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– Supongo que podría empezar a confiar en ti -masculló Atwater, decidido a equilibrar de nuevo la balanza de la justicia.

– Supongo -asintió Rafe.

Llegaron al hotel y subieron las escaleras hasta su habitación, pasando sin hacer ruido por delante de la de Annie para no despertarla. Atwater llenó un cuenco de agua, humedeció un pañuelo y empezó a lavar con cuidado la herida de su cabeza.

– Maldita sea. Es como si alguien golpease mi cerebro con un martillo -se lamentó. Un minuto después añadió-: Ese tipo iba a por ti. Te conocía. Pero entonces, ¿por qué me disparó a mí?

– Quería quitarte de en medio para poder quedarse con la recompensa. No eres precisamente un desconocido por aquí.

Atwater resopló.

– Me alegro de que no dijera tu nombre en voz alta. -Se miró al espejo-. Creo que ya no sangro. Aunque la cabeza todavía me retumba.

– Iré a por Annie -dijo Rafe.

– No es necesario, a no ser que pueda hacer algo con este dolor de cabeza.

– Puede -afirmó dirigiéndole una mirada enigmática.

Fue hasta la salida y se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.

– También bajaré a recepción para pedirles que suban agua para poder bañarnos. No voy a casarme cubierto de polvo y oliendo como un caballo. ¿Quieres seguirme hasta abajo para asegurarte de que no escapo?

Atwater suspiró y movió la mano en un gesto de despedida.

– Supongo que no será necesario -respondió.

Sus miradas se encontraron y ambos hombres se comprendieron sin necesidad de palabras.

Rafe bajó a arreglar lo de los baños y luego volvió arriba. Annie todavía dormía cuando Rafe entró en la habitación, y se quedó de pie junto a la cama mirándola un momento. Dios. Su bebé estaba creciendo en el interior de ese delgado cuerpo, minando ya sus fuerzas. Si pudiera, la llevaría entre almohadones durante los siguientes ocho meses, o los siete meses y medio próximos, en realidad, porque habían pasado seis semanas desde aquel día en el campamento apache. Seis semanas desde que le había hecho el amor.

Pensó en los cambios que se producirían en el cuerpo de la joven en los futuros meses, y le angustió la idea de que quizá no estuviera allí para verlos. Su vientre se hincharía y sus pechos aumentarían de tamaño. Al pensar en esa imagen, su grueso miembro se alzó palpitante y Rafe no pudo por menos que sonreír. Se esperaba que los hombres decentes dejaran tranquilas a sus esposas durante el embarazo, así que Rafe supuso que eso era la confirmación de que no era un hombre decente.

Consciente de que la bañera y el agua llegarían enseguida y de que ella tendría que atender al marshal antes, la zarandeó suavemente para despertarla. Annie murmuró algo y le apartó la mano.

– Despierta, cariño. Atwater ha tenido un pequeño accidente y te necesita.

Sus somnolientos ojos se abrieron de golpe y se levantó con dificultad de la cama. Rafe la sujetó al ver que se tambaleaba y casi se vio abrumado por el placer de volver a abrazarla.

– Tranquila -susurró-. No es nada grave, sólo un rasguño en la cabeza.

– ¿Qué ha pasado? -Annie se apartó el pelo de la cara e hizo ademán de coger su bolsa. Pero Rafe se le adelantó y la cogió él mismo.

– Le alcanzó una bala perdida. Nada serio. -No había necesidad de preocuparla.

Se dirigieron a la habitación contigua y Annie obligó al marshal a sentarse para poder examinar con cuidado la herida. Como Rafe le había dicho, no era grave.

– Lamento haberla molestado, señora -se disculpó Atwater-. Es sólo un dolor de cabera. Creo que un trago de whisky habría sido lo mismo.

– No, no lo habría sido -le interrumpió Rafe-. Annie, pon tus manos sobre su cabeza.

La joven lo miró un poco angustiada porque se sentía incómoda e insegura con respecto a lo que él le había dicho sobre su don. Aun así, siguió sus instrucciones y colocó suavemente las manos sobre la cabeza de Atwater.

Rafe observó el rostro del marshal. Al principio, pareció simplemente desconcertado, luego interesado y, finalmente, una expresión de casi extasiado alivio dominó sus rasgos.

– Bueno, confieso que… -suspiró-…no sé lo que ha hecho, pero desde luego ha acabado con el dolor de cabeza.

Annie levantó las manos y se las frotó con aire ausente. Así que era verdad. Realmente tenía un inexplicable poder para curar.

Rafe le rodeó la cintura con el brazo.

– La boda es esta tarde a las seis -anunció-. Te he comprado un vestido nuevo para la ceremonia y he pedido que suban agua caliente y una bañera.

Su táctica de distracción funcionó; y los labios de Annie dibujaron una sonrisa de placer.

– ¿Un baño? ¿Un baño de verdad?

– Sí, un baño de verdad en una bañera de verdad.

Rafe se agachó para coger sus alforjas y el vestido de Annie, y Atwater no pronunció ninguna protesta ante sus evidentes intenciones. En lugar de eso, el marshal casi les sonrió a modo de despedida mientras se tocaba distraídamente la herida de la cabeza.

Annie miró las alforjas cuando Rafe las dejó caer sobre el suelo de su propia habitación. Tampoco ella había pasado por alto lo que implicaba su acción,

– ¿Qué ha pasado? -preguntó.

– Cuando Atwater recibió el disparo, no intenté escapar y decidió que podría confiar en mí -le explicó.

– ¿No te atará más?

La expresión del rostro femenino le indicó a Rafe cuánto le dolía a Annie verlo atado.

– No. -Alargó la mano para acariciarle el pelo justo cuando sonaron los esperados golpes en la puerta.

Rafe abrió y dejó entrar a dos muchachos que cargaban una pesada bañera. Los seguían otros dos sirvientes con dos cubos de agua cada uno, que vaciaron en la bañera. Salieron y volvieron unos pocos minutos más tarde con cuatro cubos más, esta vez de agua muy caliente, que también vaciaron en la tina.

– Serán cincuenta centavos, señor -dijo el más mayor.

Rafe le pagó y Annie se llevó los dedos a los botones de su blusa en cuanto la puerta se cerró. Él la observó con avidez; su hambrienta mirada se deslizó por las pálidas curvas de sus pechos y sus muslos, el suave montículo de vello…

Sin perder un segundo, Annie se metió en el agua con un voluptuoso suspiro. Cerró los ojos y apoyó la espalda en el borde de la bañera. Ni siquiera había pensado en coger el jabón, así que Rafe lo sacó de sus alforjas y lo tiró al agua provocando un pequeño ruido.

– Es maravilloso -susurró Annie abriendo los ojos y dedicándole una sonrisa-. Mucho mejor que los arroyos fríos.

Rafe tenía muy buenos recuerdos de un par de esos fríos arroyos. Sintiendo que se estaba excitando por momentos, empezó a quitarse la ropa con rapidez pensando en los maravillosos recuerdos que también podría tener de esa bañera.

Annie miró la cama cuando él se metió en el agua junto a ella.

– Llegaremos a la cama esta noche -le prometió Rafe.

Noah Atwater, marshal de los Estados Unidos, muy limpio y con su pelo perfectamente peinado, avanzó rígido por el pasillo junto a Annie hasta dejarla bajo la protección y el cuidado de su futuro esposo. La joven estaba un poco desconcertada. Rafe había mencionado el matrimonio una vez, ella se había acostado para dormir un poco y se había despertado con la noticia de que la boda se celebraría sólo un par de horas más tarde. Llevaba un sencillo vestido azul que parecía hecho especialmente para ella. Bajo la tela, su cuerpo todavía vibraba tras haber hecho el amor. Seis semanas de abstinencia lo habían dejado… hambriento.

No dejó de mirar de soslayo a Rafe durante la breve ceremonia y decidió que su corta barba negra le quedaba bien. Deseó que su padre hubiera estado vivo para acompañarla ese día tan especial, que el hombre al que amaba no tuviera un cargo por asesinato sobre su cabeza y que un ejército de asesinos no lo estuviera buscando, pero, aun así, era feliz. Recordó el terror que sintió cuando Rafe la secuestró en Silver Mesa, y se maravilló de cuánto había cambiado su vida en el poco tiempo que había pasado desde entonces.