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Annie se había sentido tentada varias veces de abandonar toda prudencia y decir aquella palabra, y ahora se sentía avergonzada al reconocer ante sí misma lo cerca que había estado de ofrecer su virginidad a un forajido. Ni siquiera podía consolarse a sí misma pensando que había resistido la tentación gracias a sus altos principios morales o para preservar su reputación y su dignidad; era sólo la pura cobardía lo que había impedido que se entregara a él. Había sentido miedo. En parte había sido un simple miedo a lo desconocido, aunque también había sentido temor a que él pudiera hacerle daño, tanto emocional como físicamente. Annie había tratado a mujeres a las que hombres muy poco cuidadosos y demasiado bruscos habían hecho daño, y sabía que, de todos modos, la primera vez era dolorosa para cualquier mujer. Aun así, sentía tanto deseo por él que habría cedido si sólo se hubiera tratado de eso, pues deseaba saber cómo sería entregarse a un hombre, acunar su duro peso, acoger su cuerpo en el suyo.

Pero su temor más profundo era ser demasiado vulnerable, que, al tomar su cuerpo, Rafe abriera una brecha en el muro que protegía su corazón. Y a pesar de todos los consejos que se daba a sí misma y de su sentido común, temía que él acabara importándole demasiado, y que le infligiera una herida que no cicatrizaría tan fácilmente como las de la carne. No podía permitirse sentir algo por él. Era un fugitivo, un asesino. Incluso en ese momento, no le cabía la menor duda de que, si intentaba escapar, él le dispararía. No obstante, aunque pudiera parecer extraño, también sabía que cumpliría su palabra y que, en unos pocos días, si no intentaba huir, la llevaría de vuelta a la ciudad sana y salva.

Annie siempre se había considerado a sí misma una persona moralmente recta, capaz de diferenciar el bien del mal y de elegir el camino correcto. Para ella, la moralidad no tenía nada que ver con la razón y sí mucho con la compasión. Pero, ¿qué decía de ella el hecho de que pudiera ver claramente la violencia que había en Rafe McCay y aun así, se sintiera fuertemente atraída por él desde el principio? Era muy consciente de que era frío y despiadado, y tan peligroso como un puma al acecho. Sin embargo, sus besos la hacían estremecerse y desear más. Una vocecita en su interior le susurraba que podría entregarse a él y luego regresar a Silver Mesa sin que nadie lo supiera, y le aterrorizaba pensar que podría caer en la tentación.

A pesar de que escuchó el ruido de la puerta al abrirse, Annie mantuvo los ojos y la atención centrados en lo que estaba cocinando. Pero cuando Rafe dejó el cubo junto a la chimenea, le fue imposible no comprobar si estaba lleno de agua. Por propia experiencia, sabía lo pesado que era aquel cubo y no pudo evitar sentirse preocupada. Reticente, volvió a preguntarle:

– ¿Cómo te sientes?

– Hambriento. -Rafe cerró la puerta y se dejó caer sobre la manta-. Casi recuperado, como tú dijiste.

Annie le dirigió una mirada fugaz. Su tono era sereno y no había ningún rastro de su anterior brusquedad, pero sabía que su voz sólo revelaría lo que él deseara.

– Yo no dije que estañas casi recuperado. Dije que te sentirías mejor.

– Y así es. Me he ocupado de los caballos y no me siento tan débil como ayer, aunque lo cierto es que me escuecen los puntos.

Eso significaba que las heridas estaban cicatrizando. Annie no había esperado que se recuperara tan pronto. Era evidente que Rafe tenía la capacidad de sanar con mucha rapidez, al igual que contaba con una resistencia inhumana que había quedado demostrada en su infernal viaje hasta la cabaña.

– Entonces, casi estás recuperado. -La joven lo miró con ojos tristes y un poco suplicantes-. ¿Me llevarás de vuelta a Silver Mesa hoy?

– No.

Aquella única palabra sonó implacable y Annie dejó caer ligeramente los hombros. Lo más razonable hubiera sido alejarse de la peligrosa tentación que suponía estar en su compañía, sin embargo, no intentó discutir con Rafe, pues seguramente tenía sus propias razones para hacer lo que hacía y ella todavía no era capaz de hacerle cambiar de opinión. La llevaría de vuelta a Silver Mesa cuando él lo decidiera, y no antes.

Rafe la observó con los ojos entrecerrados mientras Annie servía una taza de café y se la ofrecía. Bebió el fuerte brebaje, disfrutando al sentir cómo lo calentaba por dentro aumentando el calor que ya sentía con sólo mirarla. Parecía estar incómoda en su compañía esa mañana; más incluso que cuando se había mostrado aterrorizada pensando que la iba a matar. Ahora era sexualmente consciente de él, y se mostraba tan asustadiza como una joven yegua arrinconada por un semental por primera vez. Podía percibir con claridad cómo la tensión crecía entre ellos cada vez más.

Esa mañana, Annie llevaba puesta su propia ropa y se había abrochado hasta el último botón, ocultándose tras una barricada de tela y confiando ingenuamente en que aquello lo mantendría a raya. Rafe sonrió mientras se llevaba la taza a los labios. Las mujeres nunca parecían darse cuenta de la fuerza de la fascinación que atraía a los hombres hacia ellas, el desgarrador y profundo deseo que los llevaba a penetrarlas, el hechizo que ejercían sobre ellos con sus curvas y su suave piel, la imperiosa necesidad de poseerlas para llegar a lo más cerca del paraíso que un hombre podía alcanzar en la Tierra. Y tampoco parecían percatarse de la fuerza de sus propios deseos y de lo que anhelaban sus cuerpos. Estaba convencido de que Annie no era consciente de ello, o no encontraría tanto alivio en la inútil barrera de la ropa. ¿Acaso creía que si él no podía ver ni un milímetro de su piel, no la desearía?

El sentido común de Rafe había quedado anulado por un deseo físico tan demoledor que se había convertido en un tormento. Tenía que ser suya. Llevarla de regreso a Silver Mesa sin haberse saciado antes de ella era algo que ya ni siquiera podía plantearse. Apenas era capaz de reprimir el impulso de alargar el brazo y agarrarla en ese mismo instante. Su vida había estado llena de muerte y amargura durante tanto tiempo que la dulce calidez de Annie resultaba tan irresistible para él como lo sería el agua para un hombre sediento en medio del desierto.

Sólo la idea de que dispondría de mucho tiempo para seducirla y de que había trabajo que debía hacerse ese día le impedía tirarla sobre las mantas. El tiempo se había vuelto mucho más frío, y unas nubes grises y bajas que prometían nieve habían envuelto las montañas. Estaba seguro de que le daría tiempo de llevarla de vuelta a Silver Mesa antes de que empezara a nevar si en realidad deseara hacerlo. Pero no era así. Las nevadas eran frecuentes en aquellas altitudes y las primeras tormentas de la primavera solían ser muy intensas, por lo que podrían quedar confinados en la cabaña durante días, incluso, quizá, un par de semanas. Annie no sería capaz de resistirse a él, o a su propio cuerpo, durante tanto tiempo.

Pero ese día, Rafe tendría que conseguir una buena cantidad de leña y colocar algunas trampas para conseguir comida. No quería verse obligado a utilizar el rifle, ya que los disparos podrían llamar la atención y lo último que deseaba era que alguien sospechara que estaban allí. También era necesario que hiciera algo con los caballos. No podían permanecer encerrados en aquel minúsculo cobertizo, sin espacio para moverse, durante días y días. Los ataría fuera y los dejaría pastar en el pequeño prado mientras él trabajaba en el cobertizo. No le gustaba dejar a los caballos tan lejos, por si tenían que salir huyendo a toda prisa, pero los animales necesitaban pastar y sólo disponía de ese día, y quizá de parte del siguiente, para prepararse. Rafe decidió que no compartiría con Annie sus sospechas de que iba a nevar, porque seguramente, la idea de verse atrapada por la nieve allí con él la aterraría.