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Estaba empezando a amanecer cuando Elphame volvió al patio principal para ver a Lochlan. Alguien les había llevado unas sillas a Brendan y a Duncan, y estaban sentados a su lado, y Elphame se quedó sorprendida al ver que estaban hablando con él. Caminó con sigilo para que no notaran que se acercaba.

– Ciento veinticinco años -dijo Brendan, agitando la cabeza. Su expresión era de cautela, pero de curiosidad también-. No me imagino cómo puede ser vivir tanto tiempo. Ni siquiera pareces tan viejo como Danann.

Elphame sonrió, y notó una sonrisa en el tono de voz de Lochlan.

– Yo no quisiera medir mi sabiduría con la del centauro. Puede que yo tenga muchos más años que él, pero su experiencia es mucho más valiosa. No querría enfrentar mi ingenio con el suyo.

Duncan soltó un resoplido.

– Ninguno querríamos -dijo, y después hizo una pausa, como si estuviera pensando cuidadosamente lo que iba a decir-. Vi lo que pasó cuando La MacCallan le preguntó al espíritu de la columna la verdad sobre ti. Si hubieras sido el culpable de la muerte de la Sanadora, nuestra señora lo habría sabido.

– Yo no maté a Brenna, pero te diré con sinceridad que llevaré la culpa de su muerte hasta la tumba. Debería haber encontrado la manera de evitarlo -dijo Lochlan.

– El destino puede ser muy cruel -dijo Brendan.

Duncan asintió.

Elphame se acercó en aquel momento.

– Está amaneciendo -dijo-. Wynne tiene comida caliente para vosotros. Os relevo temporalmente de la vigilancia.

En aquella ocasión, en vez de vacilar, los dos hombres se pusieron en pie, le hicieron una reverencia a Elphame y se dirigieron en silencio hacia el Gran Salón. Elphame, una vez a solas con Lochlan, se dio cuenta de que no sabía qué decir. Colocó un montón de vendajes y tapó el frasco de ungüento.

– Siéntate a mi lado un momento, corazón mío.

Elphame lo miró a los ojos. Estaba pálido, y tenía unas profundas ojeras. La manta se le había caído del hombro herido, y el vendaje blanco tenía manchas de sangre. Estaba un poco más erguido que cuando ella pensaba que se había quedado dormido, pero todavía seguía apoyado en la columna, como si él también obtuviera fuerza de ella.

Con un suspiro, Elphame se sentó a su lado.

– Es tan difícil saber lo que tengo que hacer, Lochlan -le dijo con tristeza-. ¿Cómo equilibro lo que siento con lo que soy?

– Lo estás haciendo bien. Te son leales, Elphame. No tienes que preocuparte por perder a tu clan.

– ¿Y tú? ¿Debo preocuparme por si te pierdo a ti?

– No puedes perderme, Elphame.

– ¿Y si Cuchulainn no encuentra a tu gente, o si los mata y no permite que cuenten su historia? ¿Y si los trae con vida hasta aquí y mienten, y dicen que fuiste tú quien mató a Brenna? Ninguno de los miembros del clan puede comunicarse con el espíritu de la piedra. Yo puedo evitar que Cuchulainn te mate, pero tendría que desterrarte, Lochlan. ¿Lo entiendes?

– Entiendo que harás lo que tengas que hacer. Sin embargo, ni la muerte ni el destierro podrán destruir el amor que siento por ti. Y no olvides que Epona está presente en todo esto, Elphame. He decidido confiar en la diosa, tal y como hizo mi madre.

Elphame agitó la cabeza.

– Yo no tengo tu fe.

Lochlan sonrió.

– ¿No? Epona te marcó antes de tu nacimiento. Tal vez sólo necesites confiar en ti misma par escuchar su voz.

Elphame le acarició la mejilla.

– ¿Estás seguro de que no eres tan sabio como Danann?

– Completamente.

Entonces, ella se inclinó hacia delante y lo besó con suavidad. Las alas de Lochlan se movieron involuntariamente, y él no pudo contener un gemido de dolor. Elphame se apartó rápidamente de él con preocupación. Quiso acariciarle el ala herida, pero detuvo su gesto en el aire, porque no quería causarle más daño.

– El ala se curará -dijo Lochlan, intentando consolarla, aunque tenía la voz entrecortada-. Yo no habría podido sobrevivir en las Tierras Yermas si hubiera sido frágil y me rompiera con facilidad.

– Pero es tu ala.

– Se me curará -repitió él-. No tengas miedo de tocarme.

Ella se estaba inclinando cuidadosamente hacia él cuando se oyó el sonido de muchos cascos de caballos que entraban en el castillo. Con el corazón acelerado, Elphame se puso en pie para recibir a Cuchulainn y conocer las noticias que su hermano les había llevado.

Cuando Cuchulainn entró en el patio, ella apenas pudo reconocerlo. Estaba manchado de sangre y tierra, como Brighid, que iba a su lado. Sin embargo, el semblante de Cuchulainn no había cambiado sólo por la batalla y el cansancio. Su rostro se había convertido en la máscara dura de un extraño. Detrás del guerrero y de la Cazadora, los hombres y los centauros entraron en el patio. Elphame reconoció a varios hombres de Loth Tor. Alguien gritó en el Gran Salón, y el clan salió al patio.

A la luz de las antorchas, Cuchulainn tiró de las riendas para detener al caballo y desmontó con rigidez. Después desenrolló una cuerda de la montura. Elphame contuvo la respiración mientras su hermano caminaba hacia ella, tirando de la cuerda, y vio a cuatro figuras aladas que entraron tambaleándose al círculo de luz. Lochlan se puso en pie con dificultad, pero ella no podía apartar la mirada de los prisioneros de su hermano.

Eran cuatro, tres hombres y una mujer. Tenían las manos atadas por delante y la cuerda que les unía las muñecas pasaba después alrededor de su cuello antes de conectar con el siguiente prisionero, de manera que si uno hubiera caído y hubiera sido arrastrado por el caballo de Cuchulainn, los demás se habrían ahogado. Estaban sangrando por múltiples cortes y estaban cubiertos de suciedad y sangre, pero las heridas más espantosas las tenían en las alas. Sólo permanecían los esqueletos. Lo que era prueba de la fuerza que les proporcionaba su sangre oscura se había convertido en jirones de carne destrozada.

No iban a curarse. Elphame lo supo con una certeza que la espantó.

– Las criaturas estaban en el lugar que él nos indicó -dijo Cuchulainn, con la voz de un extraño-. No se dejaron capturar con facilidad, como hacen la mayoría de los criminales.

Tiró de la cuerda con crueldad y el hombre que estaba más cerca de él, que era gemelo del prisionero al que estaba atado, tropezó y cayó de rodillas. Los demás chocaron entre sí dolorosamente.

Lochlan dio un paso hacia ellos.

– Ya están vencidos. No tienes por qué torturarlos.

Cuchulainn se volvió hacia él lleno de furia.

– ¡Mataron a Brenna!

– Ellos no la mataron. Fui yo.

Todos los ojos se clavaron en la mujer. Tenía menos heridas que los demás, y sus alas estaban menos destrozadas que las de los otros. Irguió la espalda mientras hablaba, y se echó el pelo blanco hacia atrás. Observó con desprecio a los que estaban allí reunidos, y al mirar sus ojos del color del hielo, Elphame pensó que tenía una belleza terrible, como la de una llama pálida y peligrosa.

– No hables, Fallon -le dijo el hombre alto y rubio que estaba a su lado.

Ella hizo caso omiso, y miró a Lochlan a los ojos.

– Ha pasado ya el momento del silencio, ¿verdad, Lochlan?

– Fallon, ¿por qué…?

Elphame le tocó el brazo para interrumpir su respuesta, y Fallon hizo un gesto de desdén.

– Eso es, Lochlan. No hables si ella no te lo permite. Eres la marioneta de la diosa ungulada.

Elphame sintió una punzada de ira y respondió a la mujer en un tono glacial.

– Ten cuidado al referirte a mí. Soy La MacCallan, Jefa del Clan de los MacCallan, y tu destino está en mis manos.

La mujer alada soltó una carcajada cruel y falta de humor, y Elphame supo, sin duda alguna, que estaba mirando a los ojos de la locura.

– Mi madre humana, que murió hace mucho tiempo, se habría sentido contenta porque finalmente yo haya podido entender el significado de la ironía. Mi futuro no está en tus manos, Diosa, salvo que hasta hoy, eras tú la que iba a ser sacrificada para culminar ese futuro.