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– ¿Estás bien? -Rafe la tomó del otro brazo y la sujetó frente a él.

Annie respiró hondo para tranquilizarse.

– Sí, estoy bien. Es sólo que me has asustado al cogerme del brazo.

– Lo hice para evitar que te cayeras. Si te rompes un tobillo, descubrirás muy pronto que no soy tan buen doctor como tú.

– Estoy bien -le repitió ella-. Sólo un poco cansada.

Rafe no la soltó y mantuvo la mano sobre su brazo durante el resto del camino, haciendo caso omiso del muro de indiferencia que ella seguía intentando levantar. Annie no quería que la tocara, ya que podía sentir el calor que emanaba de aquella fuerte y poderosa mano; un calor demasiado penetrante que debilitaba su racional determinación de mantener las distancias entre ellos.

Rafe cerró la puerta de la cabaña para pasar la noche y Annie empezó a preparar la cena. Era un alivio poder sentarse finalmente, aunque fuera sobre un áspero suelo de madera con el aire frío filtrándose a través de sus grietas. Puso a freír beicon y lo desmenuzó con las judías y el arroz para darles sabor, antes de añadir un poco de cebolla. El tentador aroma de la comida llenó la pequeña estancia y Rafe se sentó impaciente con un ávido brillo en los ojos mientras ella le daba un plato lleno. Annie estaba tan cansada que no comió mucho, aunque no importó, porque Rafe se acabó hasta el último bocado.

Todavía había una cosa que Annie quería hacer antes de dejarse caer agotada. Después de limpiar los platos, cogió la segunda manta y miró alrededor, intentando decidir cuál sería la mejor forma de hacerlo.

– ¿Qué haces?

– Intento averiguar cómo puedo colgar esta manta.

– ¿Por qué?

– Porque quiero lavarme.

– Entonces, hazlo.

– No puedo delante de ti.

Rafe le dirigió una dura mirada antes de coger la manta. Era lo bastante alto para llegar a las vigas del techo y consiguió pasar sin dificultad dos esquinas de la gruesa prenda por encima de las toscas maderas, colgándola a modo de cortina en un pequeño rincón de la estancia. Annie se llevó el cubo de agua con ella detrás de la manta y se quitó la blusa. Tras un momento de vacilación, deslizó los tirantes de su camisola por sus brazos y la dejó caer hasta su cintura. Con cuidado, se lavó lo mejor que pudo, siempre sin perder de vista la cortina improvisada. Pero Rafe no hizo nada para interrumpir su intimidad. Cuando volvió a estar vestida, salió de detrás de la manta dándole las gracias en voz baja.

Rafe le cogió el cubo de la mano.

– Seguramente querrás volver a meterte detrás de esa manta. Estoy cubierto de sudor y no me vendría mal lavarme un poco.

Al escuchar aquello, la joven se deslizó detrás de la improvisada cortina apresuradamente. A Rafe le brillaban los ojos cuando se quitó la camisa. El hecho de que hubiera trabajado duro no era la única razón por la que deseaba lavarse. Si hubiera estado solo, le habría dado igual, pero se acostarían pronto, y una mujer tan exigente con su aseo personal como Annie seguramente preferiría a un hombre que no apestara a sudor. Rafe tiró a un lado su camisa sucia y, sin pensárselo dos veces, se desnudó por completo. Gracias a Annie, tenía ropas limpias para ponerse. Se agachó junto al cubo y se lavó. Después, desechando la camisa, se puso calcetines, юра interior y pantalones limpios.

Cuando acabó, extendió el brazo hacia arriba y descolgó la manta. Bajo la tenue luz del fuego, Annie parpadeó ante él como un búho adormilado. Rafe la examinó con detenimiento y se dio cuenta de que estaba a punto de dormirse de pie. Había estado haciendo planes de seducción, pero, en todos ellos, había contado con que ella estaría despierta y le invadió la frustración al ser consciente de que tendría que esperar.

Aun así, siguiendo sus instintos más arraigados, Annie hizo un esfuerzo y comprobó lo ajustado que estaba el vendaje alrededor de la cintura de Rafe.

– ¿Te ha molestado mucho hoy?

– Me ha dolido un poco. Eso que me pusiste ha hecho desaparecer prácticamente el picor.

– Era sidra de manzana -le dijo tratando de contener un bostezo.

Rafe pareció vacilar antes de empezar a soltar las horquillas de su pelo.

– Te estás quedando dormida de pie, pequeña. Vamos a quitarte la ropa para que puedas dormir un poco.

Annie estaba tan cansada que se quedó allí de pie, tan dócil como un corderito, hasta que empezó a desabrocharle la blusa. Entonces, abrió los ojos de par en par al darse cuenta de lo que Rafe estaba haciendo y se echó hacia atrás al tiempo que se llevaba rápidamente las manos a los bordes de la blusa para cerrarla.

– Quítate la ropa -le ordenó él en un tono que no admitía réplica-. Puedes dejarte la camisola.

– Por favor – -suplicó ella desesperada, a pesar de saber que cualquier protesta sería inútil.

– No. Vamos, hazlo ya. Cuanto antes te desvistas, antes podrás acostarte y descansar.

A Annie le resultó incluso más difícil renunciar a la protección de su ropa de lo que lo había sido la primera vez, porque ahora era consciente de lo verdaderamente vulnerable que era. Su mente podría resistirse a él; sería difícil, pero podría hacerlo. Sin embargo, ¿cómo se resistiría a las exigencias de su propio cuerpo? Pensó en negarse, aunque enseguida descartó la idea porque él era mucho más fuerte que ella y la lucha sólo tendría como resultado que le desgarrara la ropa. También pensó en pedirle que le diera su palabra de que no la tocaría, aunque sabía que eso también sería un esfuerzo inútil. Se limitaría a mirarla con aquella implacable mirada y se negaría a hacerlo.

Rafe dio un paso en su dirección y la joven le dio la espalda rápidamente.

– Yo lo haré -gritó Annie al sentir que le ponía las manos sobre los hombros.

– Entonces, hazlo de una vez.

Ella inclinó la cabeza y le obedeció. Rafe permaneció de pie justo detrás de ella y cogió cada prenda de ropa de sus temblorosas manos, a excepción de los botines y las medias. Annie pensó que estallaría en llamas al tener el fuego de la chimenea frente a ella y el calor del cuerpo masculino detrás. Se quedó dándole la espalda, con la mirada perdida en el fuego, mientras él colocaba sus ropas bajo la manta. Luego Rafe le cogió la mano y la guió con delicadeza hasta la cama que había hecho para ellos.

Capítulo 7

Rafe se movió y, medio adormilado, la acercó más a su cuerpo, de forma que el redondeado trasero de Annie se apretó contra sus caderas provocándole una erección. La molestia lo despertó lo suficiente como para abrir lentamente los ojos. Tras lanzar una instintiva mirada al fuego, Rafe calculó que, como mucho, había dormido una media hora. Aspiró y sus pulmones se llenaron con el dulce y cálido aroma de la piel femenina. En cuanto fue consciente de que no pretendía forzarla, Annie se había relajado y se había quedado dormida casi de inmediato. Estaba acurrucada en sus brazos tan lánguidamente como un niño, con su cuerpo más grande y fuerte envolviéndola para protegerla y darle calor.

Todavía medio dormido, Rafe deslizó la mano por debajo de la camisola, sobre su cadera, y la fue subiendo en una lenta caricia. Dios, qué suave y tersa era su piel. Movió la mano hasta su vientre para atraerla más hacia sí, y Annie murmuró algo entre sueños al tiempo que se movía para acomodar mejor su trasero contra su grueso miembro.

Los pantalones le molestaban, así que Rafe se los desabrochó, se los quitó junto a su ropa interior y respiró aliviado. Volvió a pegar las caderas contra ella y se estremeció de placer al sentir su carne desnuda contra la suya. Nunca antes había deseado a una mujer tan intensamente, nunca hasta el punto de no poder pensar en otra cosa, de que el más mínimo contacto con ella hiciera que su grueso miembro se endureciera al punto del dolor. Dulce Annie… Debería haberlo dejado morir, y, sin embargo, no lo había hecho. No había nada de maldad en ella, a pesar de que se negara a compartir su cálida magia con él. Todavía estaba asustada, pero Rafe sabía que acabaría cediendo, consciente de la sensualidad que escondía su cuerpo mejor que ella misma. Por un instante, Rafe se imaginó su cálido y estrecho interior, cómo su pequeña funda se cerraría y se estremecería a su alrededor al alcanzar el clímax, y casi se le escapó un gemido.