– Y por tu buen comportamiento, sólo por eso, te estoy dando un poco de más margen del que suelo dar a ningún otro prisionero -le aclaró. Habría añadido que en parte estaba empezando a concederle el beneficio de la duda respecto a su inocencia, pero sin pruebas con las que corroborarlo, no estaba dispuesta a admitirlo-. Bien, ¿qué quieres que saque de tu mochila?
– Hay unos pantalones de chándal grises.
Jo los sacó de la mochila y mirándolo por encima del hombro le preguntó:
– ¿Y no quieres ropa interior?
Dean sacudió la cabeza con una sonrisa pícara que la desarmó.
– Demasiado incómoda para dormir.
Jo se preguntó si también le resultaría demasiado incómoda durante el día. Pronto lo averiguaría.
– ¿Y una camiseta?
– No gracias. Si voy a ponerme esos pantalones es tan sólo por estar en presencia de una dama. No suelo llevar nada cuando duermo.
Jo tragó saliva. ¡Dios! Una imagen de un cálido cuerpo masculino desnudo frotándose contra las frescas sábanas acudió a su mente, haciéndola sonrojarse ligeramente, pero la alejó tan rápido como pudo.
– ¿Hay algo más que quieras o necesites?
Los ojos de Dean buscaron los de ella, pura lascivia en sus iris verdes.
– Hay un montón de cosas que quiero y necesito, Jo -le dijo con voz ronca-, pero por ahora me conformaré con mi bolsa de aseo.
Un escalofrío recorrió la espalda de la joven, haciendo que sus ya sensibilizados pezones se irguieran. Inspiró hondo y sacó de la mochila la bolsa de aseo de cuero negro. La abrió para revisar sus contenidos y asegurarse de que no contuviera nada que pudiera ser utilizado como arma.
– De acuerdo, champú, jabón y el desodorante en barra -le dijo-. La cuchilla de afeitar tengo que requisártela, lo siento.
– En fin, ¿qué le vamos a hacer? -contestó Dean parpadeando.
Jo puso todas las cosas en el cuarto de baño y fue a quitarle las esposas. Se sentó al borde de la cama, cerca de él, pero teniendo mucho cuidado de mantener el arma lejos de su alcance. Una vez estuvo libre, Dean se puso de pie lentamente y se frotó las muñecas. Jo se había puesto de pie también y, dando un paso hacia atrás, le indicó que fuera hasta la pared opuesta.
– Ponte de espaldas y desvístete -le ordenó. Aquella iba a ser la única privacidad que iba a tener.
Dean obedeció. Observarlo todo el tiempo era simplemente una medida de seguridad, se recordó Jo mientras veía cómo empezaba a sacarse la camiseta, revelando una franja de lisa piel. Sí, sólo era una medida preventiva para asegurarse de que no ocultaba nada peligroso antes de que entrara en el baño, siguió diciéndose mientras la camiseta iba subiendo hasta la cabeza. Jo no pudo evitar quedarse mirando embobada el fascinante movimiento de los músculos tensándose y relajándose.
Si era una medida preventiva, una medida de seguridad… ¿Por qué diablos tenía que acelerársele el pulso de aquel modo?, ¿y por qué sentía como un nudo de deseo en el estómago? Aquello, desde luego, no era muy profesional. De pronto, advertir la tranquilidad con que estaba quitándose la ropa, le hizo preguntarse si no estaría haciéndolo a propósito, para intoxicar sus sentidos. Si así era, ciertamente lo estaba consiguiendo.
Dean dejó caer al suelo la camiseta, se sacó los zapatos y después se agachó para tirar de los calcetines, mostrando de nuevo a Jo ese juego de músculos contorsionándose incitantes.
Entonces el sonido de la cremallera del pantalón bajándose llegó hasta los oídos de la joven, turbándola de nuevo. Dean enganchó los pulgares en la cinturilla del pantalón y Jo contuvo el aliento mientras la tela vaquera bajaba, centímetro a centímetro. Suspiró aliviada al ver que llevaba unos calzoncillos blancos que, a pesar de todo, la turbaron también por el modo en que se ajustaban a las nalgas.
Y, de pronto, sin previo aviso, el prisionero se dio media vuelta, y Jo se encontró observando fijamente su entrepierna. Las mejillas se le arrebolaron cuando advirtió que estaba bastante excitado. Rápidamente levantó la vista. Dean estaba sonriendo sin la menor vergüenza.
– ¿He pasado la inspección? -le preguntó. El doble sentido era obvio por el tono de su voz.
«Mientras esa única arma oculta que tienes no esté cargada…». Por suerte aquella descarada respuesta no llegó a cruzar los labios de Jo. Se aclaró la garganta y remetió un mechón por detrás de la oreja.
– Sí, ya puedes pasar al baño. Cinco minutos – le recordó-. Te avisaré cuando se te haya acabado el tiempo.
– Entonces será mejor que me apresure -dijo él haciéndole un guiño juguetón. Entró al cuarto de baño y dejó la puerta entreabierta como ella le había indicado. Segundos más tarde un golpe seco y el ruido del agua le indicaron que ya estaba dentro de la ducha.
Jo se inclinó un poco hacia la izquierda para asegurarse de que en efecto era así, pero vio mucho más de lo que esperaba ver. Aunque el cristal de la ducha era esmerilado, dejaba entrever su silueta y los rasgos masculinos: el ancho tórax, los atléticos muslos… Jo sintió que una ola de calor se expandía por su interior. A pesar de lo que le había asegurado antes sobre que ya lo había visto todo, tenía que admitir que estaba equivocada, muy, muy equivocada. Estaba extraordinariamente bien dotado.
Un suave gemido escapó de la garganta de la joven. Si no centraba su mente rápidamente en otra cosa, acabaría espiando a Dean todo el tiempo mientras se duchaba. No era un mal modo de pasar el tiempo… Si las circunstancias fueran distintas. Aquello era una locura, no debía sentirse atraída por un tipo al que buscaba la ley por un delito que había cometido… ¿O no lo había cometido?
Se bajó de la cama y tomó de la mesa la carpeta con todos los documentos referentes al caso. Estaba decidida a dar con alguna respuesta concluyente. Empezó a hojear una vez más los papeles, buscando una prueba que pudiera corroborar la historia que él le había contado. Por desgracia, todos aquellos papeles apuntaban a su culpabilidad. Jo se mordió el labio inferior, tratando de abrir su mente. Si alguien lo hubiera suplantado como decía, evidentemente tenía que tratarse de alguien cuya altura, peso y rasgos fueran muy similares. Y si le habían robado toda la documentación… Fue hasta el lugar donde había dejado la mochila de su prisionero y volvió a registrar la billetera. La fecha de expedición del permiso de conducir era de unas semanas atrás. Sí, eso concordaba. Si le habían robado el permiso, habrían tenido que expedirle uno nuevo. Comprobó la fecha de la fotocopia del permiso de conducir en el informe y vio que era anterior.
Sacó también de la billetera las tarjetas de crédito, y unas cuantas tarjetas de presentación: Colter Traffic Control, Dean Colter; Presidente.
– ¡Madre mía! -murmuró Jo.
La cabeza le daba vueltas ante las implicaciones de aquello. ¿Y si la historia que le había contado Dean era cierta? Desde luego aquellos detalles le otorgaban cierta credibilidad. Sin embargo, como santo Tomás, la joven se dijo que no podía estar segura hasta no haber comprobado la prueba definitiva, las huellas dactilares. Si hacía caso de su instinto y lo soltaba, cabía la posibilidad de que se equivocara y sólo fuera un mentiroso muy astuto.
– ¿Me he pasado de la hora, guardiana?
El corazón se le subió ajo a la garganta al oír tras de sí la voz grave de Dean. La billetera se resbaló de sus dedos, cayendo al suelo, y buscó con la mirada la pistola de fogueo. La había dejado sobre la cama, entre ellos. «¡Maldita sea!».
La frustración y la ira se adueñaron de ella. No estaba segura de que sus conocimientos de artes marciales pudieran servirle contra él. No tenía otra opción, así que agarró el revólver que colgaba de su cintura. Sintió que se le hacía un nudo en el estómago. Si se acercaba a ella no tendría más remedio que sacar la pistola y usarla pero, una vez más, se dio cuenta de que no estaba segura de ser capaz de hacerla. ¿En qué diablos estaba pensando?, ¿cómo podía haber bajado la guardia?