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Pero ahora, se enfrentaba al hecho de que la doctora había confesado que había matado a un hombre, y eso lo enfureció. Como representante de la ley, se suponía que debía hacer algo al respecto.

– A mí me parece que fue un accidente -dijo Atwater finalmente, encogiéndose de hombros-. Como he dicho, no me gustaba mucho ese bastardo. Perdone mi lenguaje, señora.

Rafe cerró los ojos aliviado y, al verlo, el marshal frunció el ceño.

Llena de desesperación, Annie se acercó a Atwater haciendo que él ladeara la cabeza a modo de advertencia y que levantara el revólver. Al instante, Jacali, desde un lateral, murmuró una espeluznante amenaza que se cumpliría si hacía daño a la sanadora blanca.

– Nada de esto tiene que ver con Tench -insistió Annie-. Tench fue sólo una excusa.

El marshal centró toda su atención en ella y Annie hizo caso omiso de la mirada fulminante que Rafe le lanzó. Sospechaba que él creía que era inútil intentar persuadir a Atwater, aunque seguramente también pensara que si se lo contaba, pondría en peligro la vida del marshal. Las muestras de nobleza por parte de Rafe la sorprendían a veces, acompañadas como iban por aquella actitud implacable que asumía cuando decidía hacer algo.

Annie empezó desde el principio. Mientras le explicaba a Atwater cómo había sucedido todo, la impactó lo inverosímil que su historia parecía y casi titubeó. ¿Cómo podía creer alguien una historia así? Incluso la más confiada de las personas necesitaría ver los documentos que Rafe había guardado en la caja fuerte de Nueva Orleáns, y el marshal no parecía una persona confiada en absoluto. Fulminaba con la mirada a Annie, y luego a Rafe, como si el simple hecho de tener que escuchar aquello fuera un insulto para su inteligencia. Su párpado medio caído se cerró aún más.

Cuando la joven acabó su relato, el marshal se la quedó mirando en silencio durante todo un minuto. Luego gruñó y dirigió una siniestra mirada hacia Rafe.

– Odio tener que escuchar una basura como ésta -masculló-. Disculpe, señora.

Rafe se limitó a devolverle la mirada con la mandíbula tensa, y los labios convertidos en una fina y sombría línea.

– La razón por la que odio oír cosas así… -continuó Atwater-…es porque los mentirosos siempre intentan sonar razonables. No sirve de nada mentir si nadie va a creérselo. Así que cuando alguien me cuenta algo que ningún mentiroso que se precié diría, despierta mi curiosidad. Y odio sentir curiosidad por algo. Me quita el sueño. Ahora bien, no cabe duda de que has matado a un buen puñado de hombres en los últimos cuatro años, McCay, 1 pero si lo que la doctora dice fuera cierto, tendría que considerarlo como defensa propia. Y me pregunto quién diablos era ese tal Tilghman para que tu cabeza valga diez mil dólares y por qué nunca había oído hablar de él si era tan importante. Eso ya es extraño de por sí.

Annie tragó saliva sin atreverse a mirar a Rafe. El marshal parecía estar pensando en voz alta y ella no quería interrumpirlo. Una oleada de esperanza la inundó con violencia, haciendo que se sintiera mareada.

¡Dios mío, te lo ruego! ¡Haz que me crea!

– Y ahora que no puedo dejar de darle vueltas en la cabeza a todo eso, ¿qué demonios se supone que debo hacer al respecto? Disculpe, señora. La ley dice que eres un asesino, McCay, y mi deber como agente de la ley es arrestarte. La doctora dice que te persigue gente a la que pagan para asegurarse de que no llegues vivo a un juicio. Ahora bien, supongo que a mí me pagan para que haga justicia, pero no estoy seguro de estar haciendo lo debido si te arresto, cosa que podría hacer -comentó secamente, mirando al gran guerrero apache que seguía sosteniendo el rifle y que los observaba fijamente con sus inquietantes ojos negros. Al parecer, los indios no se estaban tomando muy bien que McCay estuviera atado. Contrariado, volvió a girarse hacia Rafe-. ¿Por qué has pasado tanto tiempo ayudando a esta gente? No te hubiera atrapado si no te hubieras detenido.

Annie tomó aire angustiada y Rafe deseó patear a Atwater por mortificarla así.

– Necesitaban ayuda -respondió de manera cortante.

El marshal se frotó la mandíbula. Probablemente la doctora lo habría persuadido, y ahora lo lamentaba al ser consciente de que había sido la causa de que no pudieran huir a tiempo. Volvió a mirar al forajido con aquella barba negra y vio que sus extraños ojos estaban llenos de ira. Bueno, lo había visto antes. Algunas mujeres tenían la capacidad de enternecer al hombre más duro y estaba claro que la doctora amaba a ese rudo pistolero. La mujer no estaba mal, desde luego, pero era más que eso. Esos grandes ojos oscuros le hacían sentir algo en la boca del estómago, a un perro viejo como él. Si fuera veinte años más joven, también intentaría protegerla a toda costa, sobre todo si alguna vez lo miraba como había estado mirando a McCay.

Bueno, maldita sea, se enfrentaba a un dilema. Si a lo que ella le había contado, se le añadía que resultaba muy extraño que se ofreciera una recompensa tan inusualmente alta por la cabeza de McCay, y que ese supuesto asesino despiadado había arriesgado su vida para ayudar a los apaches, tenía que considerar la posibilidad de que aquella delirante historia pudiera ser cierta. Tendría que comprobarla para hacer justicia, algo más fácil de decir que de hacer. Aunque, de todos modos, él no se había hecho marshal pensando que fuera un trabajo fácil.

Incluso salir de ese campamento podría resultar complicado. El guerrero que sostenía el rifle lo miraba amenazadoramente, así que era preferible no irritarlo.

Atwater tomó una decisión y, suspirando, se puso cansinamente en pie. Su vida volvía a complicarse y sospechaba que las cosas aún empeorarían más.

Cuando se dirigió hacia Rafe y sacó un cuchillo del cinturón, Annie se levantó de inmediato aterrada.

– Los apaches parecen un poco irritables -comentó Atwater-. Tal vez no les guste verte atado, McCay, aunque quizá simplemente se deba a que no les gustan los blancos. Es difícil saberlo. Por si acaso lo que les desagrada es verte atado, voy a arriesgarme a desatarte. Pero no te quitaré los ojos de encima ni un instante. Y ni se te ocurra pensar en escapar -añadió el hombre agriamente-. No me gusta que me tomen por un estúpido y si intentas huir te mataré sin que eso me quite ni un minuto de sueño. Estoy deseando llevarte hasta Nueva Orleáns para comprobar esa delirante historia tuya. No voy a pedirte tu palabra de que no escaparás. Lo que sí haré es mantener a la doctora justo a mi lado, porque no creo que te vayas sin ella. Ahora dime, ¿qué crees que harán los apaches cuando nos vayamos?

Los brillantes ojos de Rafe lo miraban con dureza.

– Supongo que lo averiguaremos pronto, ¿verdad?

No era necesario esperar hasta el día siguiente para dejar el campamento. Sus caballos estaban descansados y lo cierto era que Rafe también prefería alejarse antes de que se recuperaran más guerreros. Varios de ellos estaban ya lo bastante bien como para reunirse fuera cuando Rafe ensilló los caballos, y todos ellos iban armados. Unas cuantas indias también salieron, pero la mayoría permanecieron en las tiendas atendiendo a los que todavía necesitaban cuidados. Sin que Atwater le quitara los ojos de encima, Annie entró a ver cómo estaba el bebé un momento, y fue recompensada con una sonrisa que reveló los dos dientecitos. La niña todavía tenía fiebre, pero masticaba con energía un trozo de piel. La madre apoyó tímidamente una mano sobre el brazo de Annie y le dijo algo, un discurso más bien largo que trataba de expresarle su agradecimiento y que no hizo necesario entender las palabras.