El hombre sonrió ligeramente.
– Sí, es cierto que me lo dijo, hace un rato, en la cocina.
– ¡Oh, qué maravilla! -prosiguió Iris antes siquiera de que su marido terminase la frase-. ¡Lo que yo daría por volver a ser joven y experimentar la felicidad de los primeros años de casados! -suspiró la mujer llevándose una mano al corazón-. Bueno, aunque he de admitir que nuestro primer año de casados, aunque fue uno de los mejores, fue también uno de los más duros.
– ¿En qué sentido? -inquirió Jo, curiosa, mientras pinchaba con el tenedor unas verduras-. Espero que no la moleste la pregunta.
– En absoluto, querida -replicó Iris. Y se limpió; los labios con la servilleta, preparándose para la explicación-. Mi Frank siempre ha sido de esa clase de hombres que son fuertes, silenciosos la mayor parte del tiempo, y cuando no, parcos en palabras. Él lo llama ser «contemplativo», pero yo creo que en el fondo se debe a que es bastante cabezota. En fin, con el tiempo he aprendido a comprenderlo… y a aceptarlo.
Frank gruñó por toda respuesta mientras masticaba el trozo de carne que tenía en la boca, pero no pareció demasiado preocupado por contradecirla. Iris le puso una mano en el brazo, en un gesto cariñoso y pacificador.
– Cuando nos casamos -prosiguió la mujer-, no teníamos demasiado, y los tiempos eran muy malos. Esas dificultades nos llevaron a tener bastantes desacuerdos, pero también nos enseñaron una de las lecciones más importantes para que un matrimonio sea feliz y duradero: descubrimos que teníamos que comprometernos respecto a algunos asuntos, esforzarnos por igual y encontrar puntos en común.
Aquellas palabras tocaron una cuerda en el alma de Dean, haciéndole darse cuenta de que el compromiso era uno de los ingredientes principales que habían faltado en el matrimonio de sus padres.
– Ese es un consejo muy sensato -dijo con voz queda.
Iris sonrió amablemente.
– Al menos puedo decir que ha supuesto una enorme diferencia en nuestra relación, y que nos ha ayudado a tener cuarenta y tres años de felicidad.
– Cuarenta y tres años… -repitió Jo, impresionada y conmovida-. Eso es maravilloso.
– Nosotros pensamos lo mismo -asintió Iris hablando por ella y su marido-. Y también es importante que traten de robar tiempo a las obligaciones para dedicarlo al otro, para mantener el romance en su matrimonio.
Dean dejó el tenedor sobre su plato vacío.
– Lo haremos -le contestó, deseando que sus padres hubieran tenido a alguien como Iris para darles ese consejo en concreto.
Sabía que su padre tenía en gran parte la culpa, porque no se preocupaba por sacar tiempo para estar con él y con su madre, pero tal vez todo habría sido diferente si su madre le hubiese pedido más atención y él se hubiera comprometido a ello, aunque hubiese sido solo un poco.
Frank bebió un buen trago de su té helado y, tras limpiarse la boca con la servilleta, dijo a su mujer:
– Iris, creo que el chico está listo para tomar esas manzanas asadas.
– Ya lo creo -asintió Dean complaciente-. Me encantarían unas manzanas asadas.
– Retiraré los platos mientras sirve el postre, Iris -se ofreció Jo. Se puso de pie, apiló los platos y acompañó a la mujer a la cocina.
Dean aprovechó el momento para consultar a Frank acerca de su problema.
– ¿Nos permitiría llamar una grúa para que remolquen nuestra camioneta?
– No tienen que llamar a nadie -replicó Frank meneando la cabeza-. Yo tengo un cable de remolque, los llevaré personalmente a Medford.
– No es necesario, nosotros…
Frank enarcó las cejas de manera cómica.
– Después de todo lo que ha oído decir a mi mujer durante la cena, ¿cree que me dejará en paz si no los llevo a la ciudad yo mismo?
Dean se rió ante el peculiar sentido del humor del otro hombre, no falto de verdad, por otra parte.
– Supongo que tiene razón. Gracias. Han sido muy amables y hospitalarios con nosotros, sobre todo considerando que no esperaban invitados.
– ¿Bromea? Soy yo el que debería agradecérselo -replicó Frank. Se inclinó hacia delante en su asiento y esbozó una media sonrisa-. No veía a Iris tan contenta desde hacía varias semanas. Le encanta tener visitas, y por desgracia por aquí viene muy poca gente.
Momentos después los cuatro estaban disfrutando ya de las manzanas asadas, acompañadas de helado de vainilla, y de una agradable conversación. Y después, cuando llegó la hora de marcharse, Iris insistió en que se llevaran lo que había sobrado para el camino, por si Dean volvía a tener hambre. Jo, tras agradecérselo, le aseguró con una sonrisa maliciosa que era más que probable. Tras una ronda de cálidos abrazos, la mujer garabateó en un trozo de papel su número de teléfono para que los llamaran y nuevamente los invitó a volver cuando quisieran.
Agitando la mano en señal de despedida una última vez, Dean subió a la camioneta de Frank junto a Jo, preguntándose si ella también estaría sintiendo en ese momento lástima por tener que marcharse, y si envidiaría también la relación especial que la pareja compartía.
10
Ya en Medford, y habiéndose despedido de Frank, Dean y Jo dejaron el vehículo en un taller de reparación y buscaron un motel donde pasar la noche.
Mientras Jo firmaba en el libro de registro, el cielo comenzó a anunciar tormenta de nuevo. Corrieron hacia el apartamento que les habían asignado, pero el aguacero ya había empezado a caer y acabaron de nuevo con el cabello y las ropas mojadas.
Riéndose de la mala suerte que tenían, Jo cerró la puerta y colocó en la mesita redonda que había junto a la pared la bolsa con la comida que Iris les había dado. Dean dejó las mochilas de los dos sobre la cama de matrimonio, y se volvió hacia ella con la misma sonrisa íntima que había tenido en los labios desde que dejaran la casa de Iris y Frank.
Volvían a estar solos, pensó Jo excitada, e iban a pasar otra noche juntos. Notó que el estómago empezaba a cosquillearle, como si tuviera media docena de mariposas revoloteando dentro.
– ¿Por qué me sonríes de ese modo, «marido»? -lo picó mientras se desenganchaba el teléfono móvil del cinturón. Al fin tenía cobertura. Tenía una llamada perdida y tres mensajes de voz. Sin duda se trataba de Cole, que habría intentado contactar con ella. Tenía que llamar lo para informarlo de su paradero y de la inocencia de Cole, pero lo cierto era que temía esa conversación.
Dean se encogió de hombros.
– No puedo sacarme de la cabeza los consejos matrimoniales de Iris.
– Bueno, parece que a ellos les ha ido muy bien… ¡Cuarenta y tres años juntos! No se encuentran relaciones así muy a menudo -le dijo pensando en la incapacidad de sus padres para resolver sus diferencias. Dejó el móvil sobre la cómoda. Ya llamaría a Cole después, cuando tuviera unos momentos a solas-. ¿Tus padres tenían una relación parecida a la de ellos antes de que tu padre muriera?
Dean se sentó al borde del colchón, dudando antes de contestar:
– Por desgracia no. Siguieron casados hasta que mi padre falleció, pero, por lo que yo puedo recordar, su relación era bastante tirante.
Intrigada, Jo se apoyó en la cómoda y se metió las manos en los bolsillos.
– ¿Por qué?
Dean, que estaba desatándose las deportivas, se descalzó y se sacó los calcetines.
– Sobre todo porque Colter Traffic Control era como una amante para mi padre. Pasaba demasiado tiempo ocupándose del negocio, y mi madre y yo casi nunca lo veíamos. En muchos sentidos era como un extraño para mí. Por otra parte, mi madre jamás le insistió en que nos dedicara un poco de atención. Aceptaba como algo normal que el trabajo estaba por delante incluso de la familia, pero estoy seguro de que en el fondo sí se sentía resentida por la ausencia de mi padre -se pasó una mano por el cabello-. ¡Diablos, si hasta yo de niño estaba siempre enfadado con él por su adicción al trabajo! No asistía a mis partidos de béisbol, nunca se tomaba vacaciones y entre semana rara vez llegaba a casa antes de medianoche.