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– Acompáñame -le interrumpió Rafe-. Tengo algo que hacer.

– ¿Algo? ¿Qué? Estamos aquí para conseguir provisiones, no para recorrer la ciudad. Y puedes apostar que si vas a alguna parte, yo estaré justo detrás de ti.

– Tengo que encontrar a un sacerdote. Queremos casarnos aprovechando que estamos aquí.

Atwater se rascó la barbilla con el ceño fruncido.

– No te lo aconsejo, hijo. Tendrías que usar tu verdadero nombre y no es que sea precisamente desconocido.

– Lo sé. Tendré que asumir el riesgo.

– ¿Por alguna razón en particular?

– A partir de aquí, hay muchas posibilidades de que me reconozcan, quizá incluso de que me maten. No quiero morir sin haberla hecho antes mi esposa.

– El hecho de casarse sólo hará que aumenten esas posibilidades -señaló el marshal-. Será mejor que te lo pienses bien.

– Está embarazada.

Atwater le dirigió una de aquellas miradas peculiares suyas durante unos pocos segundos y luego le indicó que se dirigiera hacia las escaleras.

– Entonces, supongo que tendréis que casaros -concluyó, bajando al vestíbulo junto a Rafe.

Tuvieron suerte con el sacerdote que encontraron, un novato recién llegado de Rhode Island que ignoraba por completo la mala reputación del hombre al que tenía que casar y que aceptó celebrar la ceremonia de matrimonio esa misma tarde a las seis. Una vez resuelto ese problema, Rafe insistió en ir a una tienda de ropa, con la esperanza de encontrar algo adecuado para que Annie pudiera ponérselo para la boda. Había unos cuantos vestidos entre los que elegir, y el único que parecía lo bastante pequeño para adaptarse a la estrecha silueta de Annie era más práctico que elegante, pero Rafe lo compró igualmente. Estaba limpio y era de un bonito color azul.

Después se dirigieron de vuelta al hotel, con Atwater caminando detrás de Rafe para poder tenerlo vigilado en todo momento. El carácter desconfiado del marshal estaba empezando a molestar a Rafe, aunque era consciente de que tendría que soportarlo hasta que llegaran a Nueva Orleáns. De hecho, era un precio bastante bajo a cambio de su libertad.

El Paso era una ciudad sucia y bulliciosa, y sus calles estaban llenas de una mezcla de gente de ambos lados de la frontera. Rafe mantuvo su sombrero lo bastante bajo como para ocultar sus ojos, con la esperanza de que nadie se fijara en su rostro. No vio a nadie conocido, aunque siempre existía la posibilidad de que lo reconociera alguien a quien él no hubiera visto nunca.

Tuvieron que pasar por un callejón, y Rafe prácticamente lo había dejado ya atrás cuando oyó el ruido de un movimiento repentino que hizo que se girara instintivamente. El cañón de un revólver sobresalía de uno de los muros y apuntaba directamente a Atwater. Rafe vio a cámara lenta cómo el marshal trataba de coger su revólver. Su carácter desconfiado había hecho que malgastara una preciosa fracción de segundo al mirar primero a Rafe en vez de prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, y aquello probablemente le costaría la vida.

Si mataban a Atwater, Rafe no tendría ninguna posibilidad de que lo exoneraran de los cargos que pesaban sobre él antes de que le metieran una bala en la espalda, así que, sin pensárselo dos veces, se abalanzó sobre el representante de la ley al tiempo que el sonido de un disparo estallaba cerca de su cabeza. Oyó el gruñido de dolor del marshal antes de que ambos chocaran con fuerza contra el suelo y rodaran por la polvorienta calle. Luego escuchó a hombres gritando, el gemido de una mujer, y fue consciente de que la gente se dispersaba. De pronto, captó un rostro entre las sombras del callejón y un segundo después tenía el revólver de Atwater en la mano y estaba disparando. Su tiro fue letal y el hombre del callejón se desplomó de espaldas.

De inmediato, Rafe se quitó de encima al marshal y se incorporó, levantando el percutor de nuevo mientras buscaba entre la multitud que empezaba a aglomerarse cualquier posible amenaza, Lanzó una mirada de soslayo a Atwater y vio que se llevaba la mano a la cabeza para taponar una herida.

– ¿Estás bien? -preguntó Rafe.

– Sí -respondió el representante de la ley malhumorado-. Tan bien como puede estar un hombre que se deja sorprender como un estúpido novato. Me merezco lo que me ha pasado.

El marshal se quitó el pañuelo que llevaba alrededor del cuello y presionó con él la herida para que dejara de sangrar.

– Puedes estar seguro de ello -asintió Rafe. No lo compadeció en absoluto. Si Atwater hubiera prestado atención, eso no hubiera sucedido. Sin perder tiempo, se levantó y extendió la mano al marshal para ayudarle a ponerse en pie. Luego, se abrió paso entre el gentío que se aglomeraba alrededor del bastardo que les había tendido la trampa y se arrodilló junto a él. Al ver la sangre que salía de su boca, supo que la bala le había destrozado los pulmones. No duraría más de un minuto o dos.

– ¿Alguien sabe quién es? -preguntó.

– En realidad, no -respondió alguien-. Puede que tuviera amigos en la ciudad o que estuviera sólo de paso. Por aquí pasan muchos forasteros.

El moribundo miraba fijamente a Rafe y sus labios se movieron.

– ¿Qué dice? -inquirió Atwater de mal talante, dejándose caer sobre una rodilla al otro lado del hombre-. ¿Qué tenía contra mí? No lo había visto nunca.

Pero el hombre ni siquiera miró al marshal. Sus labios volvieron a moverse, y aunque no surgió ningún sonido, Rafe pudo ver que su boca formaba la palabra «McCay». Entonces, empezó a toser y su garganta emitió un sonido gutural. Sus piernas se movieron espasmódicamente y murió sin más.

Rafe tensó la mandíbula, se puso en pie y agarró a Atwater por el brazo para levantarlo.

– Vámonos. -Prácticamente arrastró al marshal fuera del callejón, inclinándose sólo un segundo para coger del suelo el paquete que contenía el vestido de Annie.

– Suéltame el brazo -protestó Atwater con irritación-. Maldición, me estás haciendo daño. Y soy un hombre herido, no es necesario que nos apresuremos de este modo. ¿A qué viene tanta prisa?

– No creo que estuviera solo. -La voz de Rafe sonó lejana y sus claros ojos brillaban como el hielo mientras examinaba cada rostro, cada sombra que encontraba en su camino.

– Entonces, yo me encargaré. No me volverán a coger por sorpresa. -Atwater frunció el ceño-. Tienes mi revólver, maldita sea.

Sin mediar palabra, Rafe volvió a meterlo en la pistolera del marshal.

– ¿Por qué no lo has usado para escapar? -le preguntó el representante de la ley frunciendo el ceño.

– No quiero escapar. Quiero llegar a Nueva Orleáns y conseguir esos documentos. Eres la única oportunidad que tengo de conseguir que mi nombre quede limpio.

Atwater arrugó aún más el ceño. Bien, él había sabido todo el tiempo que, en algún momento, tendría que confiar en McCay. Durante todo aquel infernal viaje, había tenido sospechas de que saldría huyendo a la primera oportunidad y que tendría que volver a perseguirlo. Pero ahora, McCay no sólo le había salvado la vida, sino que no había escapado cuando había tenido la oportunidad perfecta. La única razón de que hiciera eso era que estuviera diciéndole la verdad. Lo que había sido una posibilidad, algo que tenía que comprobarse, se convirtió para Atwater en ese instante en un hecho definitivo. McCay no estaba mintiendo. Le habían tendido una trampa para que cargara con un asesinato, y había sido perseguido injustamente como un animal salvaje por esos documentos.