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La ceremonia acabó y el pastor y su esposa les sonrieron. Atwater se enjugó los ojos a escondidas y Rafe levantó el rostro de Annie para darle un cálido y firme beso. Por un momento, la joven se quedó paralizada. ¡Ahora era una mujer casada! Qué sorprendentemente sencillo había sido todo.

Cuando llegaron a Austin dos semanas después, se registraron en otro hotel con nombres falsos. Rafe dejó a Annie acostada en la cama y salió de inmediato a buscar a Atwater. En las dos semanas siguientes a la boda, las fuerzas de la joven se habían mermado rápidamente debido a las náuseas matinales. El problema era que no se limitaban sólo a las mañanas y, a consecuencia de ello, apenas conseguía digerir algo de comida. De hecho, ni siquiera el polvo de jengibre molido que tomaba conseguía asentar su estómago.

– Tendremos que continuar el viaje en tren -le dijo a Atwater-. Annie no puede seguir a caballo.

– Lo sé. A mí también me ha estado preocupando mucho. Ella es médica, ¿qué dice?

– Asegura que jamás volverá a dar una palmadita a una mujer embarazada y a decirle que los vómitos sólo son una parte más del proceso de tener un bebé. -Annie había decidido tomárselo con sentido del humor. En cambio, Rafe apenas podía dormir al ver que cada día estaba más delgada.

Atwater se rascó la cabeza.

– Podrías dejarla aquí y continuar nosotros solos hasta Nueva Orleáns.

– No -se opuso Rafe en un tono que no admitía réplicas-. Si alguien descubre que me he casado e investiga, ella correrá tanto peligro como yo. Más incluso, porque no sabe cómo protegerse a sí misma.

Atwater bajó la mirada y observó el revólver enfundado en la pistolera que Rafe llevaba a la cadera. Se lo había devuelto después de la boda, ya que dos hombres armados eran mejor que uno. Si alguien podía proteger a Annie, era ese hombre.

– De acuerdo -asintió-. Continuaremos en tren.

Quizá había sido el esfuerzo físico de cabalgar lo que había hecho que Annie se encontrara tan mal, porque empezó a sentirse mejor al día siguiente, a pesar del balanceo del tren. La joven protestó por el cambio de planes, consciente de que Rafe había decidido continuar en tren por ella, pero como siempre, él se había mostrado tan inamovible como una pared de granito. Annie todavía sonreía al recordar lo que le dijo Atwater cuando se había visto obligado a comprar polvos de tocador: «Algo condenadamente humillante para un hombre. Y disculpe mi lenguaje, señora». Rafe los usó para aclarar su barba y sus sienes, consiguiendo un elegante tono gris que le dotaba de un aire de distinción. A Annie le agradó el resultado y pensó que ése sería el aspecto que tendría con veinte años más.

Nunca había estado en Nueva Orleáns, pero estaba demasiado tensa para apreciar los encantos de la cada vez más poblada ciudad. Se registraron en otro hotel y decidieron que irían al banco en busca de los documentos al día siguiente. Incluso el viaje en tren había resultado agotador, así que cenaron en el comedor del hotel y después se retiraron a sus habitaciones.

– ¿Te acompañará Atwater mañana? -le preguntó Annie una vez estuvieron en la cama. Llevaba todo el día preocupada por eso.

– No, iré solo.

– Tendrás cuidado, ¿verdad?

Rafe le cogió la mano y se la besó.

– Soy el hombre más cauteloso que has conocido nunca.

– Quizá deberíamos aclararte todo el pelo mañana.

– Si quieres… -Estaba dispuesto a cubrir todo su cuerpo de polvo si eso aliviaba algo la angustia de la joven. Volvió a besar las puntas de sus dedos y disfrutó del cálido cosquilleo que tan sólo él podía sentir. Nadie más podía experimentar lo mismo cuando Annie los tocaba, así que había llegado a la conclusión que se debía a la respuesta de ella hacia él.

– Me alegra que nos hayamos casado.

– ¿De veras? Me da la impresión de que últimamente sólo soy una molestia para ti.

– Eres mi esposa y estás embarazada. No eres ninguna molestia.

– Me da un poco de miedo pensar en el bebé -le confesó-. Muchas cosas dependen de lo que ocurra en los próximos días. ¿Y si te pasa algo? ¿Y si los documentos han desaparecido?

– Estaré bien. No me han capturado en cuatro años y no lo harán ahora. Y si los documentos no están… pensaremos en otro plan de acción. Claro que… Atwater podría mostrarse reacio al chantaje.

– Yo no -afirmó Annie imprimiendo una gran determinación en su voz.

Rafe dejó la pistolera en el hotel, aunque llevaba el revólver de reserva sujeto al cinturón en su espalda. Atwater había aparecido con un sombrero y un abrigo de corte más propio del Este para que se los pusiera, y Annie se encargó de empolvar su pelo y su barba. Una vez decidió que iba lo más disfrazado posible que podría permitirse, Rafe recorrió las siete manzanas que le separaban del banco donde había dejado los documentos. No era probable que alguien se fijara en él, pero aun así, observó con atención todos los rostros con los que se cruzó. Nadie parecía mostrar ningún interés en ese hombre alto de cabello gris que se movía con la agilidad propia de una pantera.

Contaba con encontrar los documentos donde los había dejado. Si Vanderbilt hubiera sospechado algo, habría enviado a todo un ejército para registrar la ciudad, incluyendo las cajas fuertes de los bancos, que no estaban garantizadas contra las grandes influencias. Rafe estaba seguro de que si hubieran encontrado los documentos, la persecución a la que había sido sometido no habría sido tan intensa. Después de todo, sin los documentos para respaldarlo, no tenía pruebas de nada, y ¿quién creería su palabra? Vanderbilt, desde luego, no parecía preocuparse por que Davis confesara. La palabra del antiguo presidente de la Confederación no tendría ningún peso fuera del Sur, donde podría provocar un linchamiento. No, Vanderbilt no tenía que preocuparse por nada con respecto a Davis.

La forma más fácil de llevar a cabo todo aquello sería entregar los documentos a Vanderbilt a cambio de que se retiraran los cargos por asesinato. Pero a Rafe no le gustaba esa idea. No quería que Vanderbilt saliera indemne. Quería que ese bastardo pagara por lo que había hecho, al igual que Jefferson Davis. Lo único que le inquietaba sobre el hecho de asegurarse de que el antiguo presidente sufriera por su traición era que, en todo el Sur, cientos de miles de personas habían sobrevivido porque, a pesar de la derrota, habían mantenido su orgullo intacto. Conocía a sus compatriotas sureños y sabía que las noticias sobre la traición de Davis harían añicos ese fiero orgullo que había hecho que se mantuvieran en pie. No sufriría sólo Davis, sino todos y cada uno de los hombres que hubieran luchado en la guerra, y todas y cada una de las familias que hubieran perdido a un ser querido. Las gentes del Norte tendrían su venganza, porque Vanderbilt sería juzgado por traición y probablemente fuera condenado a muerte, pero a los sureños no les quedaría nada.

Cuando llegó al banco, sacó la llave de la caja fuerte y le dio varias vueltas en la mano. Había llevado consigo esa llave durante cuatro años dentro de su bota y esperaba no tener que volver a verla nunca más.

No tuvo ningún problema en recuperar los documentos, ya que tenía la llave, y el nombre que dio coincidía con el que constaba en los registros del banco. Sin desenvolver el paquete, se lo metió bajo el abrigo y regresó al hotel.