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No fue difícil localizar la casa de Davis en Memphis, ya que el antiguo presidente de la Confederación era un personaje famoso. Era cierto que trabajaba con una compañía de seguros; un trabajo que le proporcionaron sus partidarios para que el orgulloso militar no tuviera que verse obligado a aceptar caridad, pero que representaba una humillación para alguien que, durante cuatro años, había dirigido una nación.

Rafe y Annie permanecieron recluidos en otra habitación de hotel más mientras Atwater contactaba con Davis en su lugar de trabajo, después de haber llegado a la conclusión de que era la opción más sencilla. Rafe se alegró de tener a su mujer para él solo durante un tiempo, ya que, a pesar de haber tenido su propio camarote en el barco de vapor, el marshal siempre había permanecido cerca. Deseaba hacerle el amor a Annie a plena luz del día para poder ver con claridad los sutiles cambios producidos por el embarazo. Aunque su vientre todavía seguía plano, estaba tenso y sus pechos más pesados, con los pezones más oscuros. Se quedó extasiado, y por un momento olvidó a Atwater y a Davis, se olvidó de todo excepto de la magia que sólo ellos dos compartían.

Cuando el marshal regresó, venía de mal humor.

– No ha querido hablar conmigo -les explicó-. Ni siquiera le he podido decir directamente lo que teníamos, porque había algunos tipos en la oficina que podrían haberlo oído. Pero Davis me ha asegurado que estaba intentando recuperarse de la guerra, no revivirla, y que pensaba que no ganaríamos nada discutiéndola de nuevo. Ésas son sus palabras, no las mías. Yo no hablo así.

– Tendremos que hacerle cambiar de opinión -repuso Rafe. Sus ojos indicaban que no le importaban en absoluto los sentimientos de Davis.

Atwater suspiró.

– La verdad es que está bastante envejecido. No tiene muy buen aspecto.

– Yo tampoco lo tendré colgado de una soga. -Al sentir que Annie se estremecía, Rafe lamentó haber dicho aquellas palabras y le acarició la rodilla a modo de disculpa.

– Volveré mañana -decidió el marshal-. Quizá consiga hablar con él cuando esa pandilla de chupatintas no revolotee a su alrededor.

Al día siguiente, Atwater se llevó una nota consigo en la que se informaba a Davis que la gente que deseaba verle tenía algunos de sus viejos papeles, papeles que se habían perdido durante su huida hacia Texas, justo antes de ser capturado.

Davis leyó la nota y su inteligente mirada se perdió en el vacío mientras retrocedía en el tiempo hasta aquellos frenéticos días, seis años atrás. Pasados unos segundos, dobló cuidadosamente la nota y se la devolvió a Atwater.

– Le ruego que informe a esas personas que estaré encantado de reunirme con ellas en mi casa esta noche para cenar. Usted también está incluido en la invitación, caballero. Les espero a las ocho.

Atwater asintió, satisfecho.

– Allí estaremos -le aseguró.

Annie estaba tan nerviosa que apenas podía abrocharse el vestido azul que había llevado para su boda, y Rafe le apartó las manos para acabar de hacerlo él mismo.

– El vestido empieza a quedarme ceñido -comentó Annie, pasando una mano por su cintura y su pecho. En un mes, sería incapaz de ponérselo.

– Entonces, te compraré algunos vestidos nuevos -le contestó Rafe, inclinándose para besarle el cuello-. O puedes limitarte a ponerte mis camisas. Eso me gustaría.

Llena de angustia, Annie lo estrechó con fuerza contra sí, como si pudiera mantenerlo a salvo en el refugio de sus brazos.

– ¿Por qué no hemos tenido ningún problema? -reflexionó en voz alta-. Eso me preocupa.

– Quizá nadie esperaba que viniéramos al Este… y recuerda que viajamos a través de territorio apache. Eso sin contar con que buscan a un hombre solo, no a dos hombres y una mujer.

– Atwater ha sido una bendición.

– Sí -asintió Rafe-. Aunque no pensé eso cuando estaba sentado en el suelo con las manos atadas a la espalda y ese revólver apuntando a mi estómago.

Rafe la soltó y retrocedió. A pesar de su evidente tensión, no se sentía nervioso por el inminente encuentro. Y tampoco estaba impaciente por ver a Davis. Era un encuentro al que podría renunciar con gusto el resto de su vida.

La casa de Davis era modesta, como lo eran sus ingresos. No obstante, todavía estaba muy bien considerado entre las personas influyentes la ciudad, y la modesta casa recibía un constante flujo de visitantes. Sin embargo, ese día, su única compañía era un marshal de los Estados Unidos, un hombre alto y una mujer más bien menuda.

Davis examinó con atención el rostro de Rafe antes de que Atwater tuviera la oportunidad de presentárselo, y luego le extendió la mano.

– ¿Cómo está, capitán McCay? Han pasado unos cuantos años desde la última vez que le vi… Creo que fue a principios del 65.

Su extraordinaria memoria no sorprendió en absoluto a Rafe, que se obligó a sí mismo a estrechar la mano del antiguo presidente.

– Estoy bien, señor. -Le presentó a Annie y ella también le dio la mano.

La joven sostuvo la delicada y firme mano del ex presidente un poco más de lo necesario y los perspicaces ojos de Davis parecieron pensativos mientras observaba sus manos unidas.

Rafe bajó los párpados al sentir un ridículo ataque de celos. ¿Acaso Annie le había transmitido un mensaje con su tacto? La expresión de Davis se había suavizado visiblemente.

– El señor Atwater no me dio sus nombres cuando solicitó esta reunión. Por favor, tomen asiento. ¿Les apetece beber algo antes de cenar?

– No, gracias -respondió Rafe-. Atwater no le dijo quién era yo para evitar que alguien pudiera oír mi nombre. Me buscan por asesinato.

Annie observó la ascética cara del antiguo presidente mientras Rafe le relataba lo que había sucedido en esos últimos cuatro años. Tenía una frente alta y amplia, y su rostro reflejaba nobleza y una gran inteligencia. Había sido calificado como un traidor a la patria por los periódicos norteños y ella suponía que tenía que considerarlo como tal, pero también podía ver por qué había sido elegido para dirigir el gobierno de la Confederación. Parecía sufrir alguna enfermedad, sin duda a causa de los dos años de cárcel, y una profunda tristeza asolaba sus ojos.

Cuando Rafe acabó de hablar, Davis extendió su delgada mano para que le entregara los documentos. Los hojeó en silencio durante varios minutos y luego cerró los ojos y se recostó en su silla. Parecía increíblemente cansado.

– Pensaba que los habíamos destruido -comentó después de un momento-. Si hubiera sido así, el señor Tilghman todavía estaría vivo, y su propia vida no hubiera quedado arruinada.

– Si se hicieran públicos, la vida de Vanderbilt tampoco sería muy cómoda.

– No, me imagino que no.

– Vanderbilt fue un estúpido -continuó Rafe-. Debió prever que estos documentos podrían usarse contra él para conseguir dinero.

– Yo no habría hecho eso -protestó Davis-. Sin embargo, deben usarse para conseguir que se haga justicia con usted.

– ¿Por qué lo hizo? -le preguntó Rafe de pronto, sin poder evitar que la amargura se reflejara en su voz-. ¿Por qué aceptó el dinero sabiendo que era inútil? ¿Por qué prolongar la guerra?

– Me preguntaba si había leído mis notas personales. -Davis suspiró-. Mi trabajo era mantener a la Confederación con vida. En esas notas describí cuáles eran mis miedos más profundos, no obstante, siempre existía la posibilidad de que el Norte se cansara de la guerra y propusiera ponerle fin. Mientras la Confederación existiera, yo estaba a su servicio. No fue una decisión complicada, aunque me arrepiento profundamente de haberla tomado. Si nuestra visión de futuro fuera tan clara como la que tenemos del pasado, piense en cuántas tragedias podrían haberse evitado. Por desgracia, mirar al pasado es algo inútil y sólo sirve para lamentarse.

– Mi padre y mi hermano murieron durante el último año de la guerra -bramó Rafe.