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Dean metió los envoltorios de la comida en una de las bolsas de papel y se recostó en el asiento, aliviado de haber podido contarle aquello abiertamente a alguien, aunque esa persona dudara de su sinceridad.

– Lo único de lo que estoy plenamente seguro es de que quiero bajar el frenético ritmo que he llevado estos tres últimos años, porque no quiero acabar como mi padre. Además, también me gustaría poder tener una vida propia. El mes pasado estuve una semana en San Francisco tratando los detalles de esa posible venta. Me han ofrecido una cifra multimillonaria que superaba todas mis expectativas, así que lo cierto es que sería un tonto si no lo considerara al menos…

De pronto se quedó callado. ¿Cómo no se le habría ocurrido algo tan obvio antes? ¡Aquello podía ayudarlo a aclarar todo ese malentendido!

– Jo, escucha, acabo de pensar algo -le dijo experimentado una enorme frustración por no poder ponerse de pie-, algo que puede explicar todo este lío.

La joven entornó los ojos, suspicaz.

– ¿Y qué es?

Bueno, al menos le ofrecía el beneficio de la duda, y Dean no dudó en aprovechar la oportunidad:

– Durante ese viaje de negocios a San Francisco me robaron el maletín. Llevaba en él la billetera, con el permiso de conducir, la tarjeta de la Seguridad Social, las tarjetas de crédito…Todo -dijo gesticulando con la mano libre-. El robo se produjo en el hotel en el que me alojaba, en el mismo día en que iba a dejarlo para volver a casa. Era viernes por la tarde, el vestíbulo estaba lleno de gente, pero aun así no se me ocurrió que pudiera pasar nada por dejar un momento el maletín en el suelo mientras hablaba con el recepcionista. Cuando me agaché para recogerlo había desaparecido, pero nadie había visto al ladrón.

Jo se mordió el labio inferior silenciosa y pensativa, mientras la pierna que tenía cruzada sobre la otra se balanceaba arriba y abajo. Dean lo interpretó como una señal de que, al menos, estaba considerando su versión de los hechos. Decidió que lo mejor sería aprovechar que tenía su atención para terminar de exponer su defensa.

– Entonces creí que era sólo la víctima de un ratero cualquiera, pero después de ver esa ficha policial, y la fotocopia de mi permiso de conducir, ya no sé qué pensar.

Jo frunció ligeramente el ceño.

– ¿Adónde quieres llegar exactamente?

– Jo, alguien me suplantó -le dijo él, incapaz de enmascarar la impaciencia en su voz y el ruego de que lo creyera-. Alguien que se parece a mí, con el pelo oscuro, los ojos verdes, rasgos similares… Solo que él es un delincuente y yo no; es la única explicación posible que le encuentro, porque desde luego ese tío que aparece en la foto de la ficha no soy yo, eso te lo puedo asegurar.

Jo se puso de pie, suspirando, y metió en la otra bolsa los restos de su ensalada, el vaso del té, y la bolsa de Dean.

– ¿Sabes?, debo admitir que me está resultando verdaderamente difícil discutir esa aparente lógica aplastante tuya, sobre todo porque he pasado casi diez horas en la carretera y estoy tan reventada que es como si mi cerebro se hubiera reblandecido. Sin embargo, aunque lo que me estés diciendo fuera cierto, no hay modo de verificarlo por ahora. Tendrás que esperar a que lleguemos a San Francisco y te tomen las huellas dactilares; eso no dejará lugar a dudas -concluyó Jo. Alzó la vista para mirarlo y lo encontró claramente frustrado-. Lo siento, Dean -le dijo suavemente.

Él se quedó mirándola a los ojos.

– Tú me crees, ¿no es verdad, Jo?

Ella se quedó callada un instante.

– No lo sé -le contestó con honestidad. Parecía tan confusa y dividida entre los hechos y su deseo de creerlo, que Dean no pudo menos que sonreír-. En realidad importa poco lo que yo crea, porque las pruebas que tengo en mi poder me impiden dejarte libre. Además, dentro de un día los dos sabremos si eres realmente quien dices ser.

Dean comprendió que de nuevo debía resignarse, porque las circunstancias actuales no le dejaban otra opción. En fin, de vuelta al plan B: disfrutar en la medida de lo posible del viaje y la compañía.

– ¿Eso significa que no me vas a quitar las esposas?

– Me temo que no -respondió ella frotándose las sienes y dedicándole una sonrisa cansada-. Creo que necesito una buena ducha caliente para aclarar mis ideas.

– Buena idea. ¿No crees que deberías llevarme contigo al cuarto de baño para asegurarte de que no escapo? -sugirió desvergonzadamente.

5

Jo acercó la silla de Dean al cabecero de la cama, y lo esposó a él. El prisionero se quejó de su crueldad por no dejarlo ir al baño con ella fingiendo un mohín muy sexy, pero finalmente dejó de protestar cuando le puso la televisión para que viera una película mientras se duchaba.

Así pues, Jo entró en el cuarto de baño cerrando la puerta tras de sí para disfrutar de una relajante ducha. Se quitó la ropa, se metió bajo la ducha, y gimió suavemente cuando, al abrir el grifo, el agua empezó a chorrearle por la espalda, aliviando la tensión de sus músculos. Lo cierto era que no solía permitirse lujos como aquel con todos los prisioneros, pero de algún modo confiaba en Dean. De hecho, desde el primer momento en que lo había visto no había observado en él ningún indicio de comportamiento criminal. Si estaba interpretando el papel de ciudadano modelo, podía decirse que era un excelente actor.

El caso era que, lo mirara por donde lo mirara, no encajaba de ningún modo en el perfil de un delincuente que iba de vuelta a la cárcel para tener que enfrentarse a cargos por robo a gran escala y a la posibilidad de testificar contra el poderoso líder de una red de traficantes.

Se echó un buen chorro de champú en la palma de la mano, se enjabonó el pelo, y se frotó el cuero cabelludo con la cabeza llena de todos aquellos detalles que le había dado durante la cena: la muerte de su padre, la compañía que había heredado pero que no estaba seguro de querer, y finalmente el robo de su maletín con toda su documentación personal. La verdad era que, aunque lo había intentado, no había logrado descubrir ni un solo fallo en su historia. Todo sonaba muy realista, como si verdaderamente lo hubiera vivido.

Aunque su conciencia profesional se oponía, cuanto más lo pensaba más cerca estaba de creerlo.

Parecía algo lógico, no algo astutamente urdido para engañar a nadie. El instinto que había desarrollado durante el tiempo que había trabajado como policía la urgía a darle un voto de confianza, pero por desgracia había dejado de dar crédito a su instinto desde que le fallara el día que mataron a Brian.

No podía permitirse otro error, no cuando al fin su hermano Cole estaba empezando a dar señales de que la creía verdaderamente preparada para su trabajo. Se mostraría indulgente con Dean por su buen, comportamiento, pero seguiría siendo su prisionero hasta que llegaran a su destino y un abogado limpiara su nombre si es que decía la verdad.

Satisfecha con el plan, se enjuagó el cabello y tomó el bote de gel olor a melón que había llevado consigo. Se enjabonó todo el cuerpo y fue enjuagando con las manos la espuma del cuello, los brazos, el pecho… Sus dedos rozaron los pezones, y éstos se endurecieron, haciendo que se le acelerara ligeramente el pulso.

Hacía tanto tiempo que no se sentía verdaderamente como una mujer… desde la última vez que había estado con un hombre. Su última relación larga había terminado justo el año en que se hizo en policía, y desde entonces su profesión se había convertido en una especie de impedimento para todos los hombres con los que había salido. O se sentían intimidados al enterarse o pensaban que tenían que protegerla. En ambos casos Jo se sentía como un gato acariciado a contrapelo, y con frecuencia era ella misma quien cortaba la relación, hasta que finalmente había llegado al punto de impedir que ninguno se le acercara demasiado, ni física, ni emocionalmente.