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Los guerreros observaban todo lo que estaba sucediendo con una enigmática mirada. El más grande de todos ellos, un hombre que era casi tan alto como Rafe, se preguntó si alguna vez comprendería a los blancos. Había enemistad entre sus pueblos; sin embargo, el guerrero blanco y su mujer, la sanadora, habían trabajado duro para salvar a su tribu. El apache incluso recordaba estar tumbado casi desnudo mientras el guerrero blanco lo refrescaba con agua, algo increíble. En cuanto a la sanadora… nunca había conocido a nadie como ella. Sus manos eran frías y cálidas a la vez, y le habían transmitido una paz que nunca hubiera creído posible. Estaba seguro de que sin su ayuda no hubiera podido sobrevivir. Y también había salvado al bebé de Lozun, a pesar de que Jacali había dicho que la niña estaba tan cerca del mundo de los espíritus que ya no quedaba ni un aliento en su cuerpo. La magia de la mujer blanca era muy poderosa y el guerrero blanco la vigilaba como un halcón, con el fin de protegerla. Eso era bueno.

Entonces, había llegado ese otro hombre y había atado al guerrero blanco. Jacali se había enfurecido y fue en su busca para que disparara al nuevo intruso, sin embargo, él había esperado, deseando ver qué ocurría. Los tres blancos se habían sentado, habían pronunciado muchas de esas raras palabras suyas, y luego el más mayor había cortado las cuerdas que sujetaban al guerrero blanco. Sí, los blancos eran gente verdaderamente extraña. Por muy agradecido que estuviera a la mujer mágica, se alegraría de verlos marchar.

Pero viajarían hacia el este, a través de la tierra de su pueblo, y tal vez necesitaran su protección. Había muy pocos blancos a los que su pueblo pudiera llamar «amigos», y sería una deshonra para él si permitía que los mataran. Así que le entregó su amuleto bordado con cuentas a Jacali, explicándole lo que quería transmitirles, y ella se lo dio a la mujer mágica, cuyo pálido pelo enmarcaba su radiante rostro. El blanco más mayor conocía algunas palabras de su pueblo y cuando tradujo las palabras de Jacali, la mujer mágica sonrió. Junto a ella, el guerrero blanco observaba todo con sus extraños ojos, protegiendo a su mujer como debía hacer.

El guerrero apache se sintió aliviado al verlos alejarse por fin cabalgando de su campamento.

Annie daba vueltas al amuleto bordado de cuentas en sus manos, siguiendo el complicado dibujo. Era una exquisita obra de artesanía y Atwater le había explicado que era el equivalente a un salvoconducto. En realidad, no era eso exactamente, pero era como mejor podía describirlo.

Les costaría semanas llegar a Nueva Orleáns, ya que tendrían que atravesar todo Nuevo México, Texas y Luisiana. Atwater había mencionado la posibilidad de coger el tren, pero Rafe había rechazado bruscamente la propuesta, algo que había agriado el humor del representante de la ley.

Cuando estuvieron fuera de la vista del campamento apache, Atwater giró bruscamente el revólver hacia Rafe. Como no le había devuelto las armas, no había nada que pudiera hacer al respecto, excepto enfrentarse al marshal con los ojos llenos de una fría furia.

– Al parecer no tendré que preocuparme por llegar a Nueva Orleáns -ironizó.

– Oh, sí que vamos a ir -replicó Atwater-. Es sólo que no confío mucho en que te quedes con nosotros y que quiero ayudarte a resistir la tentación, por así decirlo. Pon las manos en la espalda.

Rafe siguió sus instrucciones con el rostro tenso. Al ver lo que ocurría, Annie hizo girar a su caballo y se acercó, pero Atwater le lanzó una mirada de advertencia.

– Manténgase alejada, señora. Esto es necesario.

– No. No lo es -protestó Annie-. Deseamos que esto se arregle mucho más que usted. ¿Por qué íbamos a huir?

Atwater sacudió la cabeza.

– No sirve de nada que discuta. ¿Qué clase de marshal sería si confiara en la palabra de todos los forajidos que juran que no huirán?

– Déjalo ya, Annie -dijo Rafe cansadamente-. Esto no me matará.

La joven lo sabía, pero también sabía por experiencia lo incómodo que era, y eso que Rafe le había atado las manos por delante en lugar de a la espalda. Annie pensó en tenderle ella misma una trampa a Atwater, pero lo cierto era que lo necesitaban. Él tenía la suficiente autoridad como para hacer que consiguieran su objetivo, y seguramente, incluso la gente que iba tras Rafe se lo pensaría dos veces antes de disparar a un marshal de los Estados Unidos.

Atwater ni siquiera desató a Rafe cuando acamparon y Annie tuvo que darle de comer. Estaba agotada después de los largos días cuidando de los apaches y apenas podía permanecer despierta para tomarse su propia comida. En cuanto acabó de lavar los platos, cogió una manta y se envolvió en ella entre los dos hombres. La dura expresión del rostro de Rafe le indicaba que no le gustaba nada la nueva disposición para pasar la noche, pero Annie no podía dormir con él estando Atwater tan cerca. La joven contuvo la respiración, esperando que Rafe se lo exigiera. En lugar de eso, escogió acostarse a un metro de distancia de ella y Annie soltó un pequeño suspiro de alivio al comprobar que él estaría tan cerca.

El silencio los envolvió y Rafe se tumbó sobre el costado mirando hacia ella, con las manos atadas a la espalda.

– ¿Podrás dormir? -le preguntó Annie preocupada, con voz somnolienta.

Estoy tan cansado que podría dormirme de pie -afirmó.

La joven no estaba segura de si podía creerle, pero estaba demasiado cansada para asegurarse de ello. Deseó poder estar más cerca de él. Se sentía perdida sin esos fuertes brazos envolviéndola mientras dormía; aunque le ayudaba saber que, al menos, estaba lo bastante cerca para poder tocarlo con sólo alargar la mano.

Se quedó dormida enseguida. En cambio, Rafe permaneció despierto un rato, intentando ignorar el dolor en sus brazos y hombros. Se preguntó si Annie estaría embarazada. Él estaba seguro de ello, aunque tendría que esperar impacientemente a que la naturaleza lo confirmara. La convicción de que ella llevaba en su seno a su bebé sólo intensificaba sus instintos más posesivos y protectores. Si se salía con la suya, la joven nunca volvería a dormir a más de un brazo de distancia de él. Cuidar de Annie era el trabajo más importante que había tenido en su vida.

El hecho de volver por fin a Nueva Orleáns le resultaba difícil de asimilar. Había pasado tantos años huyendo, consumido por el resentimiento y por la sensación de haber sido traicionado, que aquel repentino cambio le desorientaba. No obstante, las cuerdas que se le clavaban en las muñecas y la incómoda tensión de sus hombros le recordaban que Atwater todavía lo consideraba un fugitivo. El marshal era un hombre extraño, difícil de comprender. Tenía reputación de ser un tipo duro, dispuesto a atrapar a su presa tanto viva como muerta, pero había escuchado la explicación de Annie y había decidido comprobar si aquella historia era cierta. Por primera vez, después de todos esos años huyendo, Rafe tenía esperanzas de verse libre de sus perseguidores. Cuando Atwater viera los documentos incriminatorios en Nueva Orleáns, sabría que Rafe estaba diciendo la verdad, y probablemente podría hacer algo para que se retiraran los cargos por asesinato por medio de sus contactos federales.

El destino le había jugado una mala pasada hacía cuatro años, y el delgado y cascarrabias marshal con un párpado medio caído parecía la respuesta a sus plegarias.

Atwater permanecía despierto, observando las estrellas y pensando. ¿En qué demonios se había metido, aceptando llevar a McCay a Nueva Orleáns para comprobar aquella inverosímil historia? Se trataba de un peligroso fugitivo, no de un granjero cualquiera. Su sentido práctico le decía que tendría que desatar a ese tipo en algún momento y si McCay decidía escapar, a Atwater no le cabía ninguna duda de que encontraría la forma de hacerlo. Maldita sea, ¿por qué no se limitaba a llevarlo al pueblo más cercano y lo encerraba allí? Podría arreglárselas para llevar a McCay a unos cien kilómetros de distancia más o menos, pero, diablos, Nueva Orleáns estaba a unos mil seiscientos. Definitivamente, ésa no había sido una de sus mejores ideas.