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Etain se echó a reír sin darse cuenta.

Midhir le apretó los hombros a su esposa.

– Yo también estoy maravillado con ella.

Etain asintió.

– Sí, pero no me río por eso.

Él arqueó una ceja.

Ella sonrió y le acarició un casco a Elphame.

– Algunas veces me daba unas patadas tan fuertes que yo pensaba que debía de estar vestida y calzada con botas. Ahora entiendo perfectamente lo que estaba sintiendo.

La risa de Midhir se mezcló con la de su esposa, mientras los dos se deleitaban con la magia de su hija recién nacida.

Capítulo 1

Poder. No había nada mejor. Ni el mejor chocolate de Partholon. Ni la belleza de un amanecer perfecto. Ni siquiera… No, no debería pensar en eso. Agitó la cabeza y cambió la dirección de sus pensamientos. El viento le revolvió el pelo. Normalmente se lo recogía, pero aquel día quería sentir el peso de su melena, y tuvo que admitir que le gustaba que flotara detrás de ella cuando corría, como si fuera la cola de color fuego de una estrella fugaz.

Su paso vaciló al perder la concentración, y Elphame recuperó rápidamente el control de sus pensamientos. Mantener la velocidad requería mantener también centrada la atención. El campo por el que estaba corriendo era relativamente llano, y carecía de rocas u obstáculos, pero no era inteligente distraerse. Con un mal paso podía romperse la pata, y sería tonta si creyera lo contrario. Durante toda su vida, Elphame había rechazado las creencias tontas, y el comportamiento estúpido. Las tonterías eran para gente que podía permitirse el hecho de cometer errores cotidianos, normales. Para ella no. No eran para alguien cuyo propio cuerpo decía que había sido tocada por la diosa, y que, por lo tanto, estaba aparte de lo que se consideraba cotidiano y normal.

Elphame respiró más profundamente y se obligó a relajar la parte superior del cuerpo. «Mantén la tensión en la parte inferior», se dijo. «Mantén la relajación en todo lo demás. Deja que la parte más poderosa de tu cuerpo haga el trabajo». Elphame notó que los músculos de sus piernas respondían. Braceó sin esfuerzo mientras sus cascos se clavaban en la suave alfombra de césped de aquel campo joven.

Era más rápida que cualquier humano. Mucho más.

Elphame se exigió más y más, y su cuerpo respondió con una fuerza sobrehumana. Tal vez no fuera tan rápida como un centauro en una distancia larga, pero muy pocos podrían vencerla en una carrera corta, tal y como decían sus hermanos con orgullo. Y con un poco más de trabajo, tal vez nadie pudiera ganarle. Aquella idea era casi tan satisfactoria como sentir el viento en la cara.

Cuando comenzó la sensación de quemadura, la ignoró, porque sabía que debía ir más allá del punto de simple fatiga muscular, pero comenzó a angular sus zancadas para que la carrera tomara un camino esférico. Así terminaría donde había comenzado.

Pero no para siempre, se prometió. No para siempre. Y se obligó a correr más.

– Oh, Epona -susurró Etain con reverencia mientras miraba a su hija-. ¿Es que nunca me acostumbraré a su belleza?

«Es especial, Amada», respondió la diosa, cuya voz resonó familiarmente por la cabeza de la Elegida.

Etain detuvo a su yegua plateada junto a los árboles que bordeaban un extremo del campo. La yegua movió la cabeza hacia atrás e irguió las orejas hacia su amazona; sus gestos eran la versión equina de una pregunta. Y Etain sabía que su yegua, la encarnación animal de la diosa Epona, le estaba haciendo una pregunta.

– Sólo quiero mirarla.

La diosa soltó un resoplido.

– ¡No estoy espiándola! -dijo Etain con indignación-. Soy su madre. Tengo derecho a verla correr.

La diosa echó hacia atrás la cabeza, como proclamando que no estaba tan segura de ello.

– Compórtate con respeto -dijo, moviendo las riendas de la yegua-. O te dejaré en el templo la próxima vez.

La diosa ni siquiera se dignó a resoplar, y Etain ignoró a la yegua, que a su vez la estaba ignorando a ella, murmurando algo sobre las criaturas ancianas malhumoradas, pero no lo suficientemente alto como para que la oyera. Después entrecerró los ojos y se los protegió del sol con la mano, para que nada interfiriera en su campo de visión.

Su hija corría a tal velocidad que la parte inferior de su cuerpo era un borrón; parecía que volaba sobre los brotes de trigo. Corría con una leve inclinación hacia delante, con una elegancia que siempre asombraba a su madre.

– Es la mezcla perfecta de centauro y humana -le susurró Etain a la yegua, que movió las orejas para oír las palabras-. Epona, eres muy sabia.

Elphane había completado el círculo imaginario de su camino, y estaba empezando a girar hacia el bosquecillo donde la esperaba su madre. El sol se le reflejaba en el pelo caoba oscuro. Brillaba y flotaba a su alrededor en mechones largos.

– Verdaderamente, no heredó ese maravilloso pelo liso de mí -le dijo Etain a la yegua, mientras intentaba meterse tras la oreja uno de los rizos, que siempre se le escapaban-. Tal vez los reflejos rojizos sí, pero el resto puede agradecérselo a su padre -prosiguió.

Y también podía agradecerle el increíble color oscuro de sus ojos. La forma alargada y redonda, sin embargo, era de Etain, y también sus pómulos altos y delicados. Sin embargo, Etain tenía los ojos verdes, y su hija los tenía como el azabache, igual que su padre. Aunque la forma física de Elphame no hubiera sido única, su belleza sería poco usual, y al unirlo a un cuerpo que sólo podía haber creado la diosa, el efecto era arrebatador.

Elphame comenzó a aminorar la velocidad, y cambió de dirección para dirigirse directamente hacia su madre.

– ¡Mamá! -exclamó alegremente, saludándola con la mano-. ¿Por qué no os unís a mí mientras hago el enfriamiento?

– De acuerdo, querida -le respondió Etain-, pero lentamente, ya sabes que la yegua se está haciendo vieja y…

Antes de que pudiera terminar la frase, la yegua se puso en marcha, alcanzó a la muchacha y se puso a su altura con un suave trote.

– Vosotras dos nunca os haréis viejas, mamá -dijo Elphame con una carcajada.

– Sólo se está luciendo delante de ti -respondió Etain, aunque acarició con afecto las crines de la yegua.

– Oh, mamá, por favor… ¿Ella se está luciendo? -preguntó Elphame, mientras miraba a su madre con una ceja arqueada. Etain llevaba un traje de amazona de cuero color crema que se le ceñía al cuerpo seductoramente, y algunas joyas brillantes.

– Ya sabes que llevar joyas es una experiencia espiritual para mí -dijo.

– Lo sé, mamá -respondió Elphame con una sonrisa.

El resoplido de la yegua fue sarcástico, y las carcajadas de Etain se entremezclaron con las de su hija mientras continuaban avanzando alrededor del campo.

– ¿Dónde he dejado mi pareo? -preguntó Elphame en un murmullo, mientras buscaba con la mirada cerca de los árboles-. Creo que lo puse en este tronco.

Etain vio a su hija buscando el resto de su ropa. Llevaba un peto de cuero sin mangas, que se le ceñía al pecho, y una pequeña banda de lino a modo de falda en las caderas, que se convertía en un triángulo por la parte delantera. Etain lo había diseñado para ella.

El problema era que, aunque el cuerpo musculoso de la muchacha estaba cubierto por un precioso pelaje de caballo de la cintura para abajo, y que tenía cascos en vez de pies, salvo por los extraordinarios músculos de la parte inferior de su cuerpo, era una mujer humana. Así pues, necesitaba una vestimenta que le concediera la libertad necesaria para ejercitar la velocidad sobrehumana que tenía por don, además de cubrirla decentemente. Etain y su hija habían experimentado con muchos estilos distintos antes de dar con aquella solución, que cubría ambas necesidades.

El resultado había funcionado bien, pero dejaba a la vista demasiado del cuerpo de Elphame. No importaba que las mujeres de Partholon siempre hubieran sido libres para mostrar su cuerpo. Etain desnudaba su pecho regularmente durante las ceremonias de bendición en honor a Epona, para dar a entender el amor de la diosa por la forma femenina. Cuando Elphame descubría sus patas terminadas en cascos, la gente la miraba con horror y reverencia a la vez, puesto que era evidente que estaba tocada por la diosa.