Выбрать главу

Al principio, Elphame sólo vio alas y miembros largos, manchados de sangre. Por un instante se permitió pensar que no era él. Después, Lochlan se puso de rodillas y la miró a la cara.

– Elphame, no llegué a tiempo -murmuró-. Perdóname por no haber sabido lo que iban a hacer hasta que fue demasiado tarde.

Detrás de ella empezaron las exclamaciones y las expresiones de horror. Oyó la palabra «Fomorian» como si fuera una terrible maldición. Elphame sintió el horror y la consternación de su clan, pero no apartó la mirada de Lochlan, ni miró a su hermano ni a Brenna, ni a la Cazadora, cuyos ojos sabios notaba como una presión tangible en la piel.

– ¿Quién la ha matado?

– Me siguieron cuatro de los míos. Les ordené que volvieran a las Tierras Yermas y que me aguardaran allí. Pensaba que se habían marchado. Me juraron que saldrían de Partholon. En vez de hacerlo, mataron a Brenna.

– ¡Conoces a esta criatura! -rugió Cuchulainn.

Elphame miró a su hermano, cuyo rostro estaba lleno de dolor.

– Lo conozco. Me ha jurado lealtad.

Los murmullos aumentaron de volumen, y ella tuvo que alzar la voz para hacerse oír por su clan.

– Era su derecho. Su madre era Morrigan, la hermana de El MacCallan, que fue secuestrada durante la guerra Fomorian y violada, y abandonada en las Tierras Yermas. Sobrevivió al parto de su hijo, como muchas otras.

Cuchulainn bajó de la montura lentamente, con cuidado de sujetar bien a Brenna. Caminó hacia su hermana y se enfrentó a ella, con el cuerpo de su amante entre los dos.

– ¿Cómo puedes decir eso del monstruo que ha matado a Brenna?

– No es un monstruo, Cuchulainn. Me he casado con él. Tú predijiste que encontraría aquí a mi compañero. Es él.

Todos comenzaron a gritar de asombro, pero Elphame no apartó los ojos de su hermano. Él estaba cabeceando violentamente, y se tambaleó hacia atrás. Cuando Elphame se acercó a él, su hermano se encogió para que no lo tocara. Ella apartó la mano como si se hubiera quemado.

– Por Epona, eso no puede ser -dijo Cuchulainn. Parecía que su voz provenía de una tumba.

– ¡Cuchulainn! -dijo Lochlan, que había conseguido ponerse en pie. Tenía las manos atadas, ensangrentadas-. Ve al norte, hacia el lugar donde me encontraste. Allí encontrarás a los responsables de esta atrocidad. Mi gente no habrá podido llegar lejos.

El guerrero le clavó una mirada de odio.

– ¿Y por qué iban a estar allí todavía, criatura? ¿No será que me has tendido una trampa, y que están esperándonos para atacarnos?

– No pueden luchar contra ti, y no pueden huir. He rasgado sus alas. Están a tu merced, como yo.

Para la entumecida mente de Elphame, las palabras de Lochlan sólo eran una impresión tras otra. Brenna muerta, Lochlan capturado, su vínculo revelado, y su hermano mirándola como si no fuera su hermano. Y Lochlan acababa de decir que había roto las alas de su propia gente, aquellas alas que eran una prolongación de su alma. Lo único que le impidió gritar de dolor fue el peso del broche de La MacCallan, que sujetaba su tartán.

Entonces, la voz de Cuchulainn se abrió paso entre sus pensamientos.

– Si estuvieras a mi merced, criatura, no volverías a tomar aliento.

Elphame reaccionó. Alzó la barbilla e irguió los hombros, y miró a su hermano a los ojos.

– Tienes razón, Cuchulainn -dijo-. No está a tu merced, está a la mía. Llévate a un grupo de hombres y de centauros -añadió, y miró a Brighid-. Ve con él, y buscad a los Fomorians. Traedlos para que podamos juzgarlos.

Se preparó, y volvió a acercarse a Cuchulainn. En aquella ocasión, él no se apartó de ella, pero su expresión no se suavizó. Elphame extendió los brazos.

– Yo me llevaré a Brenna. Ahora está en casa.

Cuchulainn titubeó y se estremeció. Después puso a Brenna en los brazos de Elphame. Sin apartar los ojos de los de ella, Cuchulainn señaló a Lochlan con la barbilla.

– ¿Qué vas a hacer con él?

– Es mi prisionero, y lo será hasta que se dicte justicia.

– Procura tenerlo bien vigilado.

– Procura traer a los otros con vida -replicó ella.

Entonces, como si fuera un extraño, Cuchulainn le hizo una reverencia y se volvió hacia los demás para darles órdenes. Desató la cuerda con la que había atado a Lochlan a su montura y se la arrojó a uno de los hombres.

– Vigiladlo bien -le dijo.

Después, sin mirar a Elphame, Brighid y él dirigieron al grupo de hombres y centauros al bosque.

Elphame sabía lo que tenía que hacer, y dio la orden sin dudarlo. Sin embargo, el corazón le pesaba como el plomo en el pecho, y no pudo volverse hacia Lochlan. El legendario Castillo de MacCallan no tenía calabozos. Cuando un miembro del clan cometía un crimen, la justicia se aplicaba con rapidez. De acuerdo con la voluntad del Jefe, el culpable perdía la vida o era desterrado. El clan cuyo lema era «fe y fidelidad» no toleraba violaciones del juramento.

– Llevadlo al patio principal y atadlo a una de las columnas. Mientras esperamos el regreso de Cuchulainn, será mi prisionero.

El hombre que sujetaba la cuerda de Lochlan tiró de él con crueldad. Elphame respondió inmediatamente.

– He aceptado su juramento de fidelidad, y su pertenencia al clan. Sería inteligente que recordaras tratarlo como a tal.

El hombre apartó la mirada rápidamente. El fuego de los ojos de Elphame daba a entender que era algo más que La MacCallan. Estaba marcada por Epona, y a nadie le gustaba incurrir en la ira de una Diosa.

Mientras el grupo volvía lentamente hacia el castillo, Danann se acercó a Elphame.

– Deja que te ayude con la pequeña Sanadora, Diosa.

Sus ojos estaban llenos de compasión, y la ira de Elphame se desvaneció. Ella quedó exhausta, perdida.

– Es tan ligera -dijo, con la voz quebrada.

– El cuerpo de Brenna no era lo que la definía. Tenía una gran voluntad en una forma muy pequeña -dijo Danann.

– Su corazón era su fuerza -añadió Wynne, acercándose a ellos. Tenía sus mejillas color marfil llenas de lágrimas.

– Y su bondad -dijo Meara, que también se unió a ellos. Le temblaba la voz de emoción-. Sería un honor que nos permitieras ayudarte a ungir el cuerpo de Brenna.

Elphame miró al sabio y anciano centauro y a las dos jóvenes. Ellos no la rechazaron, ni la acusaron de defender a un monstruo. Ella todavía era la Jefa del Clan. Elphame tuvo que contener sus propias lágrimas. Era La MacCallan. El clan dependía de su fuerza. No iba a llorar.

– Acepto vuestra ayuda. Venid conmigo a la tienda de Brenna. La prepararemos allí.

Los cuatro formaron una triste procesión hasta las tiendas. Junto a la de Brenna estaba sentada la pequeña lobezna. Elphame se había olvidado por completo de Fand, y se sorprendió al ver que alguien la había atado a uno de los postes de la tienda. La lobezna se puso a brincar a modo de saludo, pero cuando Elphame y su carga se acercaron, su actitud cambió drásticamente. Bajó las orejas y la cola, y comenzó a gimotear de tristeza, y se tumbó en el suelo. Elphame entró en la tienda y depositó a Brenna en su camita, y todos comenzaron a ungir su cuerpo mientras los aullidos de Fand resonaban por el día que se terminaba.

Capítulo 36

Elphame estaba envuelta en una capa, entre las sombras que había a la entrada del patio principal. La escena que tenía ante sí era macabra. Las antorchas ardían alegremente, y los sonidos reconfortantes de la charla de la gente mientras terminaba de cenar llegaban desde el Gran Salón y se mezclaban con el borboteo del agua de la fuente. Eran los sonidos de su castillo al final del día. Todo sería muy normal si no tuviera en las manos el perfume del aceite que había usado para ungir el cuerpo de Brenna, y si no hubiera guardias en el patio vigilando a Lochlan.