Janelle Denison
Prisioneros del Amor
Seduccion 1
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Pan Joelle Sommers el éxito era algo dulce, embriagador, y casi tan revitalizante como una buena noche de sexo.
Aunque de eso no había tenido mucho en las últimas semanas, pensó frunciendo los labios mientras tomaba asiento en su sillón de oficina y subía las botas sobre la esquina de su desordenado escritorio. Sin embargo, el triunfo de aquel día compensaba con creces la falta de un hombre en su vida. Al fin Y al cabo, el sexo solo proporcionaba unos fugaces momentos de placer en comparación con la satisfacción por resolver un difícil caso de secuestro o desaparición y reunir a esas personas con sus familias.
Sus labios esbozaron una media sonrisa. Cuando le había comentado eso a una amiga días atrás mientras cenaban, ésta le había respondido que lo que le ocurría en realidad era que no había dado aún con el hombre adecuado, porque, entonces, los placenteros efectos secundarios del sexo podían durar días y días.
«¡Imagínate!», se dijo Jo pensativa, incapaz de ignorar el cosquilleo que la recorrió ante la idea. Alargó la mano para tomar una carpeta y suspiró. Eso era lo único que había estado haciendo los últimos días, imaginar, porque había descubierto que sus fantasías eran mucho mejores que la realidad. Encontrar al hombre adecuado había resultado ser una tarea agota- dora para la que ya no tenía ánimos.
Por desgracia, la mayoría de los hombres con los que había salido hasta la fecha mostraban la fea costumbre de meterse donde nos los llamaban. Cuando se enteraban de que había sido policía, y de que en la actualidad se dedicaba a buscar a personas desaparecidas o secuestradas y a capturar a fugitivos buscados por la ley, empezaban a sermonearla sobre los peligros que podía suponer una profesión así para una mujer. ¡Por favor! Ya había tenido suficiente de esa actitud autoritaria por parte de sus dos hermanos mayores. Le había llevado años conseguir que Cole y Noah dejaran de tratarla como a una niñita indefensa, y, aun así, tenía que insistirles en que podía apañárselas sola cuando se ponían pesados con que necesitaba que la respaldasen en algún caso complicado.
Lo quisiera o no, sabía que siempre tendría que luchar contra el estereotipo femenino de que una mujer debía ser delicada, llevar una vida tranquila, casarse y tener hijos. Precisamente porque se negaba a resignarse a ello había terminado discutiendo con todos los tipos con los que había salido y finalmente había decidido prescindir de los hombres. El caso era que había terminado reemplazándolos por el trabajo y, aunque no quisiera admitirlo, era un pobre sustituto de los placeres carnales
«¡Deja de pensar en ello!», se dijo. «Lo último que necesitas son la frustración y los problemas que acarrea una relación».
Además, lo cierto era que ningún hombre había despertado en ella tanta pasión o lujuria como para hacer que valiera la pena el esfuerzo, pensó Jo mientras estampaba el sello de «caso cerrado» sobre la carpeta. De algún modo eso la hizo sentirse mejor. Sí, esa era la clase de satisfacción que la hacía sentirse útil y de valor.
De pronto se escucharon unos golpes en la puerta abierta de su despacho. Jo alzó la vista y vio entrar a Melodie Turner, la secretaria de la agencia Sommers, investigadores especialistas.
– Te acaba de llegar algo, Jo -le dijo mientras su rostro se iluminaba con una sonrisa-. Y creo que tiene toda la pinta de ser algo para celebrar.
Jo bajó los pies del escritorio y observó curiosa la cesta de regalo envuelta en papel celofán que Melodie había colocado frente a ella. Jo extrajo la tarjeta que la acompañaba y sonrió mientras leía la nota. La familia Faron le daba las gracias por haber pasado los últimos seis meses tras la pista de su hija Rachel, que se había fugado de casa, y habérsela llevado de vuelta.
No había sido un caso sencillo, ni mucho menos. La chica de trece años había desaparecido sin dejar rastro, atrapada por una secta. Habían cambiado su nombre y apariencia, pero finalmente las pistas la habían llevado hasta Sacramento, y había logrado arrancarla de las garras de aquellos estafadores lavacerebros. La pobre Rachel estaba en realidad tan asustada y echaba tanto de menos a los suyos que colaboró plenamente con Jo y la policía. Devolvieron a la joven con su familia y desarticularon aquella organización de embaucadores. Un final feliz.
Por desgracia, no todos los casos terminaban tan bien, por lo que cuando eso sucedía, verdaderamente era un motivo de celebración. Jo retiró el envoltorio de papel celofán, dejando al descubierto las exquisitas viandas que contenía.
– Mmmm… Champán, fresas… ¿Quieres brindar, conmigo, Mel?
– No tienes que decírmelo dos veces -asintió esta yendo a buscar un par de vasos de plástico del montón que había junto a la máquina de café en el despacho de Jo-. Técnicamente mi horario ha acabado, y tampoco tengo plan para esta noche, así que…
Jo le lanzó una mirada divertida.
– ¿Cómo?, ¿no tienes una cita con un hombre apuesto?
Melodie puso los ojos en blanco mientras descorchaba la botella.
– No he tenido una cita con un hombre, ni apuesto ni feo, desde hace meses.
«Pues ya somos dos…».
– Tal vez sea porque haces demasiadas horas extras. Te mereces una vida privada, Mel. Noah me dijo que te has estado quedando hasta muy tarde, como Cole.
Melodie tomó una fresa y se encogió de hombros, pero Jo observó que se ruborizaba ligeramente.
– Es que… En fin, no tengo nada mejor que hacer, y no hay una larga cola de pretendientes esperando frente a mi puerta.
– Bueno, desde luego no atraerás la atención de ningún hombre encerrada entre estas cuatro paredes y… -de pronto Jo se quedó callada al atar cabos en su mente. Lo cierto era que siempre le había parecido que a Melodie le gustaba Cole, pero… ¡Cielos! La verdad era que la compadecía. Su hermano no sabía ni que existía, la veía solo como a una eficiente y devota secretaria digna de confianza.
¿Cómo era posible que, después de dos años trabajando con él, Melodie no lo conociera lo suficiente como para evitar hacerse ilusiones? El interés de su hermano por las mujeres se resumía a relaciones esporádicas sin ataduras, y por lo general solo se fijaba en las rubias sofisticadas de piernas largas y bastante alocadas. Melodie era todo lo contrario: respetable, responsable, recatada, la clase de buena chica que Cole tendía a evitar. De hecho, la había contratado como un favor hacia su padre, Richard Turner, que se había convertido en una especie de mentor para él después de la muerte de su propio padre mientras cumplía con su labor de policía. ¡Pobre Melodie…! Jo sentía que era su deber como amiga advertirle, hacerla despertar de su sueño imposible, pero también sintió que era incapaz de romperle el corazón de aquel modo. No tenía derecho a destruir sus esperanzas.
Mientras Melodie servía el champán, Jo se desabrochó del hombro la funda de la pistola. Su hermano le había insistido en que si iba a trabajar con ellos debía llevar un arma, pero Jo no había tenido que hacer uso de ella por el momento y esperaba que siguiera siendo así.
Durante su instrucción en la academia de policía había aprendido que era mejor no sacar la pistola a menos que uno se sintiese preparado para disparar, y lo cierto era que, tal vez porque jamás se había sentido preparada, no había sido nunca capaz de apretar el gatillo, ni siquiera el día que… Como siempre notó una desagradable punzada en el pecho al recordar las devastadores consecuencias de su vacilación… La muerte de su compañero, Brian Sheridan. Se había acobardado, y su fallo le había costado la vida a Brian.
Desde aquel aciago día, un par de años atrás, por mucho que Cole dijera, Jo no sentía que un arma la protegiera. Prefería otros métodos de defensa, como la porra, o el grado de cinturón negro que había alcanzado en las clases de karate.