Antes de poder decirle de nuevo lo mucho que lo quería, Etain sintió el comienzo de otra contracción. Su gemido avisó a la Sanadora.
– Mi señor, ayudadnos a colocarla -dijo la mujer, y Midhir tomó en brazos a su mujer. En aquella ocasión permaneció en pie, tras ella, con las manos unidas bajo sus brazos, y su espalda apretada firmemente contra el pecho mientras él sujetaba su peso con facilidad. Fiona se situó a la derecha de Etain y la tomó de la mano, y otra mujer la tomó de la mano izquierda. La Encarnación de la Diosa miró a la Sanadora, que estaba arrodillada entre sus piernas, y se quedó vagamente sorprendida al darse cuenta de que la habían desnudado. La Sanadora la exploró suavemente con los dedos.
– Estáis preparada. Debéis empujar con la siguiente contracción.
Entonces, Etain empujó. Tras sus párpados cerrados hubo un estallido de colores brillantes. Vio manchas de oro y rojo y oyó un sonido gutural, inhumano, que provenía de sí misma. Por un momento, no pudo respirar.
Entonces, percibió un canto y, aunque no podía ver a las mujeres, sintió su presencia. Su canción la llenó, y recuperó el aliento.
– Otra vez, Diosa. ¡Veo la cabeza de vuestra hija! -la animó la Sanadora.
Etain oyó la letanía de plegarias que estaba susurrando Midhir. Eran palabras pronunciadas en su antiguo idioma, que siempre sonaban mágicas para su esposa, y que fueron un reflejo del ritmo de la canción del nacimiento. Sintió otra nueva contracción, que se apoderó de ella.
De nuevo, Etain se concentró en empujar. Tenía la sensación de que se estaba partiendo en dos. Luchó contra el pánico y el miedo, pero su mente conectó con el poder que la rodeaba. Dejó que el encantamiento del círculo del nacimiento la llenara, y se concentró en empujar con aquella combinación de voluntad y magia. Con una sensación líquida de liberación, notó que su hija se deslizaba al exterior de su cuerpo.
Entonces, las cosas sucedieron muy deprisa. Etain intentó ver a su hija, pero sólo percibió imágenes de la Sanadora, que envolvía una forma húmeda entre los pliegues de su túnica. A la mujer le temblaban las manos mientras cortaba el cordón umbilical.
Silencio.
A Etain se le doblaron las rodillas, y Midhir y Fiona la sentaron en el diván.
– ¿Por qué no llora? -preguntó Etain entre jadeos.
Midhir entrecerró los ojos con preocupación y rápidamente se volvió hacia la Sanadora, que todavía estaba inclinada sobre el pequeño lío de tela.
Entonces el grito dulce y fuerte de la recién nacida reverberó por la estancia, y Etain perdió el miedo. Pero sólo fue un alivio instantáneo, porque casi al instante se dio cuenta de que la Sanadora estaba pálida, y de que tenía una expresión de incredulidad.
Las demás mujeres también se dieron cuenta, porque de repente su canción de júbilo se había acallado.
– ¿Midhir? -preguntó ella, con un sollozo.
El centauro se acercó con una velocidad inhumana a su hija, y la Sanadora lo miró con confusión y consternación. Rápidamente, Midhir se puso de rodillas y destapó a su hija. Y se quedó inmóvil.
Su cuerpo impedía la visión a Etain, y ella tuvo que sobreponerse al agotamiento para incorporarse y ver lo que estaba sucediendo.
– ¿Qué pasa? -gimió.
Al oírla, Midhir reaccionó y tomó a su hija en brazos, y se dio la vuelta hacia su esposa con los ojos llenos de alegría.
– Es nuestra hija, amor mío -dijo, con la voz entrecortada por la emoción-. ¡Y es una pequeña Diosa!
Entonces, se acercó a Etain y le entregó a la niña, que se había quedado en silencio, pero que estaba pataleando. La Elegida de Epona vio por primera vez a su hija.
El primer pensamiento de Etain no fue de horror ni de sorpresa. Nunca había visto nada tan maravilloso ni tan bello. La niña era perfecta. Tenía la cabecita adornada con mechones oscuros de pelo color dorado. Su piel era de un marrón cremoso, de un tono entre el bronce y el oro. Era exactamente como si alguien hubiera mezclado su piel y la de Midhir. Aquél fue el pensamiento de Etain, que se había quedado absorta en la contemplación de su bebé. La piel dorada le llegaba hasta la cintura, donde su cuerpo, de repente, estaba cubierto con un suave pelaje del mismo color que su cabello, pero con manchas como las del pelaje de un cervatillo recién nacido. La niña se retorció y agitó las dos patitas, que terminaban en dos cascos brillantes. Entonces abrió la boquita y emitió un grito de indignación.
– Shh, preciosa -la arrulló Etain, y le besó la cara. Se quedó maravillada con la suavidad de su piel, y sintió tanto amor por su hija, que nunca lo hubiera creído posible-. Estoy aquí, y todo va bien.
Al oír el sonido de la voz de su madre, los ojos increíblemente oscuros del bebé se abrieron mucho, y sus gritos cesaron.
– Elphame -dijo Midhir suavemente, y se arrodilló a su lado-. Elphame -repitió con su voz grave y maravillosa, que le añadió magia a la palabra.
Etain lo miró entre las lágrimas. Aquel nombre le resultaba vagamente familiar, como si lo hubiera oído en sueños.
– Elphame… ¿Qué significa?
Él le besó la frente y besó la frente de su hija antes de responder.
– Es el antiguo nombre de los chamanes para la Diosa Doncella. Es Ella, la más exquisita, llena de la magia de la juventud, y del milagro de una vida que comienza.
– Elphame -murmuró Etain, mientras guiaba la boca hambrienta de su hija al pecho-. Preciosa mía.
«Sí, Amada». La voz de la diosa resonó en la mente de su Elegida. «El Chamán le ha dado un nombre verdadero. Ella se llamará Elphame. Anuncia a Partholon el nombre de tu hija, que es también la Amada de Epona».
Etain sonrió y alzó la cabeza. Con la voz magnificada por el poder de Epona, pronunció las palabras.
– ¡Regocíjate, Partholon! Nos han concedido un regalo digno de una diosa con el nacimiento de mi hija -dijo, mirando a las mujeres que la rodeaban, y a su marido, que tenía las mejillas cubiertas de lágrimas-. Se llama Elphame. Es una pequeña Diosa, ¡la más bella y exquisita!
Tras el anuncio de la Encarnación de la Diosa, hubo un resplandor y un sonido parecido a un rayo. Entonces, la brisa que había estado hinchando las cortinas hacia fuera cambió de dirección, y la gasa dorada entró en la habitación con una ráfaga de aire caliente y perfumado, y de repente todos quedaron envueltos en una nube de alas delicadas. A su alrededor revoloteaban cientos de mariposas que esparcieron magia con sus aleteos.
– ¡Gracias, Epona! -exclamó Etain entre risas. Se sentía encantada con aquella demostración de placer por parte de su diosa.
Entonces, las mujeres comenzaron a cantar en voz baja, y a danzar, al principio lentamente, y después con más rapidez, con alegría, para llevar a cabo la ceremonia de saludo tradicional a un niño recién nacido en Partholon.
Etain descansó en brazos de su marido, mientras él estrechaba suavemente a su familia contra el pecho.
– La magia de la juventud y el milagro de una vida que comienza -le susurró a su hija.
Etain le acarició con reverencia la frente, sin dejar de mirarla para no perderse ni uno solo de sus movimientos. Recorrió su cuerpecito con las yemas de los dedos, y le acarició las patitas y los contornos de cada uno de los cascos delicados. Sátiro. Aquel nombre se le apareció en la mente, pero no. La niña no parecía un sátiro. Era demasiado delicada y bien formada como para parecerse a Pan. Era una mezcla perfecta de humana, centaura y diosa.