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– ¡Ya basta, Fallon!

Lochlan tuvo que rugir para hacerse oír por encima de las voces furiosas del clan. Nadie entraba al castillo y amenazaba a su Jefa sin incurrir en su ira.

Elphame alzó la mano para imponer silencio. Se aproximó a Fallon, y Cuchulainn la siguió. Cuando se acercaron a la mujer alada, el hombre que estaba a su lado se movió. Elphame ignoró el sonido de las cadenas de Lochlan y la ira que irradiaba su hermano. Estaba completamente concentrada en Fallon.

– Explícate.

Fallon alzó la barbilla.

– Pregúntale a tu amante la verdadera razón por la que vino solo a Partholon, a buscarte. No era sólo porque hubiera soñado contigo desde tu nacimiento. Había más, mucho más. Pero tal vez ya conoces parte de esa historia.

– Tú misma has admitido que tienes las manos manchadas con la sangre de una mujer inocente, y ahora estás en mitad de mi castillo lanzando insinuaciones, verdades a medias, acertijos. ¡Explícate!

Fallon abrió mucho los ojos al notar el poder de la diosa, pero en vez de amedrentarse, su locura se avivó. Le lanzó una mirada fulminante a Lochlan.

– ¡Mira lo que han provocado tus mentiras! Es evidente que sabes que es una diosa, pero estabas tan obsesionado con ella que preferiste quedártela para ti solo. Al extraer su sangre, la maldición se ha desvanecido de tu cuerpo, pero ¿y nosotros? ¿Te importa tan poco tu gente que ni siquiera pensaste en ella?

– Has cometido un asesinato y te has entregado a la locura, Fallon. Tus palabras no significan nada -dijo Lochlan.

Sin embargo, Elphame había estado observando a su amante mientras Fallon hablaba, y había visto una sombra de culpabilidad en sus ojos antes de que él controlara su expresión.

– Por una vez, estoy de acuerdo con esta criatura. Esas palabras no significan nada. La mujer mató a Brenna, y la mujer debe morir -dijo Cuchulainn, con tal falta de emoción, que a Elphame se le partió el corazón.

– ¡No! -gritó el hombre que estaba a su lado-. Lo que hizo Fallon fue sólo para salvar a nuestra gente. Lochlan abandonó la responsabilidad que le correspondía como nuestro líder. Nos traicionó al negarse a sacrificar a la diosa ungulada, y Fallon no tuvo otro remedio.

Cuchulainn emitió un rugido de furia que fue respondido por el de su clan, y varios de los hombres desenvainaron las espadas y dieron un paso adelante.

– ¡Silencio! -gritó Elphame, y su voz hizo que a los presentes se les pusiera el vello de punta, porque sintieron las corrientes de poder que despertaba.

La risa sarcástica de Fallon llenó el ambiente de odio.

– Me equivoqué en cuanto a ti, Diosa. Pese a todo tu poder, no lo sabías. No sabías que Lochlan te buscaba para completar la Profecía. Te creíste sus palabras de amor edulcoradas.

Lochlan tiró de las cadenas que lo sujetaban.

– ¡No sabes lo que dices!

– ¡Sé que la mujer humana murió por tu culpa! Si hubieras cumplido con los dictados de la Profecía, yo no habría tenido que matarla para sacar a tu amante de su fortaleza -dijo, y volvió a reírse. Entonces, la expresión enloquecida se le borró del rostro y empezó a llorar-. Pero no me esperaba tu traición definitiva -dijo, y se acarició con una mano larga y esbelta el ala rasgada, como si no le perteneciera-. Oh, Keir, mira lo que nos ha hecho.

Entonces estalló en sollozos, y el hombre la tomó entre sus brazos.

Elphame se volvió hacia Lochlan y lo miró fijamente.

– Háblame de la Profecía.

Lochlan respiró profundamente. Aunque siguiera encadenado, estaba erguido y tenía un porte orgulloso, más de dios que de prisionero. Cuando habló, su voz profunda y grave se extendió por todo el castillo e hipnotizó a todo su clan, aunque sólo miraba a Elphame.

– Ya sabes que mi madre era Morrigan, la hermana menor de El MacCallan. Como muchas de las mujeres de este clan, mi madre estaba marcada por Epona. Ella me transmitió su fe, y me hizo partícipe de una Profecía, que según me juró, le había revelado la misma diosa en sueños. La Profecía predecía que nuestra gente se salvaría a través de la sangre de una diosa moribunda. Mi madre dijo que Epona le había prometido que sería yo quien haría cumplir la Profecía. Su fe no vaciló nunca, ni siquiera en su lecho de muerte. Murió creyendo que algún día yo encontraría la manera de que la promesa de Epona se cumpliera. Cuando comencé a soñar con una niña tocada por la mano de la diosa, nacida de una humana y un centauro, supe que sus plegarias tenían respuesta.

Lochlan sonrió, y por un instante pareció que todos los demás desaparecían, y ellos dos se quedaban solos.

– Creo que empecé a amarte cuando eras una niña, y después me enamoré de ti cuando te convertiste en una joven tan bella. Pero en realidad, cuando te vi hablándole a tu gente ante las puertas derruidas del Castillo de MacCallan fue cuando me di cuenta de que sacrificaría cualquier cosa por ti, por tu seguridad, aunque estuviera condenando a los míos al destierro y a la locura.

– Fuiste tú -dijo de repente Brighid-. Tú salvaste a Elphame la noche de su accidente.

– Sí -dijo Elphame, sin apartar la vista de Lochlan-. El jabalí me habría matado de no ser porque Lochlan lo mató primero.

– No lo entiendo -dijo Brighid, entre las exclamaciones de asombro de los demás-. ¿Qué propósito tiene la Profecía? Si no sois enemigos ni tenéis el propósito de recuperar el pasado de vuestros padres y comenzar una nueva guerra, ¿por qué no habéis venido a Partholon pacíficamente? ¿Por qué pensabais que teníais que sacrificar la vida de Elphame?

– Se están volviendo locos -dijo Elphame-. La oscuridad de su sangre los llama -explicó, y señaló con tristeza a Fallon, que seguía aferrada a su compañero-. Y finalmente, la locura vence. Y hay niños que llevan la sangre de sus antepasados humanos, sangre que comparten con muchos de nosotros. Para ellos es peor, puesto que no tienen madres humanas que fortalezcan su condición humana.

– Así que creéis que Epona desea que Elphame sea sacrificada para que su sangre lave vuestra locura -dijo Cuchulainn con desprecio-. La misma Profecía es una locura.

– Puede que tengas razón, Cuchulainn -dijo Lochlan-. He descubierto que, durante todos estos años, hemos malinterpretado la Profecía.

Fallon se apartó de su compañero con las alas temblorosas.

– ¡Mientes! -gritó.

– No. He probado su sangre. He leído la verdad en ella.

– ¿Qué está diciendo? -preguntó Cuchulainn.

Elphame no se volvió a mirar la rabia de su hermano.

– Lochlan es mi compañero. Él y yo nos hemos casado, y hemos consumado el matrimonio. Él probó mi sangre como parte del ritual de apareamiento.

Cuchulainn miró a su hermana como si no la conociera. Elphame apartó la vista de él antes de que su coraje se resquebrajara.

– ¿Qué es lo que te dijo mi sangre? -le preguntó a Lochlan.

– La Profecía dice que nosotros nos salvaremos a través de la sangre de una diosa moribunda, pero no hablaba de una muerte física. Lo que dice es que tú debes tomar la sangre oscura de nuestros padres en tu cuerpo, de modo que se mezcle con la tuya y, finalmente, la reemplace. Cuando suceda eso, como tú llevas la marca de la diosa, tú serás quien recoja la locura de nuestros padres. Las batallas que ha de mantener mi gente a diario para conservar su condición humana se transferirían a ti -dijo él, y el horror de lo que estaba diciendo se reflejó en su semblante-. Nosotros nos liberaríamos de la locura, pero para ti sería peor que una muerte física. Sería la muerte de tu humanidad.

– Eso no es posible -dijo Cuchulainn con desdén, y el clan lo secundó con gritos de aquiescencia.

Elphame siguió mirando fijamente a su amante. Recordó la expresión de horror con la que había huido de su lecho después de probar su sangre, y supo que su marido había dicho la verdad. Entonces, supo lo que tenía que hacer. Apartó la vista de Lochlan, antes de que él pudiera descifrar la decisión que había tomado.