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Siempre había apreciado la ubicación de su casa en los límites de la ciudad, un lugar cómodo, aunque íntimo y aislado de los alborotos de los mineros borrachos que disfrutaban de todo lo que los salones y los prostíbulos les ofrecían hasta bien pasadas las primeras horas de la mañana. Ahora, sin embargo, habría dado cualquier cosa por que, al menos, apareciera un minero borracho, ya que, desde allí, por mucho que gritara, seguramente nadie la escucharía.

– Apague la lámpara -le ordenó.

Annie se inclinó sobre la silla para hacerlo. La repentina ausencia de luz la asustó aun más, a pesar de que ya empezaba a asomar una fina veta de plata perteneciente a la luna nueva.

Rafe soltó sus propias riendas y extendió hacia ella una mano enfundada en un guante, la que no sostenía el revólver. El enorme caballo no se movió; una reacción fruto de un buen entrenamiento y del control de las poderosas piernas que permanecían pegadas a sus costados.

– Deme sus riendas.

De nuevo, ella no tuvo más opción que obedecerle. Le tendió las riendas por encima de la cabeza de su montura para engancharlas alrededor del pomo de la silla, de forma que el caballo de Annie no tuviera otra alternativa que seguirle.

– Ni se le ocurra pensar en saltar del caballo -le advirtió-. No llegaría muy lejos, y eso me enfurecería mucho. -Su grave y amenazante voz, hizo que un escalofrío recorriera la espalda femenina-. Estoy seguro de que no quiere que eso pase.

Rafe hizo avanzar a los caballos a un lento trote hasta que estuvieron lejos de Silver Mesa y luego inició un ligero galope. Annie rodeó con ambas manos el pomo de su silla y se agarró fuerte. En unos minutos, estaba deseando haber pensado en coger sus guantes. El aire frío de la noche le penetraba hasta los huesos y ya le dolían el rostro y las manos.

En cuanto sus ojos se adaptaron a la oscuridad y pudo ver con bastante claridad, se dio cuenta de que cabalgaban hacia el oeste y de que se dirigían a las montañas. Allí arriba aún haría más frío, pues había visto los altos picos coronados de nieve incluso en pleno mes de julio.

– ¿Adónde vamos? -preguntó, esforzándose por mantener la voz serena.

– Arriba – respondió él.

– ¿Por qué? ¿Y por qué me obligas a ir contigo?

– Fuiste tú quien dijo que necesitaba un médico -contestó con desgana-. Y tú eres médico. Ahora cállate.

Ella guardó silencio, pero tuvo que apelar a toda su fuerza de voluntad para no perder los nervios. Aunque nunca se había considerado una cobarde, aquella situación le parecía más que justificada para permitirse perder el control. En Filadelfia, la gente que necesitaba un médico no secuestraba a uno.

No era la situación lo que la asustaba, sino su captor. Desde el momento en que esos fríos ojos se habían encontrado con los suyos, había sido muy consciente de que aquel hombre era extremadamente peligroso. Sentía que podía atacar y matar con rapidez e indiferencia. Annie había dedicado su vida a cuidar a los demás, a preservar la vida, y su captor era la antítesis directa de los principios que ella lanío valoraba. No obstante, le habían temblado las manos cuando lo tocó, no sólo a causa del miedo, sino también porque la intensa masculinidad que irradiaba la hacía sentirse débil. Recordar lo que sintió al curar sus heridas la avergonzaba. Como médico, debería haberse mantenido distante.

Una hora después, sus pies empezaron a entumecerse y parecía que sus dedos fueran a romperse si los intentaba doblar. Le dolían las piernas y la espalda, y había empezado a temblar sin cesar. Miró fijamente la oscura silueta del hombre que cabalgaba justo delante de ella y se preguntó cómo podía mantenerse sobre la silla. Teniendo en cuenta la sangre que había perdido, la fiebre y la infección, debería de haber estado en cama desde hacía bastante tiempo. Aquella increíble fortaleza la amedrentaba, pues sabía que tendría que enfrentarse a ella para poder escapar.

Él le había dicho que no le pasaría nada, pero, ¿cómo podía creerle? Estaba totalmente a su merced, y hasta el momento no le había dado ninguna razón para creer que tuviera ni un ápice de compasión. Podía violarla, matarla, hacer lo que quisiera con ella y probablemente nadie encontraría nunca su cadáver. Cada paso que daban los caballos hacía que se adentrara aún más en el peligro y disminuían las posibilidades de que pudiera volver a Silver Mesa, aunque consiguiera huir.

– Por… por favor, ¿podemos parar para pasar la noche y encender un fuego? -La joven se sorprendió a sí misma al oír su propia voz. Las palabras habían surgido de sus labios sin que ella se diera apenas cuenta.

– No -contestó él de forma rotunda e implacable.

– Te lo ruego. -Al percatarse de que estaba suplicando, sintió que un profundo temor se instalaba en su vientre-. Tengo mucho frío.

Rafe volvió la cabeza y la miró. Annie no pudo distinguir los rasgos de su rostro bajo el ala del sombrero, pero sí el débil destello de sus ojos.

– Todavía no podemos parar.

– Entonces, ¿cuándo?

– Cuando yo lo diga.

Pero no lo dijo, no durante aquellas horas interminablemente largas y cada vez más frías. El aliento de los caballos se elevaba hacia el cielo formando nubes de vapor. El ritmo se volvió irremisiblemente más lento a medida que el camino se hacía más abrupto y Rafe se vio obligado a desenganchar varias veces las riendas del caballo de la joven para sostenerlas en la mano, haciendo avanzar al animal pegado a él en fila india. Annie intentó calcular el tiempo que llevaba sobre la silla, pero descubrió que el frío y el dolor distorsionaban cualquier percepción del mismo. Cada vez que alzaba la vista hacia la luna, descubría que apenas se había movido desde la última vez que la había mirado.

Sus pies estaban tan fríos que cualquier movimiento de sus dedos se convertía en una tortura. Sus piernas se estremecían continuamente, ya que la prudencia la obligaba a sujetarse con ellas con fuerza a los flancos del caballo para mantenerse sobre la silla. El frío hacía que pareciera que su garganta y sus pulmones estuvieran en carne viva, y cada bocanada de aire que tomaba era como fuego para los delicados tejidos. Levantó el cuello de su abrigo e intentó bajar la cabeza para protegerse con él y que el aire que respirara fuera más cálido, pero la prenda no dejaba de abrirse y no se atrevía a soltar el pomo de la silla para mantenerla cerrada.

En medio de una silenciosa desesperación, clavó su mirada en la amplia espalda que había frente a ella. Si él podía seguir, enfermo y herido como estaba, entonces, ella también podía hacerlo. Sin embargo, aquella repentina obstinación pronto fue vencida por el dolor que invadía todas sus articulaciones. Maldito fuera, ¿por qué no quería рarar?

Rafe se había abstraído ignorando las molestias físicas y centrando toda su atención en poner distancia entre él y Trahern. Sin duda, el cazarrecompensas seguiría su rastro hasta Silver Mesa, debido a que el clavo torcido en la herradura de la pata delantera derecha de su caballo dejaba marcas inconfundibles sobre la tierra, Por eso, lo primero que había hecho en Silver Mesa fue localizar al herrero y hacer que volvieran a herrar al animal. No le importaba que Trahern lo descubriera, ya que le sería imposible distinguir las huellas de su montura entre los millares que había alrededor de la herrería; eso dando por sentado que quedara algún rastro de su caballo cuando Trahern llegara a Silver Mesa, algo bastante improbable. Rafe también contaba con la ventaja de que seguir la pista de alguien a través de una ciudad tan concurrida resultaba casi imposible, dado que las huellas quedaban constantemente cubiertas por otras nuevas.