmente era, pero, al mismo tiempo, su piel era tan suave y tersa como la de un bebé y sus generosos senos eran tan firmes como los de una jovencita. El simple hecho de pensar en sus pechos hizo que Rafe se moviera incómodo al sentir cómo se tensaba su miembro. Sólo los había percibido a través de su camisola y se sentía estafado por no poder sentirlos en sus manos, saborearlos, ver de qué color eran sus pezones.
– ¿Has estado casado alguna vez? -le preguntó ella, volviendo de nuevo la atención a su conversación.
– No. Ni siquiera he estado cerca. -Cuando empezó la guerra, Rafe tenía veinticuatro años y empezaba a pensar en la seguridad y la cercanía del matrimonio. Los siguientes cuatro años luchando con el coronel Mosby lo habían endurecido y, después de que su padre muriera durante el invierno del 64, ya sin ningún lazo familiar, había vagado de un lado a otro desde el final de la guerra. Quizá se habría establecido en algún sitio si no se hubiera encontrado con Tench Tilghman en Nueva York en el 67. Pobre Tench… No había sido consciente del terrible secreto que había estado guardando y que finalmente le había costado la vida. Pero, al menos, había muerto sin saber cómo los habían traicionado.
De pronto, se sintió invadido por una oleada de furia vengadora y se esforzó por apartar aquel recuerdo de su mente para evitar que Annie sufriera su desagradable humor.
– Vamos a la cama -masculló, repentinamente impaciente por rodearla de nuevo con sus brazos aunque sólo fuera para dormir. Quizá la extraña sensación que le inundaba cuando la tocaba consiguiera ayudarle a hacer a un lado sus oscuros recuerdos del pasado. Con un rápido movimiento, Rafe se puso de pie y empezó a remover el fuego.
A Annie le sorprendió su brusquedad, ya que había estado disfrutando con su conversación, pero se puso en pie obedientemente. Entonces, se acordó de que había estado usando una de las mantas para cubrirse y que ahora tendría que quitársela. Inquieta, se quedó inmóvil mirándolo con una súplica en los ojos.
Cuando Rafe se dio la vuelta, captó claramente la expresión de su rostro.
– Voy a tener que atarte esta noche -anunció con la mayor delicadeza que le fue posible.
Annie apretó la manta contra ella.
– ¿Atarme? -repitió.
Rafe dirigió la cabeza hacia las prendas húmedas que habían esparcido sobre el suelo de la cabaña para que acabaran de secarse.
– No voy a dormir sobre un montón de ropa mojada, y como no puedo mantenerla alejada de ti, tendré que mantenerte a ti alejada de ella.
Había sido la propia Annie quien había sugerido la noche anterior que la atara en lugar de obligarla a quitarse la ropa, pero ahora no sólo tendría que dormir atada sino también medio desnuda. Aunque era cierto que seguía llevando la camisa, y que ésta la cubría más que la camisola, Annie era muy consciente de su desnudez bajo la tela.
Rafe desató el trozo de cuerda que la joven había estado usando para sujetar la manta alrededor de la cintura, y la gruesa prenda empezó a deslizarse hacia el suelo. Annie la sujetó por un instante, luego, apretando los dientes, la dejó caer. Cuanto antes la atara, antes podría tumbarse y cubrirse con la manta. Aquella humillante situación pasaría más rápido si no se resistía.