– ¿En qué puedo ayudarlos? -inquirió. Su voz era profunda y brusca, pero sus ojos castaños reflejaban amabilidad.
– ¿Quién es, Frank? -preguntó una voz femenina detrás de él. Era una mujer regordeta y también mayor, de cabello entrecano. Se aproximó a la puerta, limpiándose las manos en el delantal, y mirándolos con curiosidad.
– No lo sé, Iris -contestó el hombre, molesto-. Eso es lo que estaba tratando de averiguar.
– Hola -los saludó la mujer, con una sonrisa cálida y amistosa-. ¿Se han perdido?
Dean esbozó una amplia sonrisa.
– Pues verán, de hecho, mi esposa y yo venimos desde Seattle, y nos dirigimos a San Francisco a visitar a su familia, pero nuestro vehículo se ha averiado a unos kilómetros de aquí. El manguito del radiador reventó -explicó a la pareja sin dar ocasión a Jo de intervenir-. Nos quedamos tirados en medio de la carretera por la tormenta, y su granja es el primer signo de civilización que hemos encontrado. ¿Podrían ayudarnos?
¿Su esposa? ¿Y que iban a visitar a su familia en San Francisco? Jo tuvo que hacer un gran esfuerzo para no quedarse mirando fijamente a Dean, boquiabierta, ante semejante mentira.
– No, es verdad que esta zona está bastante desierta -asintió Frank rascándose la sien-. De hecho, la gasolinera más próxima está en Medford, a unos veinticinco kilómetros de aquí, en la carretera interestatal.
– Frank, ¿es que no tienes modales? -le reprochó su esposa-. No puedes dejarlos ahí fuera, con esta humedad, y después de lo que han debido de padecer ahí fuera… Pasen, pasen y veremos qué podemos hacer por ayudarlos.
Dean hizo una pequeña inclinación de cabeza.
– Gracias, señora, se lo agradecemos muchísimo.
– Gracias -repitió Jo. Y pasaron al interior de la pequeña pero acogedora vivienda.
Nada más cruzar el umbral les llegó un delicioso olor a carne estofada con verduras, a manzanas asadas y a canela. El estómago de Dean rugió. Jo contuvo como pudo la risa, y él se disculpó azorado con la pareja. Iris había abierto los ojos como platos al escuchar el exagerado ruido de sus tripas, pero agitó la mano, como quitándole importancia.
– No tiene que disculparse, por Dios… Deben de haber pasado mucha hambre esperando que amainara la tormenta. Comerán con nosotros.
– Oh, no por favor, no queremos ser una molestia -le dijo Jo.
Dean le apretó la mano para expresar su protesta.
– No es ninguna molestia. Tenemos suficiente comida, e insistimos en que se unan a nosotros, ¿verdad, Frank? -dijo volviéndose hacia su marido. Sin embargo, siguió hablando, sin darle tiempo a contestar- Con esto de vivir en el campo y tener a todos mis hijos ya mayores, desperdigados por el país con sus familias, no tenemos compañía muy a menudo. Y no me quedaría tranquila pensando que los he dejado marchar con el estómago vacío.
– En ese caso estaremos encantados de cenar con ustedes -se apresuró a decir Dean antes de que Jo pudiera rechazar la oferta de nuevo.
– Estupendo -aplaudió Iris sonriendo-. Pasen al comedor. Frank, pon dos cubiertos más, yo traeré las fuentes.
La pareja desapareció tras la puerta de la cocina, dejándolos sentados el uno junto al otro en una mesa de roble con seis sillas. Jo se giró hacia Dean, aprovechando la ocasión para expresarle su incredulidad por la mentira que les había contado.
– ¿Tu esposa? -susurró mientras esperaban a sus anfitriones-. ¿A qué venía eso?
Dean parpadeó sin el menor signo de arrepentimiento.
– ¿Habrías preferido que les dijera que eres una cazarrecompensas y que me llevas a San Francisco porque la policía cree que he cometido un delito por robo de coches a gran escala?
Jo reprimió la risa y concedió que tenía razón.
– No, supongo que no, pero fingir que somos un matrimonio me parece exagerar la nota, ¿no crees?
– ¿Qué daño puede hacer? -contestó él encogiéndose de hombros. Le tomó la mano y se la llevó a los labios, besando sus nudillos. Jo no podría decir si lo había hecho en caso de que sus anfitriones los estuvieran observando a través de la puerta entreabierta de la cocina, o si era un gesto de verdadero afecto, pero le gustó-. Frank parecía reacio a dejarnos entrar cuando aparecimos en su puerta, y esa historia los ha hecho compadecerse de nuestra situación, así que ¿por qué no?
Jo suspiró. Le era imposible rebatir semejante lógica.
– Hum… Y de paso tú vas a conseguir una cena gratis.
– Y tú casi lo echas a perder -le espetó Dean con una mirada de reproche-. Después de lo exhausto que me dejaste esta tarde necesito recuperar energías. Además, lo que sea que ha cocinado esa mujer huele de maravilla, y seguro que es mucho mejor que la comida rápida que me has obligado a comer.
Jo lo miró divertida.
– Pobrecito… Disfruta de la cena, y no esperes ninguna comida de cinco tenedores cuando lleguemos a Oakland.
– No me digas que no sabes cocinar -inquirió Dean decepcionado.
– Bueno, se me da muy bien calentar en el microondas productos congelados -respondió Jo con una sonrisa maliciosa mientras se ponía la servilleta en el regazo-. Lo aprendí de Noah y de Cole cuando tenía unos diez años.
– No es algo de lo que alardear, la verdad -la picó Dean-. Hasta yo sé hacer un par de huevos fritos.
– Pues mi lema es: «Cuanto más rápido y fácil, mejor». No tengo tiempo para cocinar.
Dean pasó el brazo por el respaldo de su silla y se inclinó sobre ella para que pareciera que estuvieran teniendo una conversación privada.
– ¿Sabes lo que creo? Creo que pasas demasiado tiempo persiguiendo delincuentes y apenas le das una oportunidad a lo que es lento y minucioso.
¿De qué estaban hablando?, ¿de cocinar, de sexo o de cultivar una relación? Jo no estaba segura, pero en cualquier caso, la crítica a su trabajo y su estilo de vida la puso a la defensiva.
– Lo que hago lo hago porque quiero, por mi propia voluntad -le aclaró.
El matiz molesto en la voz de Jo y el brillo obstinado en sus ojos pillaron por sorpresa a Dean. Le sostuvo la mirada un buen rato. Aquella chica se tomaba demasiado a pecho su ocupación y la necesidad de defender su modo de ganarse la vida. Lo único que había tratado de decirle era que no debía cerrar la puerta a otras opciones, opciones que podrían incluir algo más entre ellos, pero perdió la oportunidad de explicarse cuando Frank e Iris entraron al comedor con la comida.
Minutos después, Dean estaba devorando un generoso plato de carne estofada con patatas panaderas y verduras frescas. Sus gemidos de apreciación y los cumplidos que hizo a la cocinera hicieron enrojecer a esta, aunque era obvio que los agradecía y la llenaban de satisfacción.
Iris se sirvió más té helado y a su marido también.
– Asegúrense de dejar sitio para las manzanas asadas -les dijo ajo y a Dean.
– No se preocupe, Iris -repuso Jo. Le dirigió a Dean una dulce sonrisa que contrastaba con la provocación que había en sus ojos-. Mi esposo es como un pozo sin fondo en lo que se refiere a comida.
– Oh, no hay nada de malo en que un hombre tenga buen apetito -replicó Iris, saliendo en defensa de la voracidad de Dean.
Éste le dirigió una de sus más encantadoras sonrisas.
– Es que, en casa, Jo no me suele obsequiar con comidas tan maravillosas como estas -dijo Dean siguiendo con la mentira de su matrimonio-. De hecho, esto es un auténtico lujo para mí.
– Pues considérense invitados a visitamos cada vez que pasen de nuevo por aquí para ver a su familia -les ofreció Iris-. Bueno, ¿y cuánto hace que están casados?
– Sólo unos meses -se apresuró a intervenir Dean.
– ¡Oh, lo sabía! -exclamó Iris entusiasmada-. ¿No te dije yo que estos dos tortolitos tenían esa mirada de luna de miel en sus ojos, Frank? -inquirió girándose hacia su marido.