Primero, Trahern cabalgaría trazando un amplio círculo alrededor de la ciudad en busca de aquellas evidentes huellas con el clavo torcido. Cuando no las encontrara, entraría en Silver Mesa y empezaría a hacer preguntas, pero se toparía con un callejón sin salida en la herrería. Rafe había salido directamente de la ciudad después de haber herrado a su caballo, recorriendo el mismo camino que había seguido al entrar. Luego había atado al animal y había vuelto a la ciudad a pie, procurando no atraer la atención hacia él. Durante la guerra, había aprendido que la forma más fácil de ocultarse era mezclarse con la multitud. En una ciudad en expansión como Silver Mesa, nadie prestaba atención a un forastero más, sobre todo a uno que no miraba a los ojos y que no hablaba con nadie. En un principio, había tenido la intención de conseguir vendas y ácido carbólico como desinfectante, y el hecho de que quisiera hacerlo de una forma tan anónima se debía a que no deseaba que Trahern descubriera lo mal que estaba. Un enemigo podía coger cualquier mínima información y usarla a su favor. Pero la prudencia le había hecho inspeccionar toda la ciudad en busca de algún camino alternativo de escape por si se hacía necesario usarlo, y, entonces, había descubierto el cartel rudimentariamente grabado en el que ponía Dr. A. T. Parker.
Había estado vigilando durante un tiempo, considerando el peligro. El doctor no parecía estar en la consulta; unas cuantas personas habían llamado a la puerta y luego se habían alejado al ver que nadie respondía a su llamada.
Había empezado a temblar mientras vigilaba desde su escondrijo, y aquella nueva prueba de que la fiebre le estaba subiendo le había hecho decidirse, así que volvió a por su montura y la dejó junto al que debía ser el caballo del doctor. La presencia del animal le indicó que el médico no estaba muy lejos. La consulta se hallaba a más de noventa metros de la construcción más cercana y un grupo de árboles ocultaba el cobertizo donde descansaba el caballo, por lo que le pareció seguro esperar allí. Según lo que había visto, la costumbre de las gentes del lugar era llamar a la puerta en lugar de limitarse a entrar, cosa que le pareció extraña, pero que se adecuaba a la perfección a sus propósitos. Cuando entró en la consulta, descubrió que el médico vivía en la estancia que daba a la parte trasera, lo que justificaba la extraña formalidad de llamar a la puerta. Quizá el médico tuviera costumbres peculiares, aunque eso era lo que menos le importaba a Rafe.
Tanto la pequeña y ordenada consulta, como la estancia trasera, habían reforzado su impresión de que se trataba de una persona extremadamente limpia y ordenada. No había objetos personales esparcidos, a excepción de un funcional cepillo y algunos libros; la estrecha cama estaba hecha de forma pulcra, y el único plato y el único vaso estaban lavados y secos. No había examinado las ropas del armario; de haberlo hecho, habría descubierto que se trataba de una mujer o, al menos, que una mujer vivía en aquella estancia trasera, quizá para encargarse de satisfacer las necesidades del doctor.
En todas las repisas de las ventanas, había pequeñas macetas metódicamente alineadas con una gran variedad de plantas creciendo en ellas. El aire olía a limpio y a especias. En una de las paredes se erguía un mueble de boticario lleno de hierbas secas o en polvo, y había bolsas de malla llenas con otras plantas colgadas en el rincón más oscuro y fresco. Cada bolsa y cada cajón estaban claramente etiquetados con letras de imprenta.
Durante todo el tiempo que duró la inspección, se había sentido marcado en mayor o menor medida hasta que al final se vio forzado a sentarse. Pensó en coger lo que necesitaba de los suministros del médico y marcharse sin que nadie lo supiera, pero se sintió tan condenadamente bien al poder descansar que no dejó de repetirse a sí mismo que sólo se quedaría allí sentado unos pocos minutos más.
Esa inusual lasitud, más que otra cosa, fue lo que finalmente le había convencido de que debía quedarse y ver al doctor.
Cada vez que había oído pasos en el porche, se había levantado y se había dirigido hacia el rincón. Pero cuando la llamada no obtenía respuesta, los posibles pacientes se alejaban. La última vez, sin embargo, la puerta se abrió y una delgada mujer de aspecto cansado había entrado cargando un enorme maletín negro.
Ahora esa mujer cabalgaba tras él sujetándose a la silla con fuerza, con el rostro lívido y consumido por el frío. Sabía que debía de estar asustada, pero también era consciente de que no existía ninguna posibilidad de convencerla de que no pretendía hacerle daño alguno, así que ni siquiera lo intentó. En unos pocos días, quizá una semana, cuando se hubiera recuperado de sus heridas, la llevaría de vuelta a Silver Mesa. Trahern ya se habría ido al haber perdido su rastro sin posibilidad alguna de recuperarlo de nuevo hasta que tuviera noticias de dónde se encontraba, y, desde luego, estaba decidido a asegurarse de que eso no sucediera en mucho tiempo. Volvería a cambiarse de nombre, o quizá consiguiera otro caballo, aunque no le gustaba nada la idea de tener que deshacerse del que montaba.
No creía que obligar a la mujer a seguirlo conllevara ningún riesgo. Al ver que el caballo no estaba, las gentes del lugar pensarían que se había ido a ocuparse de algún paciente. Puede que se sintieran intrigados cuando no apareciera después de uno o dos días, pero no había nada en su casa que diera motivo de alarma, ni ningún signo de lucha o violencia. Como se había llevado consigo su gran maletín negro, deducirían que estaba tratando a algún paciente que viviera lejos.
Mientras tanto, él podría descansar unos cuantos días. La fiebre hacía que su cuerpo ardiera por todas partes y sentía que su dolorido costado estaba empezando a entumecerse. La doctora tenía razón sobre su estado; sólo su fuerte determinación lo había mantenido en marcha y hacía que continuara ahora.
Había una vieja cabaña de tramperos en algún lugar de la cima de la montaña; la había encontrado unos años atrás, incluso antes de que Silver Mesa existiera. Era condenadamente difícil llegar hasta ella, y Rafe sólo esperaba poder recordar su ubicación con la suficiente precisión como para poder localizarla. El tipo que la construyó había excavado parcialmente en la pendiente y había enterrado la parte trasera de la cabaña allí. Además, el follaje era tan frondoso a su alrededor que era necesario apartarlo para entrar en ella.
La cabaña estaba abandonada cuando él la descubrió, por lo que no esperaba encontrarla en buen estado, pero les serviría de refugio contra las inclemencias del tiempo. Contaba con una chimenea y los árboles que crecían sobre ella dispersarían el humo de forma que cualquier fuego que encendieran no podría ser visto.
Le dolía la cabeza y parecía como si alguien le estuviera machacando los huesos de los muslos con un mazo, un signo seguro de que la fiebre le estaba subiendo. Tenía que encontrar pronto esa cabaña o se derrumbaría. La posición de la luna le indicó que debían ser cerca de la una de la madrugada. Llevaban cabalgando unas siete horas, lo cual, según sus cálculos, los ubicaba cerca de su objetivo. Obligándose a sí mismo a concentrarse, miró a su alrededor, pero era extremadamente difícil distinguir algún punto de referencia en la oscuridad. Recordaba un enorme pino abatido por un rayo, aunque probablemente ya se habría podrido y no quedaría nada de él.
Media hora más tarde, comprendió que no iba a encontrar la cabaña, al menos no en la oscuridad y en las condiciones a las que se enfrentaba. Los caballos estaban agotados y la doctora parecía que fuera a caerse de la silla de un momento a otro. A regañadientes, pero consciente de que era necesario, buscó a su alrededor algún lugar que ofreciera cierta protección. Escogió una estrecha y pequeña hondonada flanqueada por dos enormes rocas e hizo detenerse a su montura.