– Escucha… Te has equivocado de hombre – dijo tratando de hacerla razonar.
La joven suspiró con impaciencia.
– Tú mismo has admitido que eres Dean Colter; ésta es la dirección que venía en el informe; y te ajustas a la descripción que tengo de ti -le dijo encogiéndose de hombros-. No necesito más pruebas para llevarte de vuelta a San Francisco.
Y antes de que Dean pudiera decir otra palabra en su defensa, Jo cerró la puerta de la camioneta y se encaminó hacia la casa. ¿Cómo diablos iba a salir de aquel lío?
3
Había atrapado a Dean Colter justo a tiempo. A juzgar por lo que había descubierto en su maletero, parecía que tenía planeado huir de nuevo. Si hubiera llegado diez minutos más tarde le habría perdido la pista. Sí, ciertamente el éxito era algo muy dulce.
Tras realizar una rápida inspección del vehículo del delincuente, Jo se dispuso registrar los contenidos de la mochila en busca de alguna arma, drogas o cualquier otra cosa ilegal; pero no encontró nada excepto ropa y objetos personales. En el bolsillo delantero encontró su billetera con tarjetas de crédito, algo de dinero y el permiso de conducir del estado de Washington.
Lo cierto era que había resultado una captura casi ridícula por lo fácil que había sido. Claro que en parte había sido pura suerte. ¡Mira que creer que era una bailarina de striptease!, pensó conteniendo la risa. Aquello explicaba lo tranquilo que había estado, todo aquel flirteo descarado, por qué había seguido sus órdenes sin rechistar y, sobre todo, por qué no se había resistido en absoluto al cacheo.
Sin embargo, nada de todo eso explicaba porque se había excitado al registrar a aquel hombre, se reprochó frunciendo el ceño mientras volvía a guardar la billetera en la mochila. Ella había tratado de conducirse como una profesional… hasta que él había hecho aquel comentario burlón sobre la única arma oculta que tenía.
A partir de ese momento, el cacheo se había convertido en algo más que mera rutina.
La verdad era que el tipo tenía muy buen cuerpo. No excesivamente muscular, pero su constitución era atlética, con anchos hombros, fuertes brazos, vientre plano, durísimos muslos, nalgas redondeadas y bien definidas… Al rozar la cremallera del pantalón, había sentido la reacción de él, y ella misma había sido incapaz de apagar el incendio que se había declarado en su interior. Aún entonces, pasado el momento, el sólo recuerdo estaba volviendo a excitarla.
«Contrólate, Sommers», se dijo enfadada. Por guapo, encantador y agradable que fuera Dean Colter a pesar de su reciente delito, a ella nunca se le había ocurrido la estupidez de desear a un tipo que estuviera bajo su custodia, y aquella vez no podía ser una excepción. Pero era una pena, porque no podía recordar cuándo había sido la última vez que un hombre la había hecho sentirse de ese modo. Seguramente se debía solo a que estaba cansada, se dijo excusándose. Había conducido sin apenas parar hasta llegar allí por el temor a que el fugitivo huyera de nuevo, y solo había dormido cinco horas la noche anterior, con lo dormilona que ella era.
Fuera como fuera tenía una misión que cumplir, y la misión no admitía la clase de distracción que Dean Colter suponía. Debía tener más cuidado, y no bajar la guardia en ningún momento.
Cerró el coche del delincuente y se dirigió a su vehículo, ansiosa por concluir con aquel asunto. Su cautivo parecía mucho menos alegre tras haber comprendido que no se trataba de una broma. De hecho, el modo en que frunció las cejas cuando la vio reaparecer, mostraba a las claras que la situación no le gustaba nada.
Jo dio la vuelta y se sentó al volante, arrojando la mochila en el asiento trasero. Activó el cierre automático.
– Muy bien. ¿Adónde te dirigías antes de que yo llegara? -le preguntó. Era imperativo hacerle hablar un poco. Necesitaba saber qué clase de tipo era antes de iniciar el viaje a San Francisco. La experiencia le había enseñado que había tres clases de prisioneros: los que se comportaban de manera beligerante, insultándola durante todo el camino hasta la cárcel; los que se asustaban por lo que los esperaba y por tanto hacían el viaje en silencio; y los que trataban de hacerle creer su inocencia, hablando hasta volverla loca.
Dean desde luego no parecía muy feliz, pero con solo mirarlo a los ojos, tan sorprendentemente verdes, Jo se dio cuenta enseguida de que no pertenecía al primer tipo. No había malicia en su mirada, solamente frustración.
– Iba a pasar unas muy merecidas vacaciones de una semana, en una cabaña aislada en las montañas.
Los aparejos de pesca que Jo había encontrado en el maletero de su coche desde luego confirmaban esa versión. La honestidad era algo que apreciaba, aunque aquello de «muy merecidas» había sido bastante cínico.
– Ya veo, habría sido un buen escondite, desde luego -asintió abrochándose el cinturón-. Siento haber estropeado tus planes.
Dean se removió en su asiento hasta girar el tórax, para poder mirarla de frente. Parecía llenar por completo el interior de la camioneta con su presencia y su calor. No había previsto tener que enfrentarse a eso. La combinación de todas aquellas cosas despertó sus sentidos, y también una sensación extraña en el vientre… Hambre, era hambre nada más, se dijo obstinada. No había probado bocado en horas. Pero, a pesar de todo, no logró apartar la vista de los embrujadores ojos de Dean.
– Esto tiene que ser un error -estaba diciéndole él muy serio.
«Vaya», pensó Jo, «categoría tres». Por desgracia para él, tenía pocas posibilidades de convencerla. Extrajo la llave del vehículo del bolsillo del pantalón, y la introdujo en el contacto. La verdad era que sentía una cierta lástima por él. Parecía tan poco curtido en aquellas lides… Se notaba a la legua que era un novato. En fin, tal vez lo aterrorizaba el regreso a San Francisco, tener que testificar contra el líder de aquella red de ladrones de coches. Sí, eso explicaría la desesperación que Jo creía atisbar bajo la fachada de hombre seguro de sí mismo.
– No hay ningún error, amigo. Esto es un arresto de verdad, y tengo en mi poder papeles que lo autorizan. Al escuchar el ruido del motor poniéndose en marcha, a Dean le sobrevino un ataque de pánico:
– ¿Es que no tengo ningún derecho? -exigió saber-. Todo el mundo es inocente hasta que se demuestre lo contrario -Jo casi se echó a reír ante lo patético que sonaba-. ¿No tengo derecho a hacer una llamada a mi abogado o algo así?
La joven sacudió la cabeza.
– Mucho me temo que no. Perdiste todos tus derechos al huir bajo fianza. Podrás llamar a tu abogado, o a quien te dé la gana… una vez estés de vuelta en prisión.
Dean apretó la mandíbula exasperado.
– Quiero ver esos papeles -exigió abrupta- mente viendo que Jo alargaba la mano hacia la palanca de cambios-. ¿Tampoco tengo derecho a eso?
Sonaba tan indignado que Jo tuvo que apretar los labios para reprimir una sonrisa maliciosa. ¡Había visto aquella táctica tantas veces! En fin, hacer aquella pequeña concesión no le quitaría demasiado tiempo. Además, la experiencia le había demostrado que los fugitivos solían mostrarse más manejables cuando se les presentaban pruebas concluyentes.
– ¿Cómo no? -le dijo sonriéndole dulcemente. Abrió la guantera y extrajo la carpeta con el informe y demás documentos.
– Gracias -masculló Dean con ironía-. Es lo menos después de haber estado bajo la amenaza de caer abatido por un disparo sin saber siquiera por qué.
– ¿Qué? -inquirió Jo levantando la cabeza de los contenidos de la carpeta-. Oh, no era una pistola. No una de verdad, quiero decir.
Dean la miró de hito en hito, boquiabierto.
– ¿Vas por ahí buscando delincuentes con una pistola de juguete?
A Jo se le encogió el estómago y las manos se le pusieron frías al volver de un modo inesperado ciertos recuerdos a su mente: una pistola entre sus manos temblorosas, sus gritos frenéticos al criminal al que había acorralado para que arrojara el arma al suelo, su incapacidad para disparar, y dos disparos.