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Alzó una mano y pidió silencio.

– He completado mi juicio -dijo.

En aquel momento no era hermana ni esposa. Era La MacCallan, y sus palabras resonaron por las murallas del castillo.

– Cuchulainn, tu pérdida, y la del clan, ha sido muy grande. Debe haber una reparación -declaró, y se volvió hacia Fallon-. Acabaste con la vida de una inocente. Tú darás tu vida a cambio.

Cuchulainn se adelantó hacia la mujer alada con la espada en alto.

– ¡No! -gritó Keir.

– No puedes salvarla, pero puedes morir con ella -dijo Cuchulainn, en un tono letal.

Fallon dio un paso adelante, como si estuviera dispuesta a recibir el golpe mortal del guerrero.

– Entonces, mátame y demuestra tu barbarismo -dijo con altivez. Entonces se arrancó los jirones que le cubrían el cuerpo y dejó a la vista su vientre abultado-. Pero has de saber que al matarme también asesinarás a mi hijo.

Elphame no tuvo que ordenarle a su hermano que se detuviera. La espada de Cuchulainn vaciló. Él la bajó lentamente hasta que la punta dio en el suelo, y con los ojos llenos de dolor miró a Elphame.

– Brenna habría dicho que era venganza, y no justicia, el hecho de matar a un niño para compensar su muerte.

– Estoy de acuerdo, Cuchulainn. No sería justo acabar con la vida de otro inocente -dijo Elphame-. Pero alguien debe pagar el precio del asesinato de Brenna.

– Fallon es mi compañera. El niño es mío. Yo pagaré ese precio -dijo Keir.

Entonces, con un gesto de dolor, se inclinó para recoger la ropa de Fallon, que le entregó sin mirarla. Fallon no habló, pero Elphame vio una emoción en los ojos de la mujer, algo que no era locura ni odio.

– ¿Sabías que Fallon tenía planeado matar a Brenna? -le preguntó Elphame a Keir.

– No, Diosa. Vinimos a comprobar que se cumplía la Profecía, no a matar a inocentes. Pese a lo que la gente piense de nosotros, no somos como nuestros padres.

– Keir, tú no tienes la culpa de que Fallon claudicara a la locura. No eres el culpable de la muerte de Brenna.

Elphame se giró lentamente hacia Lochlan. Los murmullos del clan cesaron. En el silencio, las palabras de Lochlan sonaron con fuerza y con claridad.

– Keir no es el culpable de la muerte de Brenna. Soy yo. Yo soy el líder de mi gente, y también soy un traidor.

– Tus palabras son sabias, esposo -dijo ella.

Entonces extendió el brazo hacia Cuchulainn, pidiéndole silenciosamente la espada. Sin decir nada, su hermano depositó la empuñadura en la palma de su mano. Después, Elphame se aproximó a Lochlan. Él ignoró a todos los demás y habló sólo para ella.

– Cuando nos casamos, te dije que te seguiría aunque eso me condujera a la muerte. No reniego de esa promesa, como no me arrepiento de nuestro amor. Cuando respondí a tu llamada y llevé el cuerpo de Brenna, sabía cuál iba a ser mi final. Lo acepté entonces y lo acepto ahora.

Tenía una sonrisa sin amargura, y su voz reflejaba el amor que sentía por ella.

Elphame le devolvió la sonrisa, en vez de golpearlo con la espada.

– ¿Te acuerdas de que me dijiste que yo tenía que confiar en mí misma lo suficiente como para escuchar la voz de Epona? Tenías razón, Lochlan. Por fin he encontrado esa seguridad en mí misma, y he oído la voz de la diosa. Ahora tú también debes confiar en mí.

– Confío en ti, corazón mío -respondió él, y abrió los brazos para que ella pudiera darle el golpe final con facilidad.

– Bien. Pronto necesitaré esa confianza -dijo ella, y miró hacia atrás, por encima de su hombro, a su hermano-. Perdóname, Cuchulainn -le dijo.

Mientras ella tomaba aire profundamente, su hermano abrió mucho los ojos, porque acababa de entender lo que se proponía Elphame.

– ¡Detenedla! -gritó, lanzándose hacia ella.

Su grito fue seguido del de Lochlan, y el hombre alado tiró salvajemente de sus cadenas para intentar alcanzar a Elphame, mientras ella se cortaba la carne de la muñeca hasta el codo, profundamente. Temiendo que Cuchulainn la alcanzara demasiado pronto, Elphame intentó cambiar la espada a la otra mano apresuradamente para terminar lo que había comenzado, pero la fuerza ya estaba abandonando su cuerpo, y se le hizo difícil sujetar la espada. En silencio, pidió más tiempo, y la piedra sobre la que estaba en pie oyó su súplica.

A través de una niebla rojiza, Elphame vio el espíritu de El MacCallan.

«Aquí estoy, muchacha».

Entonces, él alzó la mano, un instante antes de que Cuchulainn alcanzara a Elphame, y ella quedó encerrada en una esfera transparente de poder. El cuerpo de Cuchulainn se detuvo en seco como si hubiera chocado contra un muro invisible.

«No, Cuchulainn. No puedes cambiar el futuro de La MacCallan. Ella es quien debe elegir, no tú».

– ¡Elphame, no! -gritó Cuchulainn, dando puñetazos de impotencia sobre la barrera de poder espiritual.

Elphame pasó la espada a la otra mano, mientras la sangre manaba del corte de su brazo y formaba un riachuelo escarlata. Apretó los dientes contra el dolor y repitió el corte en su brazo derecho, y sólo entonces dejó caer la espada al suelo de mármol. Sintió el calor de la sangre, que bañaba sus brazos y sus piernas. Entonces, miró a Lochlan. Él tenía la cara cubierta de lágrimas.

– Sálvame -le dijo-, y a cambio, yo te salvaré a ti.

«Ya sabes lo que tienes que hacer, sobrino».

Después de que El MacCallan hablara, el círculo de poder desapareció con el espíritu, y gritando de angustia, Cuchulainn tomó a Elphame entre sus brazos.

– ¡Acércamela antes de que pierda el conocimiento! -gritó Lochlan.

El guerrero arrastró a su hermana hacia Lochlan, y él se arrodilló a su lado y la abrazó.

– ¡La espada! ¡Dame la espada! -rugió.

Entonces, tuvo la empuñadura ensangrentada en la mano. Con un movimiento veloz, Lochlan se hizo un corte profundo sobre el corazón y arrojó el arma lejos de sí. Tomó la cabeza de Elphame entre las manos y le apretó los labios contra la herida.

– Bebe, corazón mío -le suplicó.

Ella tenía los ojos cerrados, y no respondió.

– Bebe, Elphame -gritó él-. He hecho lo que me has pedido. Ya sólo puedes salvar tu vida cumpliendo la Profecía. ¡Bebe!

Ella comenzó a mover los labios contra su piel y bebió. Abrió los ojos de golpe y tensó la boca contra el pecho de Lochlan, mientras la sangre de los demonios entraba en su cuerpo. Al principio sólo percibió un sabor metálico, pero después comenzó el calor. Estaba bebiendo de la lava de un volcán, pero no podía apartarse por mucho que lo deseara. El calor la seducía. Llenaba su cuerpo y le acariciaba el alma con el poder hipnótico de la locura y la oscuridad de una raza entera. Las heridas de sus brazos se secaron y se cerraron solas. Entonces, su mente se llenó de pensamientos ajenos.

«Sangre… Nunca es suficiente… Debería dejarlo seco… Debería beberse la sangre de todos ellos, y comenzaría a formar su propio ejército… Sería en parte diosa, en parte demonio… Primero debía matar a Lochlan… Matar al traidor…».

¿Matar a Lochlan? ¿Matar a su compañero?

Su propia conciencia se abrió paso entre los susurros de los demonios y, con un jadeo, apartó la boca del pecho de Lochlan. Se alejó de él a gatas y, con un sentimiento de pánico, se percató de que el charco de sangre que cubría el suelo y su cuerpo era su propia sangre. No. La sangre que cubría el suelo ya no era la suya, porque la suya estaba irremediablemente mezclada con la de los demonios.

«Ahora es un demonio… Tiene que aceptarlo».

– No escuches los susurros oscuros -le dijo Lochlan entre jadeos, y se desplomó en el suelo, pálido y mareado-. ¡Lucha contra ellos, Elphame!

– ¿Elphame? -le dijo Cuchulainn, acercándose lentamente a ella con los brazos extendidos-. Ven conmigo -le pidió. Elphame no respondió, y a él se le quebró la voz-. No puedes dejarme tú también, hermana mía. No podría soportarlo.