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– Entiendo. -Los ojos de Davis se oscurecieron por el dolor-. Entonces tiene razones para odiarme. Lo lamento, caballero, y le presento mis más sinceras condolencias, aunque estoy seguro de que no las desea. Si pudiera compensarle de alguna forma, lo haría.

– Podría ayudarnos a pensar en algo para conseguir que esos cargos por asesinato se retiren -intervino Atwater-. Sólo con revelar que Vanderbilt fue un traidor, no lo lograremos.

– No, desde luego que no -asintió Davis-. Déjenme pensar en ello.

– Deben volver a Nueva York -les sugirió al día siguiente-. Allí tendrán que contactar con un banquero, el señor J. P. Morgan. Le he escrito una carta -dijo entregándosela a Rafe-. Lleven los documentos que incriminan a Vanderbilt a la reunión. En cuanto a mis notas personales… me gustaría quedármelas, si no les importa.

– ¿Qué le dice en la carta? -preguntó Rafe sin rodeos.

– El señor Vanderbilt tiene mucho dinero, capitán McCay, y la única forma de combatirlo es con más dinero. El señor Morgan tiene más que suficiente. Es un hombre de negocios extremadamente astuto que posee una rigurosa moral. Está creando un imperio financiero que puede, a mi juicio, contener la influencia del señor Vanderbilt. Le he explicado resumidamente la situación al señor Morgan solicitándole su ayuda, y tengo razones para creer que nos la ofrecerá.

Annie suspiró cuando Rafe le dijo que tendrían que ir a Nueva York.

– ¿Crees que el bebé nacerá en un tren en medio de algún lugar? -preguntó ella juguetonamente-. ¿O quizá en un barco de vapor?

Rafe la besó y acarició su vientre. Hasta el momento, no había sido muy buen esposo, arrastrándola por todo el país cuando ella más necesitaba paz y tranquilidad.

– Te quiero -le dijo.

Annie se echó atrás para mirarlo y sus oscuros ojos se agrandaron a causa de la sorpresa. Su corazón empezó a latir con fuerza y tuvo que apoyar la mano contra el pecho.

– ¿Qué? -susurró.

Rafe se aclaró la garganta. No había planeado decir lo que había dicho y las palabras habían salido sin previo aviso. No se había dado cuenta de lo inseguro y vulnerable que esa breve frase le haría sentirse. Ella se había casado con él, pero lo cierto es que no había tenido muchas opciones, ya que estaba embarazada.

– Te quiero -repitió conteniendo la respiración.

Annie estaba pálida, aunque su rostro se había iluminado con una sonrisa.

– No… no lo sabía -musitó abalanzándose a sus brazos y aferrándose a él como si nunca fuera a soltarlo.

La opresión que Rafe sentía se suavizó y pudo respirar de nuevo. La llevó en brazos hasta la cama, la depositó sobre ella y se tumbó a su lado.

– Tú también puedes decir esas palabras, ¿sabes? -la provocó-. Nunca lo has hecho.

La sonrisa de Annie se volvió aún más radiante.

– Te quiero.

No hubo declaraciones extravagantes ni grandes análisis, sólo aquellas sencillas palabras. Sin embargo, fueron más que suficientes para los dos. Permanecieron abrazados durante largo tiempo, absorbiendo la cercanía del otro. Rafe sonrió al tiempo que apoyaba la barbilla en su cabeza. Aquella primera noche, cuando la había obligado a tumbarse sobre la manta para compartir el calor de su cuerpo y la había deseado a pesar de estar malherido, debería haber intuido que la amaría más que a su propia vida. Debería haber sabido que ella acabaría significándolo todo para él.

Una semana más tarde, los tres estaban sentados en el despacho lujosamente decorado de J. P. Morgan en la ciudad de Nueva York, el lugar donde todo había empezado para Rafe, cuatro años antes. Morgan daba golpecitos con la mano sobre la carta de Jefferson Davis, pensando cómo la curiosidad podía impulsar a los hombres a hacer cosas poco corrientes. Había estado claro para Morgan desde el principio que esa gente deseaba pedirle un favor y él normalmente se negaba a ver a personas así, pero su secretario le había dicho que tenían una carta de Jefferson Davis, el antiguo presidente de la Confederación, y la curiosidad le había impulsado a conceder la entrevista. ¿Por qué le escribiría el señor Davis? Nunca se había encontrado con ese hombre, y siempre había desaprobado la política sureña. Aunque, por otro lado, la reputación de Davis era interesante y J. P. Morgan era un hombre que sostenía que la integridad era la más importante de las virtudes.

El banquero escuchó a Atwater resumir brevemente la razón de su presencia allí, y sólo entonces abrió la carta de Jefferson Davis. Tenía treinta y cuatro años, la edad de Rafe, pero ya había establecido las bases para un imperio financiero que estaba totalmente decidido a controlar. Su fuerza se veía reflejada en sus ojos. Era hijo de un banquero y comprendía a la perfección las sutilezas del negocio. Incluso su silueta, que ya daba señales de una próspera corpulencia, le daba el aspecto de un banquero.

– Esto es increíble -afirmó finalmente, dejando a un lado la carta y cogiendo los documentos para estudiarlos. Miraba a Rafe con la clase de respeto cauteloso que uno tiene por un animal peligroso-. Ha conseguido eludir lo que podría equipararse a un ejército durante cuatro años. Es usted un hombre formidable, señor McCay.

– Todos sabemos cuál es el terreno en el que mejor nos movemos. En su caso, señor Morgan, creo que son las salas de juntas.

– El señor Davis piensa que es justo ahí donde se puede controlar mejor al señor Vanderbilt. Y creo que tiene razón. El dinero es lo único que el señor Vanderbilt comprende, lo único que respeta. Será un honor para mí ayudarle, señor McCay. Lo que esto demuestra es… nauseabundo. Confío en que podrá eludir a sus perseguidores unos pocos días más.

A J. P Morgan le costó ocho días arreglar el tipo de apoyo que necesitaba, consciente de que el secreto para ganar batallas era no luchar hasta que no se dispusiera de las armas necesarias para vencer. El banquero contaba con esas armas cuando concertó una cita para encontrarse con Vanderbilt, y ya estaba pensando en otra batalla que tenía en mente, una que duraría años y que le hubiera sido imposible ganar sin esos documentos.

Annie estaba casi enferma por la tensión, consciente de que todo dependía de esa reunión. La siguiente media hora decidiría si ella y Rafe podrían disfrutar de una vida normal o si se verían obligados a seguir huyendo para siempre. Él hubiera preferido que ella se quedara en el hotel, pero Annie se jugaba demasiado para ser capaz de hacerlo y, al final, Rafe cedió, quizá dándose cuenta de que la angustia de la espera sería peor para ella que saber qué estaba sucediendo.

Sin querer dejar nada al azar, Rafe se guardó el revólver en la espalda y, de camino al despacho del comodoro Vanderbilt, escudriñó las caras de los empleados que poblaban las salas.

– ¿Has visto a ese tal Winslow? -siseó el marshal, que también había estado atento.

Rafe hizo un gesto negativo con la cabeza. El despacho de Vanderbilt estaba lujosamente amueblado, con un estilo mucho más ostentoso que el de Morgan. La oficina del banquero transmitía prosperidad y confianza mientras que la de Cornelius Vanderbilt pretendía exhibir su riqueza. Había una alfombra de seda en el suelo y una araña de cristal colgando del techo; el tapizado de las sillas se había confeccionado con la más excelente piel y las paredes eran de la más suntuosa caoba. Annie casi había esperado encontrarse con un ser diabólico que lanzara miradas lascivas y crueles desde su gran sillón tras el enorme escritorio, pero, en lugar de eso, se encontró con un anciano de pelo blanco que parecía debilitado por la edad. Sólo sus ojos insinuaban todavía la crueldad que había utilizado como un látigo para erigir su imperio.

Vanderbilt pareció sorprendido por las cuatro personas que habían entrado en su despacho, ya que esperaba encontrarse sólo con Morgan, un banquero con el suficiente poder como para dignarse a recibirlo. Sin embargo, ejerció de buen anfitrión antes de que la conversación pasara a temas de negocios. De hecho, siempre se trataba de negocios, ¿por qué otra razón habría solicitado un banquero una cita con él? Para Vanderbilt era un orgullo que Morgan hubiera ido a verle, en lugar de esperar que él visitara sus oficinas. Eso revelaba exactamente quién tenía más poder. El comodoro sacó su reloj y lo miró, indicándoles que su tiempo era valioso.