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El adolescente la miró dudoso.

– No puedo dejarle hacer eso.

Jo maldijo de nuevo. No tenía tiempo para ganarse su cooperación de buenos modos.

– Escucha, soy policía, y el tipo que hay en esa habitación es un fugitivo de la ley con tendencias violentas; y tiene secuestrada a una niña -dijo enseñándole la placa-. Así que créeme cuando te digo que te estaré haciendo un favor entregando esa pizza.

El miedo se pintó al instante en los ojos claros del chico. Jo aprovechó el momento para agarrar la caja, y le puso unos cuantos billetes en la mano.

– No hay tiempo de que me cambies, así que me temo que te llevas una buena propina a mi costa, pero ¿qué le vamos a hacer? -suspiró.

El chico tomó el dinero sin discutir y salió pitando de allí.

Jo subió los escalones de dos en dos y golpeó la puerta con los nudillos.

– Le traigo su pizza, señor.

Escuchó tras la puerta ruidos amortiguados y palabras que no acertó a comprender, pero le pareció distinguir la voz de un hombre. Segundos más tarde, oyó cómo el señor Edwards quitaba los cerrojos de la puerta, a continuación retiraba la cadena y abría la puerta unos centímetros.

Era un tipo robusto, vestido con unos pantalones cortos y una camiseta manchada. Tenía el cabello largo y grasiento, como si hiciera semanas que no iba al peluquero ni se daba una ducha, y de él emanaba un tremendo pestazo a alcohol que se coló por los orificios nasales de Jo, dándole ganas de vomitar.

El tipo bloqueaba la entrada impidiéndole ver el interior de la habitación, y le tendió un mugriento billete de diez dólares. Jo no lo tomó.

– El total son once con setenta y seis, señor -se inventó, dándose tiempo para pensar. Con un poco de suerte tal vez el tipo entraría para buscar el dinero que le faltaba y le dejaría vía libre para entrar en la habitación.

– Malditas pizzas… -gruñó el tipo-. Cada vez son más caras.

Dio un par de pasos atrás para alcanzar algo de la mesilla de noche… Su billetera.

Mientras rebuscaba entre los billetes que contenía, Jo empujó con cuidado la puerta para que se abriera unos centímetros más y así poder escudriñar el interior de la habitación. Alcanzó a ver la cama, y sobre ella, para su espanto, a la niña encogida, con una expresión de terror en el rostro y un cardenal en la mejilla. Tenía las manos atadas a la espalda, y su padre le había tapado la boca con cinta adhesiva para mantenerla callada. La escena le recordaba demasiado a otra situación similar, atrás en el tiempo, en otro lugar… Jo notó que un sudor helado le perlaba la frente y las manos.

«Maldita sea, ¿donde estaba la policía?». «Vamos, chicos, os necesito…».

Si había llegado hasta allí no podía echarse atrás. Centró su mente en un solo pensamiento: salvar a la niña. En un arranque de valor, entró en la habitación con la caja de la pizza aún en las manos. Sin embargo, el tipo le bloqueó el camino antes de que pudiera ir más lejos.

– ¿Adónde diablos crees que vas? -exigió saber con el rostro enrojecido por la furia.

Jo se obligó a alzar la mirada hacia aquel animal, que la sobrepasaba ligeramente en estatura, y a pesar de los nervios que la atenazaban esbozó una cándida sonrisa.

– Iba a dejarle la pizza… ¡Y algo más! -recurriendo a sus conocimientos de artes marciales subió una pierna con agilidad y le pegó una patada en la tripa con todas sus fuerzas.

El hombre se estampó contra la pared y cayó al suelo jadeando. Jo entró hasta el centro de la habitación y arrojó la pizza sobre la cama.

– ¡No se mueva! -le ordenó advirtiéndole con el índice-. ¡Está usted arrestado!

El tipo rió de un modo amenazador y se levantó tambaleándose en dirección a una mesita junto al armario. Los ojos de Jo se movieron hacia allí y vio lo que el tipo buscaba: un revólver yacía sobre la superficie descascarillada de la mesita. Jo sacó su arma al mismo tiempo y la apuntó hacia él, pero este ya había alcanzado su pistola y también la tenía a tiro.

Como aquel día fatídico, Jo sintió que la adrenalina se disparaba por sus venas. El pulso le temblaba y estaba sudando aún Con más intensidad. Sin embargó, logró bloquear los terribles recuerdos y aferró el arma con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

Y entonces acudieron a su mente las palabras de Dean. Tenía que creer en sí misma. «Cree en ti, cree en ti, cree en ti…», se repitió una y otra vez como un mantra.

Curvó el dedo sobre el gatillo.

– ¡Tira el arma! -le gritó con un cierto temblor en la voz.

El hombre agarró la pistola con más fuerza, pero estaba claro que no podía apuntar bien por los efectos del alcohol.

– Mi mujer me lo ha quitado todo, no tengo nada que perder -masculló con una sonrisa maliciosa en los labios-. Si intentas dispararme mataré a la niña.

«Cree en ti, cree en ti, cree en ti…», gritaba la mente de Jo. Había fallado aquella prueba antes, pero no iba a fallar de nuevo. Antes de que el tipo pudiera dirigir la pistola hacia la pequeña, Jo apretó el gatillo. El tiro resonó en la habitación, ensordeciéndola.

La bala había penetrado en el hombro derecho del padre, y el impacto lo derribó. Cayó al suelo con un golpe seco, y la pistola se resbaló de su mano, yendo a caer sobre la moqueta. Jo se apresuró a recogerla.

Herido y dolorido, al tipo no le quedaban muchas fuerzas para luchar. Jo lo hizo rodar sobre el estómago y lo esposó. No sólo no lo había matado, sino que además había salvado la vida de Lily. Sonriendo satisfecha, fue con la niña, la desató y le quitó la cinta adhesiva de la boca. La niña se deshizo en lágrimas por el miedo pasado, y Jo la acunó, susurrándole palabras de alivio, mientras miraba con desprecio a su padre. Las autoridades se encargarían de aquel indeseable.

Había creído en sí misma, y se había demostrado que tenía la fortaleza interior para tomar las decisiones adecuadas y salir victoriosa…

El camino había sido largo, pero lo había logrado… gracias a Dean. Estaba lista para afrontar otro miedo. La vida era demasiado corta e incierta como para dejar escapar a la persona a la que amaba y que la había ayudado a recuperar la fe en sí misma.

14

Era viernes por la noche. Jo había tomado un avión a Seattle que había llegado con bastante retraso, y nada más pisar tierra, se había apresurado a alquilar un coche, coche que en ese preciso momento estaba aparcando en la acera, frente a la casa de Dean. Sintió que los nervios se le metían en el estómago. En fin, aún tenía tiempo para prepararse un poco, para pensar cómo lo iba a abordar. Aunque tenía confianza en sí misma, no sabía cómo reaccionaría él ante su inesperada visita, si con un cálido abrazo de bienvenida o fríamente.

No, en realidad su reacción inicial no importaba, se dijo. Ella lo quería y estaba dispuesta a luchar por él, por los dos.

Salió del coche y fue hasta la puerta. A través de la ventana delantera de la vivienda se veía luz. Jo rogó mentalmente por que estuviera en casa. Claro que cabía la posibilidad de que hubiera salido a celebrar su cumpleaños… Sacudió la cabeza. Si así era, estaba dispuesta a hacer guardia en el coche hasta que regresara. Ella iba a ser su regalo de cumpleaños. Sin embargo, al llamar al timbre descubrió que sí estaba, porque abrió la puerta al cabo de unos segundos. Parecía totalmente sorprendido de verla allí.

– Jo… -musitó, mirándola como si no pudiera creer que estaba delante de él, en carne y hueso.

Estaba tan sexy, vestido tan solo con aquellos pantalones de chándal grises, que Jo tuvo que hacer un tremendo esfuerzo para no lanzarse inmediatamente a sus brazos y cubrirlo de besos. Había echado de menos esa atracción entre ellos, pero aún más lo había echado de menos a él.