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Al oír aquella expresión de cariño, Elphame se estremeció. La oscuridad que ella había aceptado en su cuerpo era la causante de la pérdida de Cuchulainn. Y ahora, ella formaba parte de aquello… «Sí». Las voces se revolvieron en su mente y en su cuerpo, como si tuviera cientos de insectos bajo la piel. «Sí… Siéntenos… Óyenos… Ahora somos tú».

– Ya no soy tu hermana. No puedes ayudarme.

Elphame no reconoció el sonido de su propia voz. No reconoció las caras de la gente que la rodeaba. Sus pensamientos, y sus recuerdos, se fragmentaron, y todo comenzó a hundirse en la marea oscura que latía en ella. Giró por el suelo y se encontró con el viejo centauro.

– Llama al espíritu de las piedras -le dijo Danann-. Te ayudará.

Ella negó con la cabeza. No, los espíritus ya no responderían a su llamada. Estaba sola, perdida en la locura.

«Ten calma, Amada. Yo nunca te abandonaré».

Aquellas palabras recorrieron su cuerpo, y Elphame se aferró a ellas como si fueran su tabla de salvación.

– ¡Epona! -sollozó.

Al pronunciar el nombre de la diosa, notó un temblor en el cuerpo, y una idea se abrió paso en su mente. Debía confiar en sí misma. Luchó contra el miedo y la oscuridad, y se puso en pie.

Se tambaleó hacia delante, y el clan se abrió para que ella pudiera acercarse a la fuente que estaba en mitad del patio. Miró la cara de la muchacha de mármol, su antepasada, y el primer rayo de sol de la mañana la acarició. Con una mano limpia y suave, el rayo halló el broche de La MacCallan y le arrancó una luz brillante. Elphame buscó en aquella luz, buscó y encontró su herencia, la fe, la fidelidad y la fuerza del amor que no podía ser usurpado por la maldad oscura. El día amaneció como un faro de esperanza, y Elphame recordó quién era, y al saberlo, la oscuridad se marchitó y se encogió, y tuvo que retirarse de la luz cegadora de la confianza y el valor. Los susurros malvados desaparecieron, se convirtieron en el recuerdo de un eco.

Como si acabara de despertar de un largo sueño, puso los brazos manchados de sangre bajo el agua de la fuente, y observó cómo desaparecían las manchas. Después echó la cabeza hacia atrás y dejó que la luz pura de la mañana de Epona le lavara la cara. Un grito comenzó a formarse en su interior, y salió de ella hacia las murallas, que lo hicieron rebotar hasta que las voces jubilosas, primero la de su hermano, después la de su esposo, y después las del clan, lo repitieron.

– ¡Fe y fidelidad!

Con una sonrisa de triunfo, Elphame se desvaneció y cayó en el suelo de mármol, dándole la bienvenida a la paz de la inconsciencia.

Capítulo 38

Elphame oyó la voz de su madre en mitad de sus sueños.

«Ojalá hubiera sido más fácil para ella».

«Lo sé, Amada».

En aquella ocasión, Elphame reconoció al instante la voz de Epona.

«Yo también hubiera preferido que no hubiera tenido que pasar por esa agonía, pero el camino de tu hija nunca ha sido fácil. Ahora entiendes que las dificultades del pasado la han preparado para enfrentarse a su destino».

«Lo ha hecho bien, ¿verdad?».

«Muy bien. Estoy orgullosa de ella».

Elphame sintió felicidad al oír aquella alabanza.

«Su camino seguirá siendo arduo», dijo Epona. «La mayoría del clan de los MacCallan aceptará a Lochlan y a su gente por amor a ella, pero el resto de Elphame no será tan fácil de conquistar».

Su madre suspiró.

«Entonces, ¿me permites ahora que vaya a su lado? Por lo menos, así podré formalizar su matrimonio con él». La voz de su madre se entristeció. «Y Cuchulainn necesita el consuelo de una madre».

«Ve con ellos», respondió Epona. «Pero no te sorprendas si descubres que el dolor de Cuchulainn es más grande de lo que puede calmar una madre…».

La respuesta de su madre se acalló mientras Elphame emergía del sueño. Se dio cuenta de que estaba entre unas sábanas muy suaves, y notó la luz contra los párpados. Abrió los ojos lentamente.

Por el rabillo del ojo vio una forma, y al girar la cabeza, distinguió a Lochlan. Estaba sentado junto a la cama, y tenía la cabeza inclinada hacia delante. Estaba dormido. Ella se lo bebió con la mirada. Él todavía tenía las marcas de los golpes, pero su piel había perdido la palidez de la última vez que ella lo había visto, cubierto de sangre…

Entonces, lo recordó todo. Por un instante, el pánico le atenazó el estómago. Escuchó en su interior, temiendo que oiría la voz de la locura y la maldad a través de su sangre manchada. Sin embargo, los susurros no llegaron. Sólo hubo algo vago, como si fuera un sueño olvidado. Y supo que llevaba la locura de una raza, pero que el amor y la confianza habían vencido a su legado de maldad.

«Debes permanecer alerta contra la oscuridad durante toda tu vida, Amada». La voz de Epona invadió su mente. «Pero recuerda que yo siempre estaré contigo. Tienes la marca de la Diosa».

Elphame debió de emitir algún sonido involuntario en respuesta, porque Lochlan abrió los ojos y le tomó la mano.

– ¡Cuchulainn! -gritó.

Casi al instante, su hermano estaba junto a Lochlan.

Cu tenía unas profundas ojeras y una barba incipiente. Elphame tuvo la sensación de que su hermano había envejecido una vida.

– Estás horrible -dijo Elphame con la voz chirriante.

Cuchulainn sonrió y Lochlan se rió de alivio, con una carcajada parecida a un sollozo. Ella los miró a los ojos y carraspeó antes de hablar nuevamente.

– Bueno, veo que ninguno lleváis cadenas y no tenéis heridas nuevas. ¿Debo asumir que habéis aprendido a llevaros bien?

– No está loca -dijo Lochlan, y le besó el dorso de la mano mientras se le derramaban las lágrimas.

– Te dije que no iba a estarlo -respondió Cuchulainn, que también tenía los ojos sospechosamente brillantes.

– Os oigo perfectamente -dijo Elphame con exasperación.

– Bienvenida, hermana mía.

– ¿Cuánto llevo durmiendo?

– Hoy es la noche del quinto día -respondió Lochlan.

– No me extraña que tenga tanta hambre.

Cuchulainn sonrió nuevamente.

– Wynne se alegrará de saberlo -dijo él, y se dirigió apresuradamente hacia la puerta.

– Cu, espera.

Al ver la expresión de su cara, Lochlan le besó la mano suavemente y se apartó para dejarle el sitio a Cuchulainn.

Elphame se incorporó y le tendió una mano a Cu.

– Quería hablarte de Lochlan…

Cuchulainn, con un increíble cansancio, cabeceó.

– No tienes que explicarme nada, El.

– Sí, sí tengo que hacerlo. Quise hablarte de Lochlan desde el primer momento, pero no sabía cómo hacerlo, y no quería que lo averiguaras por tu parte y pensaras que no te quería lo suficiente como para confiar en ti. No dudaba de ti, sino de mí misma. No pude encontrar la mejor manera de decírtelo, y después estabas tan enamorado de Brenna…

Cuchulainn apretó la mandíbula y apartó la vista.

– No te culpo a ti, ni a Lochlan tampoco, por la muerte de Brenna -dijo, y exhaló un suspiro tembloroso-. Ni siquiera culpo a Fallon. La locura no era culpa suya.

– Cu…

– No puedo hablar de ello, El -dijo él, y sin mirarla, se dirigió nuevamente hacia la puerta-. Voy a traerte algo de comer -añadió, y cerró la puerta al salir.

– No ha dejado que la incineraran -le explicó Lochlan, y se sentó en la cama, frente a ella-. Dijo que el fuego ya le había causado demasiado dolor.

– Oh, Cu -murmuró Elphame, mirando hacia la puerta.

– Así que Danann talló una lápida con su efigie para sellar la tumba. Esta mañana, por fin, Cuchulainn la ha dejado descansar en ella.

– ¿Dónde?

– En el lugar donde estaba su tienda -dijo Lochlan, agitando suavemente la cabeza-. Creo que tu hermano ha enterrado su corazón junto a Brenna.